Suárez, un héroe no convencional
Consiguió que las cortes franquistas (el poder legislativo de la dictadura) se suicidaran
La muerte de Adolfo Suárez me ha dejado cavilando. Llegó hasta los 81 años, aunque ya antes había salido de “circulación mental”. Así denomina uno de sus biógrafos, Gregorio Morán, el hecho de padecer Alzheimer. Leo por ahí que en su momento de declive, 1981, fue combatido tenazmente por sus colaboradores y competidores, pero que tiempo antes de su partida, narrar su vida bajo destellos de gloria, se convirtió en un deporte nacional. Se fue a la sepultura habiendo inspirado diez biografías. Lentamente, a medida que se aproximaba su fin, todos fueron hincando rodilla ante el altar de este primer jefe de Estado electo, tras la muerte de Franco.
Suárez no es un héroe convencional. Al menos no para quienes gustan erigir monumentos ecuestres. Era un franquista como cualquier funcionario del Estado español antes de que emergiera la democracia. Salió de las filas del poder establecido; del confort que concede a sus fieles un esquema de gobierno cimentado tras la implacable victoria militar de Franco sobre republicanos, comunistas y anarquistas catalanes. Suárez hizo votos de lealtad a la Falange y al Opus Dei, en un tiempo en el que los éxitos personales se cosechaban por agachar la cabeza y decir amén. Ambicioso y de pocas lecturas, reconoció de inmediato las oportunidades para su ascenso. El Generalísimo tenía los días contados, su sucesor acababa de volar por los aires propulsado por una bomba plantada por ETA, y él estaba dispuesto a llenar el vacío. Tras la muerte de Franco, ingresó al gabinete como Ministro Secretario General del Movimiento, en otras palabras, jefe del partido único gobernante, con rango ministerial. ¿Alguien podría haber creído, en ese entonces, que Suárez pasaría a ser el emblema de la democracia española?
Y sí, la ambición suele ser una brújula eficiente. Dicen sus biógrafos que el Rey lo convocó para que se convirtiera en Presidente del Gobierno, porque lo consideraba “anodino” y, por tanto, plenamente manipulable. De ese modo, un ser desconocido se hizo cargo de la proeza, y montado sobre ella, se llevó toda el agua a su molino. En menos de un año, y armado de una audacia lindante con la temeridad, Adolfo Suárez consiguió que las cortes franquistas (el poder legislativo de la dictadura) se suicidaran, y que se legalizaran todas las organizaciones políticas dispuestas a competir en elecciones libres. Su mayor hazaña fue autorizar el funcionamiento del Partido Comunista. En esos primeros comicios de 1977, fue elegido como Presidente del Gobierno por un Congreso que se transformó en Constituyente. Desde entonces la transición española es un modelo para estudiar.
Suárez remodela así la noción convencional del héroe. Más que un guerrero, es un político con un voraz apetito de poder. Movido por la intuición, antes que por la doctrina; por la astucia, antes que por la ideología, tomó nota del derrumbe para saltar a tiempo sobre la nueva ola. A sabiendas de que sería tildado de traidor, planificó el hundimiento de la catapulta que le regaló la oportunidad de actuar, a fin de establecer las reglas del nuevo tiempo. Un principista no lo hubiera logrado. Por eso desde Suárez, los héroes son seres dotados de olfato, no de manual.