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Tuesday 23 Apr 2024 | Actualizado a 15:14 PM

La victoria del ‘ni-ni’

La UMP se ha beneficiado de la abstención y de la pésima gestión de Hollande

/ 5 de abril de 2014 / 06:26

Dos estrategias han salido vencedoras en las municipales francesas, aunque sobre todo lo que ha habido es una debacle. El primer ‘ni-ni’ es el del Frente Nacional, ‘ni derecha ni izquierda’, jaculatoria con la que se quiere convencer al mundo de que el partido solo no es extrema derecha, sino ni siquiera derecha. El segundo ‘ni-ni’, aunque el mayor de ambos, es el de la derecha de-toda-la-vida, la UMP, que en las elecciones del domingo se negó a practicar con formidable éxito el clásico juego del ‘frente republicano’, por el que derecha e izquierda desisten de presentar candidato en segunda vuelta para impedir el acceso de entrometidos, léase el Frente.

El partido de Marine Le Pen ha rebañado una quincena de alcaldías de localidades de más de 10.000 habitantes y unos 1.200 concejales, lo que no son cifras impresionantes, incluso comparadas con el desbarrancadero socialista, pero que contrastan con su inexistencia anterior en el ámbito local. El éxito de estos comicios habrá que valorarlo, sin embargo, a tenor de los resultados en las europeas de mayo y elecciones regionales y nacionales siguientes, de las que son un ensayo general.

La gran pregunta que tanto el PS como el FN deberían hacerse es la de si la gravísima derrota socialista se debe a la victoria del FN o el triunfo de Le Pen es producto de la debacle socialista; si uno sube porque el otro baja o uno se cae porque el otro crece imparablemente. La jefa del Frente quiere creer en la primera instancia y para ello trata de modelar un partido plenamente ‘normalizado’ (banalisation en francés, siempre más cultista que el español); un partido moderno del que asegura que desborda la división derecha-izquierda y, sobre todo, que pretende extenderse hacia abajo, creando una red de gestores locales, cuando al FN del padre y fundador, Jean-Marie Le Pen, solo importaba el ámbito nacional. El Frente ha cursado, en cambio, un máster en administración local y cuenta con que los elegidos del domingo sean la cabeza de puente de una implantación que anegue toda Francia: Le Pen es Pierre Poujade, el populista de barrio de los 50, y una Eva Perón que no va a misa, en una sola pieza. Pero mantiene sin pestañear un galicanismo extremo, antieuropeo y xenófobo.

La UMP se ha beneficiado del aumento de la abstención, que ha perjudicado más directamente al socialismo y de la catastrófica gestión de Hollande, atrapado en una política económica de derechas que ni siquiera la sonrisa de Anne Hidalgo, la primera española que es alcalde de París, logra disipar. El éxito del Frente, resumido en una sola expresión, sería haberse convertido el domingo en la tercera fuerza política nacional; pero no, como barrunta su líder, quizá embriagada de victoria, en una nueva bipolaridad FN-UMP, de la que se caería el socialismo. Las municipales no dan para tanto.

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Los enterradores de la primavera

La impotencia de Occidente es no poder imponer la democracia por falta de demócratas. Y Barack Obama no se atreve llamar al golpe en Egipto por su nombre, con el objetivo de evitarse un veto a la ayuda a esa nación.

/ 25 de agosto de 2013 / 04:00

El miércoles 14 no sólo El Cairo explotaba en una orgía de represión contra los islamistas que exigían la reposición del presidente Mursi, sino que Bagdad, Beirut y Damasco eran escenario de centenares de muertes por terrorismo, guerra o enfrentamientos civiles. Y el escritor libanés Rami G. Khoury (Agence Global) se preguntaba dramáticamente por qué el mundo árabe-musulmán parecía incapaz de encontrar un camino viable y pacífico hacia la modernidad democrática.

Cuando cae Bagdad, la capital del imperio, mediado el siglo XIII, la arabidad, elevada al primer plano de la historia por la prédica de Mahoma y califas sucesores, se acomoda dentro de otro imperio, el otomano, que no es árabe, pero sí musulmán. La comunidad árabe custodia los Santos Lugares; su lengua, que ha expresado el mensaje de la divinidad, es sagrada; y sus notables ostentan altas posiciones en la conducción del Estado. Pero como consecuencia de la Gran Guerra desaparece también el imperio otomano, con lo que llega la hora de Francia y Gran Bretaña que, entonces o anticipándose a la caída de Estambul, reducen a dominación colonial el espacio árabe-islámico desde Marruecos a Irak, con la dudosa supervivencia de Arabia Saudí, que nunca deja de ser teóricamente independiente.

El analista francés Sami Naïr sostiene que esas tierras fueron colonizadas porque estaban “preparadas” para ello, carentes de una narrativa sobre sí mismas más allá de la unidad del mundo árabe, que choca con el mensaje nacional-estatista, finalmente vencedor como factor disgregador de la comunidad.

Y la colonización europea refuerza aun más esa superficialidad modernizadora. Una ínfima minoría acepta los valores democráticos occidentales, e incluso a la hora de las independencias en los últimos años 50 y primeros 60, Occidente se congratula de que un “laico” como Habib Burguiba sea el primer presidente de Túnez independiente, que otorga el estatuto más avanzado del mundo árabe a la mujer, sin que eso le impulse a ser menos autócrata que el resto de sus pares en el poder. Es lo que el autor, también libanés, Ghassam Salamé ha llamado un mundo sin demócratas. Y esa situación deja vía libre en el pueblo llano a la exaltación de un Islam popular, reivindicativo, de recuperación idealizada de unos orígenes, de la que se hace intérprete la Hermandad Musulmana fundada en Egipto, en 1928. En el caso cairota, el experto español Javier Martín ha subrayado que los manifestantes de febrero de 2011, sobre los que se apoyó el Ejército para derrocar a Mubarak, protestaban mucho más contra la corrupción que clamaban democracia.

En las elecciones presidenciales egipcias votó aproximadamente la mitad del electorado, repartido en proporciones casi idénticas entre el islamismo y sus oponentes, estos últimos una coalición de facto de anti-islamistas y residuos del antiguo régimen, y así es como sale elegido un presidente casi accidental, Mohamed Mursi, porque la Hermandad, para no preocupar, renunciaba a promover a alguno de sus mejores candidatos. Después de la represión nasserista en los años 50 y 60, bajo los sucesores del coronel nacionalista, Sadat y Mubarak, la organización está a saltos tolerada o proscrita, y en ese tiempo desarrolla una teoría democrático-electoral, sobre todo porque comprende que era la vía más segura al poder. Pero lo cierto es que demócratas no podían haber demasiados en ninguno de los dos bandos, hasta que el Ejército el 3 de julio, temiendo que Mursi, embriagado de presidencia, atentase contra su posición de privilegio, depone al líder islamista y habla de democracia mientras reprime a sangre y fuego la protesta en la calle.

Ante todo ello Occidente muestra su impotencia. El presidente Barack Obama llama “intervención militar” al golpe porque si empleara ese último término, por ley tendría que suspender la ayuda anual de 1.300 millones de dólares, una interesada dádiva con la que compra la paz entre Egipto e Israel. Pero hay que preguntarse ¿qué podía hacer Estados Unidos? ¿Imponer qué? ¿Una democracia sin demócratas que nunca sería tan hospitalaria con el estado judío como los militares paniaguados? La impotencia de Estados Unidos es real, no un defecto de fabricación de Obama.

¿Puede Egipto convertirse en una segunda Argelia hasta sumirse en una guerra entre Ejército y terror? La inauspiciosa geografía egipcia de río y llanura lo pone difícil. Pero la batalla por una primavera que se dice enterrada, como tantos quisieran porque reafirma su creencia de que el árabe no tiene remedio, va, contrariamente, para largo. En Egipto ha habido elecciones democráticas, aunque no satisfaga el vencedor.     La partida apenas ha comenzado.

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La impotencia de Occidente es no poder imponer la democracia por falta de demócratas. Y Barack Obama no se atreve llamar al golpe en Egipto por su nombre, con el objetivo de evitarse un veto a la ayuda a esa nación.

/ 25 de agosto de 2013 / 04:00

El miércoles 14 no sólo El Cairo explotaba en una orgía de represión contra los islamistas que exigían la reposición del presidente Mursi, sino que Bagdad, Beirut y Damasco eran escenario de centenares de muertes por terrorismo, guerra o enfrentamientos civiles. Y el escritor libanés Rami G. Khoury (Agence Global) se preguntaba dramáticamente por qué el mundo árabe-musulmán parecía incapaz de encontrar un camino viable y pacífico hacia la modernidad democrática.

Cuando cae Bagdad, la capital del imperio, mediado el siglo XIII, la arabidad, elevada al primer plano de la historia por la prédica de Mahoma y califas sucesores, se acomoda dentro de otro imperio, el otomano, que no es árabe, pero sí musulmán. La comunidad árabe custodia los Santos Lugares; su lengua, que ha expresado el mensaje de la divinidad, es sagrada; y sus notables ostentan altas posiciones en la conducción del Estado. Pero como consecuencia de la Gran Guerra desaparece también el imperio otomano, con lo que llega la hora de Francia y Gran Bretaña que, entonces o anticipándose a la caída de Estambul, reducen a dominación colonial el espacio árabe-islámico desde Marruecos a Irak, con la dudosa supervivencia de Arabia Saudí, que nunca deja de ser teóricamente independiente.

El analista francés Sami Naïr sostiene que esas tierras fueron colonizadas porque estaban “preparadas” para ello, carentes de una narrativa sobre sí mismas más allá de la unidad del mundo árabe, que choca con el mensaje nacional-estatista, finalmente vencedor como factor disgregador de la comunidad.

Y la colonización europea refuerza aun más esa superficialidad modernizadora. Una ínfima minoría acepta los valores democráticos occidentales, e incluso a la hora de las independencias en los últimos años 50 y primeros 60, Occidente se congratula de que un “laico” como Habib Burguiba sea el primer presidente de Túnez independiente, que otorga el estatuto más avanzado del mundo árabe a la mujer, sin que eso le impulse a ser menos autócrata que el resto de sus pares en el poder. Es lo que el autor, también libanés, Ghassam Salamé ha llamado un mundo sin demócratas. Y esa situación deja vía libre en el pueblo llano a la exaltación de un Islam popular, reivindicativo, de recuperación idealizada de unos orígenes, de la que se hace intérprete la Hermandad Musulmana fundada en Egipto, en 1928. En el caso cairota, el experto español Javier Martín ha subrayado que los manifestantes de febrero de 2011, sobre los que se apoyó el Ejército para derrocar a Mubarak, protestaban mucho más contra la corrupción que clamaban democracia.

En las elecciones presidenciales egipcias votó aproximadamente la mitad del electorado, repartido en proporciones casi idénticas entre el islamismo y sus oponentes, estos últimos una coalición de facto de anti-islamistas y residuos del antiguo régimen, y así es como sale elegido un presidente casi accidental, Mohamed Mursi, porque la Hermandad, para no preocupar, renunciaba a promover a alguno de sus mejores candidatos. Después de la represión nasserista en los años 50 y 60, bajo los sucesores del coronel nacionalista, Sadat y Mubarak, la organización está a saltos tolerada o proscrita, y en ese tiempo desarrolla una teoría democrático-electoral, sobre todo porque comprende que era la vía más segura al poder. Pero lo cierto es que demócratas no podían haber demasiados en ninguno de los dos bandos, hasta que el Ejército el 3 de julio, temiendo que Mursi, embriagado de presidencia, atentase contra su posición de privilegio, depone al líder islamista y habla de democracia mientras reprime a sangre y fuego la protesta en la calle.

Ante todo ello Occidente muestra su impotencia. El presidente Barack Obama llama “intervención militar” al golpe porque si empleara ese último término, por ley tendría que suspender la ayuda anual de 1.300 millones de dólares, una interesada dádiva con la que compra la paz entre Egipto e Israel. Pero hay que preguntarse ¿qué podía hacer Estados Unidos? ¿Imponer qué? ¿Una democracia sin demócratas que nunca sería tan hospitalaria con el estado judío como los militares paniaguados? La impotencia de Estados Unidos es real, no un defecto de fabricación de Obama.

¿Puede Egipto convertirse en una segunda Argelia hasta sumirse en una guerra entre Ejército y terror? La inauspiciosa geografía egipcia de río y llanura lo pone difícil. Pero la batalla por una primavera que se dice enterrada, como tantos quisieran porque reafirma su creencia de que el árabe no tiene remedio, va, contrariamente, para largo. En Egipto ha habido elecciones democráticas, aunque no satisfaga el vencedor.     La partida apenas ha comenzado.

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El milagro chileno

El triunfo de Bachelet podría acarrear mayores diferencias de las que cabría esperar de un relevo en el sistema.  Tiene una mejor percepción de la gestión pública después de su primera experiencia. Puede ser el milagro chileno.

/ 28 de julio de 2013 / 04:00

Chile es hoy el gran éxito de América Latina a los ojos del mundo entero, aunque no sin un atisbo de jactancia de los propios chilenos. Las cifras macro y micro son mejores que las del Brasil de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, y únicamente su modesta base demográfica comparada con la del gigante lusófono —17 millones de habitantes contra 185— impiden que compita por el primer lugar en la geopolítica latinoamericana.

El 17 de noviembre se celebrarán elecciones presidenciales en el país más largo y estrecho de América del Sur, que podrían verse como una prueba relativamente banal de alternancia en el poder. La Concertación, afortunada convocatoria de partidos de centroizquierda, que gobernó Chile de 1990 a 2010, se enfrenta a una coalición de derecha mal cocinada, que también aspira a que se la crea de centro y dirige el país bajo la presidencia del liberal moderado Sebastián Piñera. La socialista Michelle Bachelet, que ha atraído al partido comunista a lo que para la ocasión llama Nueva Mayoría y ha sido presidenta en el periodo 2006-2010, es probable que deba competir con una conocida de infancia, Evelyn Matthei, hija, como la propia Bachelet, de un general de aviación, que sirvió en la segunda junta militar del golpista Augusto Pinochet, pero convincentemente reciclada para la democracia.

Si ganara Matthei, o cualquier otro candidato de la derecha, los cambios podrían ser sólo de género, estilo y cosmética general, pese a las desavenencias de la exministra de Piñera con el partido de ambos, la UDI (Unión Demócrata Independiente), de filiación fuertemente católico-conservadora. Pero el triunfo de la socialista podría acarrear mayores diferencias de lo que cabe esperar de un relevo dentro del sistema. El diagnóstico de Bachelet consiste en que se ha cerrado un ciclo político, el de la transición de la dictadura pinochetista a una democracia social plena; que ya es tiempo de ponerse al servicio de lo social, y el publicista chileno Héctor Soto añade que con ello aspira a lavar la culpa de los 20 años y cuatro administraciones de centro-izquierda, incluida la suya propia, en que la Concertación gobernó con un modelo de crecimiento económico heredado del régimen del general que derrocó a sangre y fuego al también socialista Salvador Allende en 1973.

Y para hacer el corte con el pasado especialmente quirúrgico, Bachelet habla de aprobar una nueva Constitución o, cuando menos, de importantes enmiendas sobre la vigente de 1980, también del tiempo del general; una Carta Magna que garantice los derechos económicos y sociales de los más desfavorecidos y las clases medias que forman hoy el centro geométrico electoral del país. Sería una cierta, aunque modesta, refundación simbólica de Chile, como está muy de moda entre las izquierdas latinoamericanas.

Chile, pese al incómodo maridaje entre la Concertación y el legado pinochetista, ha cambiado mucho desde 1990. Las clases medias han crecido un tercio hasta el 43% de la población en 2010. Y aunque Bachelet predica la lucha contra la desigualdad y la pobreza, una parte en aumento del electorado piensa en términos de consumo y mejora del nivel de vida. Ésas son las dos almas de la expresidenta: una socialdemócrata, que reeditaría una Concertación muellemente reformista, y otra más radical que constituye un reto implícito a la socialdemocracia brasileña, hoy en el punto más bajo de su ya larga cadena de éxitos con una protesta popular contra las megacelebraciones del mundial de fútbol en 2014 y los Juegos Olímpicos en 2016. Pero, especialmente, una apuesta competitiva con el chavismo pos Chávez, que implicara una extensa redistribución de la riqueza basada en una reforma tributaria, lo que incluiría la gratuidad de la enseñanza, como piden los estudiantes, sin faltar por ello a ninguno de los grandes preceptos de la democracia occidental.

Las revueltas estudiantiles de 2011 se anticiparon al extendido malestar brasileño, que ha hecho que se despeñaran los índices de popularidad de Rousseff, así como presenta características similares: unas clases medias que sienten la frustración de una recompensa insuficiente. Como dice Rocío Montes en La Tercera, “Chile ha aprendido a convivir con la agitación de los estudiantes”, y éstos no tienen ante sí el faraónico gasto en monumentos deportivos, ni la aparente corrupción brasileña, pero no por ello, dice la periodista, será menos “dolor de cabeza para Bachelet —o quien sea— hacer frente a una probable movilización social”.

Una presidenta escuetamente reformista corre el peligro de verse desbordada por su izquierda. La Bachelet de la ruptura con el pasado estaría, quizá, mejor equipada para darle aire al milagro chileno.

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Assange II

Snowden ha hecho a la administración de Obama un daño que puede ser irreparable. Los países espiados todavía no salen de la sorpresa, aunque, en el caso de la canciller alemana, Angela Merkel, el problema no es que la espíen, sino que lo hagan con su ama de llaves.  Claro, es una metáfora.

/ 21 de julio de 2013 / 04:00

Lo más grave de la operación de ciberespionaje estadounidense no es que Washington traicionara la presunta confianza de amigos y aliados, sino la envergadura de carácter potencialmente psiquiátrico con que se ha llevado a cabo. La canciller alemana, Angela Merkel, seguro que tuvo que fingir sorpresa al hacerse público que Estados Unidos espiaba a diestro y siniestro, porque no ignora que el líder de Occidente tiene sobrados motivos para espiar al principal país europeo, cuya alianza le interesa bastante más que la vetusta relación especial con el primo británico. Y cuanto más amigo y aliado, más necesario es el espionaje, porque, para exigir un comportamiento satisfactorio del otro, hay que saber de qué pie cojea.

Lo sorprendente es el gigantesco esfuerzo, posiblemente subproducto del atentado de las Torres Gemelas, que ha desplegado la NSA norteamericana (Agencia de Seguridad Nacional, en español), los miles de millones de correos y llamadas telefónicas procesadas para que nada significativo escape a su vigilancia. Tantos han sido los auscultados, que aquellos a quienes la operación haya pasado por alto pueden sentirse excluidos del Gotha de las preocupaciones norteamericanas. Y un agente autónomo, con uno de los siete millones de ordenadores que manejan los servicios de información de Washington, Edward Snowden, de filiación política desconocida, le ha hecho un daño que el tiempo puede revelar irreparable a la administración del presidente Barack Obama, mostrando al mundo cómo se espían urbi et orbi, carraspeos y respiraciones, insomnios y festividades nocturnas. Eso es lo que tiene que haber dejado estupefacta a la señora Merkel; no que la espíen a ella, sino a su ama de llaves.

Y como ocurrió con Julian Assange —el australiano que lleva más de un año encarcelado en la embajada ecuatoriana de Londres—, la opinión mundial y la justicia de Estados Unidos están juzgando ya al analista, que desde el 23 de junio pernocta en la zona de tránsito de un aeropuerto moscovita, acusado por Washington de divulgar secretos de Estado. La posición estadounidense es perfectamente comprensible, porque si no actúa contra su excontratista, y el ejemplo cunde con la aparición de enésimos Assange, las comunicaciones oficiales a través del ciberespacio —y no sólo de Estados Unidos— pueden llegar a ser virtualmente imposibles. Pero la opinión, tanto en Europa como en América Latina, donde se encuentran los países más afectados por la operación, ve las cosas de forma diferente.

El propio Snowden está preparando su defensa ante ese areópago universal, y para ello ha desempolvado una declaración de los tribunales aliados que juzgaron al régimen nazi en Nuremberg (1945), donde se dice: “Los individuos tienen deberes internacionales que trascienden a la obligación nacional de obediencia. Y, con ello, el deber de transgredir el ordenamiento jurídico de su país, para impedir que se perpetren crímenes contra la paz y la humanidad”. Hay una diferencia, sin embargo, entre el Holocausto y espiar por teléfono. El especialista de la NSA incluye, igualmente, en su argumentario una referencia a la Declaración Universal de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU):

“Nadie deberá sufrir interferencia arbitraria sobre su intimidad, familia, hogar o correspondencia”; pero en este caso sólo se trata de una jaculatoria sin fuerza de ley. Y en una conferencia de prensa que dio la semana pasada en el aeropuerto justificaba su conducta diciendo que había puesto lo que sabía “en conocimiento del público, para que todo lo que le afecte se discuta a la luz del día”, razón por la que pedía “al mundo justicia”. El disgusto de la opinión en los países espiados es de tal magnitud que, especialmente en Europa, limita la capacidad de olvido de Gobiernos que lo que más desean es reconciliarse cuanto antes con Washington, y en América Latina refuerza, en cambio, las posiciones del bolivarianismo.

El descomunal avance de las comunicaciones hace virtualmente imposible que el Estado pueda garantizar de manera absoluta la lealtad o servidumbre del número creciente de operadores necesarios para controlar ese piélago de mensajes. Es como si la tecnología se hubiera vengado de quien más se sirve de ella, añadiendo a la manipulación informática un curioso elemento de carácter libertario, la posibilidad de que un operador aislado pueda hacer la guerra por su cuenta.

Estamos en un impasse: Snowden, pendiente de una condena o absolución, siquiera de carácter moral, en un limbo moscovita, sin medio conocido de viajar a un país-refugio como Venezuela, Bolivia o Nicaragua, que le han ofrecido asilo, y sin los medios para hacerlo efectivo. Sólo una legislación internacional de obligado cumplimiento, hoy impensable, resolvería el problema.

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El ‘Correazo’

Ecuador se apresta a confiarle una vez más a Rafael Correa la Presidencia, ante una oposición dividida otra vez, de manera equivocada. Sin embargo, el sistema político ecuatoriano puede definirse como un caudillismo plebiscitario.

/ 17 de febrero de 2013 / 04:00

La única duda consiste en si sale elegido este domingo en primera o posteriormente en segunda vuelta, aunque las encuestas se inclinan por una goleada de escándalo. Ganó sus primeras elecciones en 2006 a la segunda oportunidad, revalidó cargo en 2009, entonces a la primera, y hoy contempla un Ecuador muy diferente de aquél al que llegó prometiendo cambio y cambio es lo que le ha dado.

Hasta que dispuso en 2008 de una Constitución a la medida de los amplios poderes que ambicionaba, Rafael Correa se dedicó a arrasar con el antiguo régimen. La democracia representativa, bien que de escasa densidad política, había sido restablecida en 1979, pero entre 1997 y 2005 tres presidentes no pudieron concluir mandato. Y la reformulación, pero no refundación del Estado, se ha producido a partir de esa fecha, a correazos, como es el propio Presidente, abrupto, intolerante, precipitado, aunque sin duda animado de las mejores intenciones.

El sistema político ecuatoriano podría definirse como un caudillismo social plebiscitario, o democracia delegativa, en la que el voto lo decide todo y confía el poder al vencedor. Para ello ha sido preciso, sin embargo, el suicidio de una clase política que presentará hoy a siete candidatos contra el líder, que sólo serán capaces de repartirse en orden disperso las migajas que deje el Presidente, en una campaña sin campaña, como dice el analista Simón Pachano. ¿Por qué Correa tiene a gran parte de la opinión a comerle de la mano?

Lo primero es el petróleo. En los últimos seis años los ingresos del Estado han casi doblado los de los diez anteriores. Pero Hugo Chávez ha gozado de idéntica subvención de la naturaleza y la economía venezolana deambula en precario, mientras que macro y microcifras sonríen a Ecuador. Lo segundo es cómo se ha desplegado esa bonanza. El Presidente pidió el 15 de enero licencia a la cámara para postularse, excusándose supuestamente de la obligación de gobernar. Pero ya había gobernado todo lo que precisaba. En enero se aumentaba el llamado Bono de Desarrollo Humano de 35 a 50 dólares mensuales que perciben al menos dos millones de votantes; el de la Vivienda ha pasado de 5.000 a 6.000 dólares para adquirir techo por un costo no superior a 15 mil dólares; y el salario básico se ha corrido de 292 a 318, siempre de la divisa norteamericana que es la circulante en el país. Pero también ha construido 7.000 kilómetros de carreteras, están en proceso ocho centrales hidroeléctricas, triplicado los presupuestos de Sanidad y Educación, pronto habrá una línea de metro en Quito, y se trabaja en un nuevo aeropuerto para la capital.

Aunque inicialmente marcaba palpables diferencias con el chavismo, como cuando tardó en sumar Ecuador al Alba (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América) la mímesis con el hoy doliente Mandatario venezolano ha ido in crescendo. Correa tiene un enlace sabatino de Tv para impartir correología, a lo que ha renunciado, coqueto, durante la licencia; interrumpe cuando quiere los programas del prójimo, casualmente cuando se le critica; ataca a la prensa no adicta, que es lo que queda a guisa de oposición, y limita o excluye publicidad estatal “para los medios mercantilistas y no beneficiar así el negocio de seis familias”; e igualmente prohíbe a los servidores públicos que hagan declaraciones al enemigo de papel. Queda sólo el dólar como recuerdo de “la oscura noche neoliberal”.

El Presidente, doctor en Economía, formado en Bélgica y Estados Unidos, y no siempre en las mejores relaciones con los pueblos originarios, quiere, sin embargo, transubstanciarse con ellos. Rompe a hablar quechua y llama a los que se le oponen corructos, posiblemente pronunciando mal la palabra para ser más pueblo. El académico Carlos de la Torre dice que utiliza “un lenguaje coloquial y modismos de las clases populares guayaquileñas, que le asemejan a la gente común, pero sin dejar por ello de ser superior a todos”.

Una América Latina, ya mayor de edad, pero dividida entre bolivarianos y occidentalizantes, vive una gran pugna. ¿Es América Latina el Nuevo Occidente, pujante y ufano de estadísticas? El presidente boliviano Evo Morales abomina de Europa y Estados Unidos; el chavismo, con o sin líder histórico, flota entre Teherán y Brasilia; y Rafael Correa, que parecía adquirido al reformismo occidental, puede que aún no haya dicho su última palabra, pero la tentación de suceder al exmilitar de Caracas como líder de los radicalismos populistas es muy grande. Más que el propio Ecuador.

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