Una historia que apenas comienza
Todos coinciden en el futuro incierto; ahora reciben ayuda, alimentos, ¿pero y después?
Marlene es abuela de cuatro nietos, pero demuestra la vitalidad de una mujer de 20 años. Es la dirigente de la comunidad Agraria Campesina Cachuela Mamoré, a pocos kilómetros de la ciudad de Guayaramerín. Va y viene, organiza, instruye, supervisa y atiende a las visitas en el campamento montado en una altura del terreno. A pocos metros, una docena de niños juega en el agua. Suben sobre las canoas y desde allí se lanzan haciendo piruetas para zambullirse, y tras sacar la cabeza, junto al resto, festejan la hazaña. El campamento está al lado de la vía que conduce a Guayaramerín y los niños juegan sobre el camino inundado por el río Mamoré que, de aquí en adelante, cubre totalmente no solo la vía.
La comunidad tiene 52 familias. Una caravana de canoas ingresa a la inundación. Su primer destino es la escuela donde la cancha de fulbito y básquet está bajo el agua. El resto del establecimiento está rodeado por más de metro y medio de agua. De allí, a los chacos, Marlene va relatando: esta plantación tiene plátano, guineo, cítricos, copoazú, cacao… el dueño es don Miguel (uno de los canoeros). Sobre las aguas aparecen las copas de esas plantas.
Ahora vamos a otro chaco, el espectáculo es idéntico. Vamos, dice Marlene, entremos para que vean cómo han quedado las plantaciones de banano. Vemos plantas cargadas de racimos aún verdes, plantas caídas y espacios vacíos sobre el agua, los espacios que dejaron las plantas que ya cayeron por la raíz y el tallo podridos.
¿Qué va a quedar cuando se retire el agua? Marlene, con la voz firme, responde que “va a quedar todo destrozado; tarda en bajar el agua y todo se muere por el agua y el calor que mata las raíces”. Pasamos junto a una planta de papayas con frutos a medio madurar. Le digo que las llevemos; la mujer explica que las papayas se ven bonitas pero ya no sirven, se las parte y están llenas de agua.
Entramos a otro chaco con el mismo panorama. Marlene empieza a murmurar, como repasando para ella misma, que le dijo a su marido que hay que empezar de nuevo, que todo el sembradío terminará podrido, que tanto trabajo “al agua” (nunca antes el término mejor utilizado). Y su murmullo sobre el recuento de pérdidas por primera vez le quiebra la voz, pero se rehace y otra vez, con tono firme, cuenta con orgullo anécdotas de sus cuatro nietos mientras con un tarro va tirando el agua que entra a la canoa.
Como Marlene, los campesinos de la Comunidad Agraria Cachuela Mamoré lo perdieron todo. Y todo, en el campo, son los sembradíos. Hay quienes influidos por la religión dicen que es el fin de los tiempos, que “está escrito”. Pero todos coinciden en el futuro incierto. Ahora reciben ayuda, alimentos, ¿pero y después?
La inundación empezó hace 45 días y este fin de semana el agua seguía creciendo. En la ciudad de Guayaramerín más de 18 barrios están bajo el agua que, en muchos casos, casi llega a cubrir los techos de las casas. En la capital, en el terreno del aeropuerto antiguo (que quedó casi en el centro de la ciudad), se construye un megacampamento de 400 carpas.
Son casi 2.800 las familias damnificadas en la provincia, las que multiplicadas por un mínimo de cinco personas por familia, suman una multitud. Y cada persona con la que se habla sonríe, como Marlene, acepta su tragedia y cuenta su historia. Pero antes de la despedida pregunta qué será de ella mañana, en 60 días, cuando —se espera— bajará el agua, el barro empezará a secar y habrá que volver… ¿a casa?
Saben que, para ellos, esta historia recién empieza. Que quedan semanas y meses como futuro inmediato y que ese periodo no está necesariamente en sus manos. ¿Entonces, en manos de quién? Ellos saben que están en manos de la solidaridad. Y la solidaridad puede estar en manos de quienes demasiado pronto olvidamos que la inundación ocasionó, en el ámbito nacional, más de 60.000 familias damnificadas.