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Grecia, de nuevo

La economía financiera y la real circulan por carriles distintos y con destinos diferentes

/ 15 de abril de 2014 / 06:21

Después de unos años siempre a punto de la suspensión desordenada de pagos y de su salida de la zona euro, Grecia volvió la semana pasada a los mercados con una emisión de bonos a cinco años, con un tipo de interés en el entorno del 5%. Hay al menos otros dos datos positivos: un superávit presupuestario primario en 2013 (exceptuando el pago de intereses de la deuda) y las subidas de la Bolsa de Valores.

El primer país europeo necesitado de rescate (en dos tandas hasta ahora, por valor de 240.000 millones de euros) es otro ejemplo más de los distintos carriles por los que circulan la economía financiera y la economía real. Mientras la primera atestigua los hechos anteriores, la economía real sigue suministrándose de tasas de paro superiores a la cuarta parte de la población activa, de la caída del 25% del PIB desde que se inició la crisis y del hecho de que, como media, una familia griega ha visto perder en este periodo el 40% de su renta disponible. Un ajuste brutal, casi desconocido en cualquier otro momento de la historia contemporánea. Todo ello da idea de que si desigual e injusto ha sido el desarrollo de la Gran Recesión y su gestión, la salida de la misma puede agudizar, aún más, esas tendencias.

Si desigual e injusto ha sido el desarrollo de la Gran Recesión y su gestión, la salida de ella puede agudizar, aún más, esas tendencias

Ahora, dicen, el principal riesgo de Grecia es político: la posibilidad de que en las elecciones europeas del 25 de mayo gane la formación de izquierdas Syriza —cuyo líder, Alexis Tsipras, es el candidato de la izquierda unitaria europea a la presidencia de la Comisión Europea— y supere a los dos partidos del centro del sistema, la conservadora Nueva Democracia y el socialista Pasok (que gobiernan en coalición), provocando una crisis inoportuna con una coyuntura en la que están encima de la mesa las negociaciones con la troika para recibir más ayudas, cambiar las condiciones de la deuda o paliar los efectos de la austeridad extrema con parte de ese superávit primario.

Para evitarlo, se necesita presentar a Grecia como una historia de éxito de las políticas de ajustes (sacrificios de hoy para el bienestar de mañana, quede quien quede por el camino), máxime cuando esas elecciones europeas van a tener lugar cuando el país heleno es el presidente de turno de la Unión Europea. Eso es lo que significan las palabras del representante del Gobierno de Atenas cuando dice: “Estamos en un momento crucial, en el que necesitamos que nuestros socios europeos nos ayuden a demostrar a la opinión pública que los esfuerzos han merecido la pena”. Ángela Merkel tenía previsto pasar estos días por Atenas.

El economista Yanis Varoufakis, al que llamaron “doctor Apocalipsis” por avisar de lo que iba a pasar con las condiciones puestas a los dos rescates, dice que no solo el país ha pasado por una depresión, sino los propios ciudadanos: “Un día, las gentes están catatónicas y al día siguiente parecen atacadas por un optimismo extravagante que les hace experimentar el sentimiento absolutamente irrealista de que todo es posible. Luego vuelve la depresión”.

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Desigualdad, pero también pobreza

Desde 2007 hubo un crecimiento exponencial de la desigualdad y de la pobreza

/ 21 de febrero de 2016 / 04:00

Hace un siglo, exactamente, el mundo acababa de entrar en un bucle de tres décadas con dos guerras mundiales y sus consecuencias (1914-1945), que acabarían con la primera fase de la globalización, la que había arrancado en el último tercio del siglo XIX (1870-1914). Lo que sucedió luego fue calificado por el historiador Eric Hobsbawm como “un siglo corto”, un siglo que comenzó en  1914, con la Gran Guerra, y terminó en 1989, con la caída del Muro de Berlín.

Si viviese Hobsbawn, quizá hiciese una revisión de su tesis a la luz de lo acontecido en lo que llevamos del siglo XXI. Posiblemente, podría concluir que el siglo XX, al revés de lo que creyó, fue un siglo largo que todavía no ha acabado, y que se podría dividir netamente en tres partes muy diferenciadas, además del citado periodo de conflictos bélicos. La primera sería la de los “treinta gloriosos” (1945-1975), la época de mayor crecimiento del capitalismo con mayor equidad, los años de la hegemonía keynesiana, del “capitalismo de rostro humano”. La segunda etapa dura desde finales de los años 70 hasta la gran recesión de 2008; es la época de la revolución conservadora, la treintena opulenta, tiempo de consumismo desaforado en la que hubo un momento en el que parecía que la codicia producía resultados.

Aumentó espectacularmente la desigualdad, pero en lo básico fue porque los ricos se escaparon, incrementaron mucho más la renta, la riqueza y el poder que el resto. Pero ese resto, a trancas y barrancas, siguió mejorando y aumentaron los efectivos de las clases medias de todo el mundo. Se vivía de un simulacro: ustedes se llevan la mejor tajada, pero a cambio nos proporcionan trabajo y un cierto progreso. Aumentó la desigualdad, pero se redujo la pobreza en el mundo.

La tercera fase está muy bien reflejada en el informe de Oxfam presentado a fines de enero en el Foro de Davos. Comienza en 2007 y no sabemos cuándo podrá darse por finalizada. En ella hubo un crecimiento exponencial de la desigualdad y de la pobreza. En este caso, las razones están más basadas en el hecho de que las recién creadas clases medias han visto detenerse la escala social que en que los ricos hayan multiplicado sus beneficios (que los han multiplicado, aunque no tanto como en la etapa anterior). Muchas de aquellas personas que se sintieron parte del progreso y de las clases medias forman parte ahora de ese grupo que el Banco Mundial denomina “los vulnerables” o el “precariado”: familias que mejoraron, pero que han perdido de modo acelerado parte de lo avanzado. La combinación es letal: más desigualdad, más pobreza.

El informe de Oxfam se centra en esta ocasión en el papel de los paraísos fiscales.  Un papel que quiso ser demediado al inicio de la Gran Recesión en las declaraciones del G20, cuando esa formación G se convirtió en el organismo oficial para protagonizar la solución de los problemas económicos. No se pasó prácticamente de la retórica de los comunicados. El rol de los paraísos fiscales se une a una política fiscal generalizada, que ha reducido la actividad de los ingresos en la necesaria actividad redistributiva del sector público. En cuatro etapas: la primera, rompiendo el proceso generado tras la Segunda Guerra Mundial e iniciando una senda de falta de progresividad en los impuestos; a continuación, trasladando parte de los gravámenes sobre el capital hacia el trabajo; luego, transformando los impuestos sobre la renta en impuestos sobre el consumo; por último, reduciendo e incluso eliminando los impuestos patrimoniales (patrimonio, sucesiones y donaciones), último reducto de aquella progresividad de los sistemas tributarios.

El resultado es que se ha reducido la capacidad distributiva de los Estados y, por tanto, aumenta la desigualdad. Se ha permitido una fuerte acumulación de los ingresos, la riqueza y el poder en una élite económica que cada vez se escinde más del resto (que sufre fuertes tasas de desempleo, devaluaciones salariales, inseguridad en el trabajo y una reducción de la protección social) y que no quiere solidarizarse con la distribución del gasto público. Así es como se ha hecho tan popular el eslogan de “Somos el 99%”, frente al 1% restante. Y ello es lo que ha dado lugar a la crisis de legitimidad y de representación del sistema, que estamos observando por todas partes; la política y la economía inextricablemente unidas, como las cerezas. 

Es economista y periodista español.

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De Mao a Alibabá

La salida a la bolsa de Alibabá, un gigantesco holding de comercio electrónico (controla ocho de cada diez pedidos online en el interior del país), refuerza los cambios que se están experimentando. Su capitalización bursátil superó en un solo día a la de Amazon o Facebook.

/ 28 de septiembre de 2014 / 04:00

Menos de cuatro décadas han transcurrido desde la muerte del presidente Mao (Tse-tung) a la emergencia de un gigantesco conglomerado empresarial chino en Wall Street, con el nombre de uno de los protagonistas de uno de los cuentos de Las mil y una noches que más estimula los recuerdos infantiles: Alí Babá, el de los 40 ladrones. Este recorrido es una representación bastante exacta de la aceleración del tiempo histórico en el gigante asiático que practica ese oxímoron (expresión de dos palabras de sentido opuesto que origina uno nuevo) denominado “comunismo de mercado”.

El consenso de los expertos subraya cuatro tendencias centrales en estos primeros tres lustros escasos del siglo XXI: el debate entre seguridad y libertad (en beneficio de la primera) después de los atentados terroristas de septiembre de 2001 en Estados Unidos; la Gran Recesión que comenzó en 2007, para salir de la cual se ha producido la mayor intervención pública global de la historia; la ola de cambios (progresistas) en América Latina; y el ascenso de China, que no solo ha sacado a 400 millones de sus ciudadanos (más de la tercera parte del total) de la pobreza, sino que ha empezado a constituir un nuevo centro de poder en un mundo multipolar.

Durante este tiempo, China ha reivindicado el importante papel que pueden jugar las empresas y los bancos de propiedad pública para dirigir el crecimiento, en contra de los dogmas económicos dominantes en otras partes del mundo. Son hechos, no interpretaciones.

A nivel macroeconómico, el gigante asiático se halla en un momento de transición. Continúa creciendo por encima del 7% anual acumulativo (llegó a hacerlo a tasas de dos dígitos), pero las autoridades pretenden pasar de un modelo de crecimiento cuantitativo, con grandes costes en desigualdad, infierno ambiental e inseguridad alimentaria, a otro en que mezclen cantidad y calidad. Para ello se han dotado de un arsenal de 60 reformas, mediante las cuales tratarán de que las fuerzas del mercado se equilibren con las del Estado: presencia de propiedad privada en los grandes sectores industriales públicos (energía, telecomunicaciones, alimentación…), infraestructuras y, sobre todo, liberalización del sector financiero, con concesión de nuevas fichas bancarias y control de la banca en sombra que tanto ha emergido y que, en otras partes del mundo fue la principal protagonista de la crisis que ha asolado al planeta. Ello se mezcla con la tendencia hacia la urbanización del país (que unos 1.000 millones de chinos vivan en ciudades en el año 2020), con lo que ello supone de incentivo para la construcción y para la demanda y el consumo interno.

Los movimientos en el sector empresarial son aún más espectaculares. Ha pasado ya casi una década desde que la empresa pública Lenovo sorprendiese comprando la división de ordenadores de IBM, mostrando que China no era tan solo ese país al que se acude en busca de mano de obra barata, con gigantescas desigualdades, escasos derechos sindicales y costes de producción más baratos. La salida a la bolsa de Alibabá, un gigantesco holding de comercio electrónico (controla ocho de cada diez pedidos online en el interior del país) refuerza los cambios que se están experimentando. Su capitalización bursátil superó en un solo día a la de Amazon o Facebook, es el doble que la de McDonald’s y mayor que la de tres gigantes españoles —Telefónica, Repsol e Iberdrola— juntos.

Pero Alibabá no es una excepción. Hace semanas, temiendo que la hegemonía de este gran holding se incrementase, otros tres millonarios chinos se alinearon para crearle una competencia adecuada. El mayor grupo inmobiliario del país (Wanda), el principal motor de búsquedas del país (Baidu) y la sociedad líder en redes sociales con varias plataformas (Tencent) se han unido para evitar el monopolio de una empresa que con el dinero obtenido en la Bolsa de Nueva York puede encontrar financiación para expandirse, por ejemplo, por Europa y Estados Unidos. Otro ejemplo: de los cinco mayores fabricantes mundiales de smartphones, tres son chinos y compiten con Apple y Samsung.

Mientras Alibabá se estrenaba en Nueva York, el presidente Xi cortejaba al primer ministro indio, Modi. El conjunto de los dos países supera con mucho la potencia de los otros grandes países de ese club de los emergentes (junto a Brasil, Rusia y Sudáfrica) conocido bajo el acrónimo de BRICS.

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Churchill, Roosevelt y Juan XXIII

La Gran Recesión ha cuestionado uno a uno los postulados ideológicos que la revolución conservadora, defendida por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, hizo hegemónicos durante más de un cuarto de siglo.

/ 14 de abril de 2013 / 04:00

José Luis Sampedro.

El objetivo de la revolución conservadora que nació a principios de los años 80 era sustituir a Winston Churchill, Franklin Delano Roosevelt y Juan XIII como íconos del siglo XX, por Thatcher, Reagan y Juan Pablo II. Roosevelt era el vencedor de la Gran Depresión con una política de regulación de la economía y de protección social a los que se quedaban por el camino, molidos por el sufrimiento, y tanto Churchill como él representaban los valores de los aliados, triunfadores de la Segunda Guerra Mundial. Juan XXIII había comenzado el aggiornamiento de la Iglesia Católica y puesto en funcionamiento ese oxímoron denominado “cristianismo de rostro humano”.

La revolución conservadora que lideran Thatcher y Reagan tenía dos fases ideológicas: primera, acabar con el Estado de bienestar nacido del miedo al poder de atracción del comunismo (una especie de revolución pasiva dentro del sistema); y, segunda, liquidar los contenidos educativos y culturales permisivos de Mayo del 68. Era pues una acción doble, compuesta por intereses económicos liberales y valores políticos conservadores, que dos décadas después retoman y actualizan los neocons de todo el mundo y que tiene su cénit en los Estados Unidos de George W. Bush, con los Rumsfeld, Cheney, Kagan, Kristol… Y prende por necesidad: el fracaso del anterior paradigma dominante, el keynesianismo, para hacer frente a un fenómeno nuevo, la estanflación, mezcla de precios altos y economía paralizada, consecuencia en buena parte de las dos crisis del petróleo de los años 70. El keynesianismo había domeñado el desempleo pero no la inflación. A este reto se enfrentan los conservadores.

Durante más de un cuarto de siglo la revolución conservadora ha sido hegemónica en el terreno del pensamiento, las ideas y las políticas económicas. Los atentados terroristas de principio de siglo acentuaron sus rasgos más duros, pero entonces ya se vio, aunque en dosis homeopáticas para lo que sucedió después, que la fórmula para salir de la recesión consistía en introducir paladas de dinero público en el sistema. La Gran Recesión, que comienza en el verano del año 2007, pone en cuestión sus postulados centrales, mucho más teorizados por Thatcher y sus think tanks que por Reagan y sus muchachos (que se convirtieron en representantes de un keynesianismo de derechas —“keynesianismo bastardo”, lo denominó Joan Robinson— al dejar a sus herederos un gigantesco déficit público motivado por las inversiones públicas en la guerra de las galaxias y en el aparato militar, con el objeto de acabar con un comunismo exhausto). Entre esos postulados destacan los siguientes:

El Estado es el problema, el mercado la solución. Pero hoy sabemos que las principales dificultades derivadas de un sector financiero con pies de barro y de economías reales con paro y empobrecimiento de las clases medias son propias de Estados débiles, demediados, no del Ogro filantrópico de Octavio Paz ni de leviatanes. Para arreglar esos problemas de mercados que no funcionan y tienden al oligopolio se precisa de Estados y supervisores fuertes. La solución al sistema financiero ha pasado por la continua intervención en el mismo del sector público, con el dinero de los contribuyentes en juego, hasta el punto de que ha vuelto a conjugarse el verbo nacionalizar. El único momento en que la revolución conservadora, orgullosa, se activa y deja quebrar Lehman Brothers bajo el principio de que cada palo aguante su vela, es cuando todo el tinglado está a punto de desmoronarse. Los planes de estabilización son mecanismos administrativos, y por tanto al margen del mercado, que buscan reequilibrar las posiciones de poder en el seno de la economía. Así como la socialización de pérdidas.

La desregulación como meta. En 1986, Margaret Thatcher lidera el big bang en la Bolsa de Londres. La City londinense deviene en el paraíso de la desregulación y la innovación financieras, hasta cotas verdaderamente difíciles de entender incluso para los expertos. Desde entonces se ha hecho mucho dinero en esos mercados, pero la titulización de hipotecas y otros créditos, los productos derivados, los fondos de alto riesgo, o los instrumentos opacos que han estado en el origen de la Gran Recesión que arranca de Estados Unidos, tienen en la City su patria y su versión más sofisticada.

El capitalismo popular. La adquisición de acciones en empresas de las que no se conocía ni siquiera su actividad, por el mero hecho emulador y gregario de que el vecino está ganando mucho más dinero que tú, formó parte de la nueva economía, ese paradigma efímero, con fuerte presencia mediática, que decía que se habían acabado los ciclos económicos simplemente por la aplicación conjunta de las entonces nuevas tecnologías de la comunicación y la información, y la flexibilidad empresarial. Ello acabó con los primeros efectos nefastos en la economía real de las hipotecas de alto riesgo. Ya sabemos lo que ocurrió: la sociedad de propietarios, que pretendía hacer de cada individuo un poseedor de vivienda propia, generó la burbuja inmobiliaria que ha estado en el origen de nuestros problemas actuales. Los desahucios se explican precisamente por lo anterior.

Entre las ideas, las ideologías y los intereses suele haber una interacción compleja. Los mercados financieros estaban interesados en defender la desregulación; la ideología del libre mercado de Thatcher y Reagan les hizo un gran servicio. Pero si la economía es una ciencia social, sus postulados tienen que ser probados. Esta crisis ha cuestionado esos supuestos ampliamente difundidos por la revolución conservadora. Ésta, que es poliédrica en sus efectos, generó mucha riqueza pero la repartió muy regresivamente: hasta hoy, Gran Bretaña y Estados Unidos han sido las sociedades más desiguales y con más falta de cohesión del mundo desarrollado. En estos momentos en que se hace balance de un mito, conviene recordar a sus perdedores. Que son realidad tangible.

Posdata. Hay un aspecto poco recordado, pero muy siniestro, en la biografía de Thatcher: la protección y el cariño dados al general Augusto Pinochet cuando éste tuvo que aguardar en Londres a la petición de extradición, por delitos contra la humanidad, hecha por el juez Baltasar Garzón. Thatcher, que multiplicó los tactos de codos públicos y las tazas de té con el dictador chileno, declaró en el congreso del Partido Conservador, en octubre de 1989, que la persecución a Pinochet se debía a “una venganza de la izquierda internacional por la derrota del comunismo, por el hecho de que Pinochet salvara a Chile y salvara a Latinoamérica”. Thatcher y Pinochet no sólo estaban unidos por sus intereses (el apoyo de Chile a Gran Bretaña en la guerra de las Malvinas), sino por sus simpatías por un sistema económico, el neoliberalismo, que ha tenido hasta ahora sus momentos más puros bajo la dictadura militar chilena, con la hegemonía de los Chicago Boys y su apóstol, Milton Friedman, en la misma.

El periódico El Mercurio de Santiago contiene en su hemeroteca la fantástica historia con la que Pinochet cuenta su caída del caballo y su conversión a la religión liberal… en la economía: “Éste es un viaje sin retorno del modelo económico. (…) Agradezco al destino la oportunidad que me dio de entender con mayor claridad la economía libre o liberal”. En el Chile de Pinochet la fórmula fue una férrea dictadura política acompañada de una privatización casi absoluta de la economía y la desaparición de cualquier síntoma de protección social. Lo que los economistas de la Escuela de Chicago soñaron, pero no pudieron experimentar ni siquiera en la Gran Bretaña de Thatcher o en los Estados Unidos de Reagan (por las resistencias que los ciudadanos imponían a las consecuencias socialmente más dolorosas de sus políticas), lo hicieron en el Chile militar, sin sindicatos libres ni sociedad civil organizada. Sobre todo ello no hay ni una palabra de condena de Thatcher.

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