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Una imagen y miles de muertos

Desde mucho antes de que Felipe Calderón declarara la “guerra al narcotráfico”, cada tanto el Gobierno mexicano en turno anunciaba “el golpe de mayor importancia contra el crimen organizado”. A continuación se presentaba en público al líder de alguno de los cárteles del narcotráfico, esposado y flanqueado por agentes con las caras cubiertas, mientras cientos de flashes rubricaban su caída.

Estos anuncios y estas estampas se convirtieron en parte del imaginario mexicano junto a otras imágenes, menos publicitadas por los voceros del Gobierno: cadáveres colgando de puentes, cabezas dejadas a las afueras de una estación de Policía, madres de familia marchando en protesta porque nadie les responde dónde están sus hijos e hijas secuestrados por los criminales o desaparecidos por “fuerzas del orden”. La detención rutinaria de estos criminales de alto rango no ha significado una disminución de la violencia, ni una mayor eficacia de las instituciones encargadas de impartir justicia, y, por supuesto, tampoco ha afectado el negocio del tráfico de drogas, boyante como nunca, y que ha extendido sus actividades a otros rubros, el secuestro, la extorsión, el tráfico de personas.

El golpe histórico del momento es la captura de Joaquín El Chapo Guzmán, líder del cártel de Sinaloa y uno de los personajes consentidos de las listas de Forbes. No es cualquier cosa que se detenga al capo que hace 13 años se fugó de un penal de “alta seguridad”, lapso durante el cual, a pesar de ser “el más buscado”, logró que su negocio floreciera impunemente. Los rumores constantes de que El Chapo andaba sin mayores preocupaciones en Sinaloa (o en Guatemala, o en Durango) y las revelaciones en WikiLeaks de que la DEA llegó a negociar con su gente para afectar otros cárteles, no hacían sino alimentar las versiones de que continuaba haciendo negocios gracias a la complicidad de autoridades a ambos lados de la frontera. El gobierno de Enrique Peña Nieto quisiera que este arresto fuera suficiente para desmentir esas versiones, pero en un país en el que la espectacularidad ha sustituido a la eficacia, tenemos derecho a limitar las celebraciones. Que el operativo haya sucedido apenas un par de días después de la anodina visita de Obama a México (en la cual el tema principal de la agenda fue la competitividad comercial), aumenta las sospechas de que ya se sabía dónde estaba El Chapo y su detención era un asunto de cálculo político.

Pero, más allá de lo que le suceda a los compañeros de viaje de Guzmán, es necesario señalar que, por sí mismo, esto no mejora un ápice las condiciones en que los mexicanos deben sobrevivir todos los días en la calle. México sigue siendo el país donde más del 90% de los asesinatos quedan sin resolver, el país donde hace unas semanas se encontraron cientos de cadáveres en fosas comunes en el estado de Coahuila, y donde hace unos días 20 personas fueron asesinadas en el estado de Guerrero, cuando celebraban una asamblea para organizar autodefensas.

En una época en la que, en los hechos, el Estado parece haber renunciado a su obligación de garantizar la integridad de sus ciudadanos en amplias zonas del país, mientras eso no cambie, la captura de El Chapo Guzmán no puede ser vista más que como otro golpe de imagen. A fin de cuentas, el del narcotráfico es un negocio en el que todo mundo es sacrificable, salvo aquellos que, lejos de las calles devastadas por el crimen, administran sus cuentas sin distraerse demasiado porque han perdido a uno de sus operadores.