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Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 11:09 AM

El planeta se dará cita en Brasil

La persistencia de una actitud de servidumbre es el peor legado que deja la mentalidad colonial

/ 18 de mayo de 2014 / 04:00

Cuando yo era presidente puse mucho empeño en llevar la Copa Mundial de Fútbol 2014 a Brasil. Lo que me movía no eran tanto los intereses económicos o políticos, sino principalmente lo que el fútbol significa para la gente en todo el mundo, y sobre todo para los brasileños. El pueblo de Brasil apoyó con entusiasmo la idea, rechazando el sesgo elitista de que un acontecimiento así “es solo para países ricos”, pues de ese modo se olvida que Uruguay, Chile, México, Argentina, Sudáfrica y el propio Brasil ya organizaron antes ese campeonato. El fútbol es el único deporte auténticamente universal, querido y practicado en casi todos los países, por personas de diversas clases sociales, grupos étnicos, culturas y religiones.

Quizá ninguna otra identidad nacional esté tan estrechamente ligada al fútbol como la brasileña. No solo diversas etnias han asimilado este deporte como propio, sino que, de diversas maneras, han transformado su gracilidad y su mezcla. A los pies de los jugadores de origen africano el fútbol incorporó un ritmo, una belleza y un arte nuevos. Durante muchos años fue uno de los pocos ámbitos, junto al de la música popular, en el que los afrobrasileños podían desplegar sus talentos, enfrentándose a la discriminación racial con un júbilo libertario. El fútbol y la música suelen ser las primeras cosas que los visitantes recuerdan cuando hablan de Brasil.

Para nosotros, el fútbol es más que un deporte, es una pasión nacional, que va mucho más allá de los clubes profesionales. Todos los días, millones de aficionados practican esta disciplina: en patios traseros, solares vacíos, playas, parques o plazas y calles de la periferia de las grandes ciudades, en patios de colegio y fábricas. Allí donde haya algo de espacio, por reducido que sea, habrá un partido. Si no hay balón de cuero, bastará una pelota de plástico, de goma o de tela. Si no hay nada mejor, una lata vacía servirá.

En la Suecia de 1958, el espectacular equipo nacional brasileño encandiló al planeta, obteniendo nuestro primer título mundial. Yo tenía 12 años y me reuní con un grupo de amigos y un diminuto transistor en un pequeño campo que había junto a una ribera. Nuestra imaginación compensó con creces la falta de imágenes, alzándose por encima de la voz del locutor. Nos transportó, como una alfombra mágica, hasta el estadio Rasunda de Estocolmo, donde no solamente fuimos espectadores, sino también jugadores. Yo soñaba con ser jugador de fútbol, no presidente de Brasil.

Como ha señalado el magnífico escritor Nelson Rodrigues, uno de nuestros mejores dramaturgos, con esa victoria, obtenida por genios de la pelota como Pelé, Garrincha y Didí, Brasil superó su “complejo de perro descarriado”. ¿Y cuál es ese complejo? Según Rodrigues: “Es la actitud de inferioridad que el brasileño adopta voluntariamente cuando está ante el resto del mundo”. Al atreverse a ser campeón, fue como si Brasil se dijera tanto a sí mismo como al resto del mundo: “Sí, podemos ser tan buenos como cualquiera”.

En esa época, Brasil acababa de comenzar a industrializarse, habíamos creado nuestra propia compañía petrolífera y un banco de desarrollo, y las clases obreras estaban exigiendo democráticamente mejores condiciones de vida y una mayor presencia en las decisiones del país. Sin embargo, las clases privilegiadas proclamaron que esas iniciativas habían sido un grave error, alentado por la “politización” y el “izquierdismo”, porque se había demostrado que Brasil carecía de petróleo y que, por tanto, no había necesidad alguna de inclusión social o política, ni desde luego de industria nacional.

Algunos llegaron incluso a afirmar que un país como el nuestro —retrasado, “mestizo” e “ignorante y perezoso”, según un tópico muy extendido, tanto dentro como fuera de Brasil— debía rendirse ante su destino y limitarse a servir, sin abrigar sueños imposibles de progreso económico y justicia social. No es fácil superar el complejo de perro descarriado. Durante más de 320 años fuimos una colonia, cuyo peor legado es la persistencia de la actitud de servidumbre voluntaria que deja la mentalidad colonial.

Entre 1958 y 2010 ganamos cuatro mundiales de fútbol. Ningún otro país ha obtenido tantas. Pero lo mejor de todo es que la saludable audacia del pueblo brasileño no se limita al deporte. El Brasil que el mundo podrá conocer mejor después del 12 de junio es un país muy diferente al que albergó la Copa del Mundo en 1950, en cuya final perdió ante Uruguay. Como en cualquier nación, hay problemas y desafíos, algunos muy complejos, pero ya no somos la eterna “tierra del futuro”. El país actual es más próspero y equitativo que el de hace seis décadas.

Ello se debe en gran medida a que nuestra gente —sobre todo la que vive en los “estratos inferiores” de la sociedad— se ha liberado de los prejuicios elitistas y colonialistas y ha comenzado a creer en sí misma y en el potencial de su país. Ha descubierto que, además de ganar campeonatos de fútbol, puede también superar el hambre, la pobreza, la falta de productividad y la desigualdad social. Ha descubierto que el mestizaje, lejos de constituir una barrera —o peor aún, un estigma— es una de nuestras grandes riquezas.

Este es el país que albergará la Copa del Mundo de Fútbol, el nuevo Brasil, el que ahora constituye la séptima economía del mundo y el que, en poco más de diez años, ha sacado a 36 millones de ciudadanos de la pobreza, engrosando en 42 millones las clases medias. Es el país que ha alcanzado las cifras de desempleo más bajas de nuestra historia. El mismo que, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), figura entre las naciones que más han incrementando su inversión en educación en los últimos diez años. Estamos orgullosos de nuestros éxitos, pero eso no significa que escondamos nuestros problemas o que no nos esforcemos para solucionarlos.

Últimamente la Copa del Mundo ha sido objeto de un virulento debate político y electoral en nuestro país. Al irse aproximando las elecciones presidenciales de octubre, los ataques contra ese acontecimiento se han ido tornando cada vez más sectarios e irracionales. Evidentemente, la crítica forma parte de la vida democrática. Cuando se hace de buena fe, puede ayudar a mejorar nuestros esfuerzos colectivos. Pero parece que ciertos grupos confían en que la Copa sea un fracaso, como si sus posibilidades en las urnas fueran a beneficiarse de ello. No dudan en difundir informaciones falsas que ha llegado a reflejar hasta la prensa internacional, sin tomarse la molestia de comprobar su veracidad. Sin embargo, el país está listo —dentro y fuera del campo de juego— para albergar una gran Copa del Mundo. Y así lo haremos.

El equipo nacional brasileño de fútbol es el único que ha participado en los 19 campeonatos mundiales de fútbol. Allí donde hemos jugado siempre nos hemos sentido muy bien recibidos, y ahora ha llegado el momento de que la hospitalidad y la alegría brasileñas hagan lo propio. Las entradas han tenido mucha demanda, ya que se han recibido solicitudes de más de 200 países. Esto supone una extraordinaria oportunidad para que miles de visitantes acudan a conocer lo mejor que Brasil tiene que ofrecer: su gente.

La relevancia de la Copa del Mundo no es solo económica o comercial. El mundo se dará cita en Brasil invitado por el fútbol. Comprobaremos una vez más que la idea de una comunidad internacional reunida en paz y fraternidad no es solo una utopía.

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Integración latinoamericana

Juntos seremos más fuertes para garantizar nuestros derechos en la arena internacional

/ 12 de enero de 2014 / 05:25

El regreso de Michelle Bachelet a la presidencia de Chile constituye un acontecimiento muy auspicioso para América del Sur y toda América Latina. Las notables cualidades humanas y políticas que demostró en su primer periodo en la presidencia, de 2006 a 2010, y después a la cabeza de la ONU Mujeres, la entidad de las Naciones Unidas para la igualdad de género, le proporcionaron un merecido prestigio nacional e internacional. Su liderazgo —firme y aglutinador al mismo tiempo— así como su compromiso con la promoción de la libertad y la justicia social, han hecho de Bachelet un referente significativo en nuestra región.

Su contundente victoria a principios de diciembre revela también que el pueblo chileno, como los demás pueblos de la región, anhela un verdadero desarrollo: progreso tanto económico como social, expansión de las riquezas con una distribución equitativa, modernización tecnológica con la reducción de las desigualdades y la universalización de derechos. Asimismo, su victoria muestra que los chilenos anhelan una democracia cada vez más participativa.

Por otra parte, la elección de Bachelet refuerza innegablemente el proceso de integración sudamericana y latinoamericana, puesto que siempre apoyó con entusiasmo las iniciativas orientadas al desarrollo compartido y a la unidad política de la región. Recordemos tan solo su decisivo aporte a la creación y consolidación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), de la cual fue la primera presidenta, así como a la constitución de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). A propósito, nunca hubo en América Latina tantos gobernantes comprometidos con ese proceso.

Estuve en Chile durante la segunda vuelta de las elecciones precisamente para debatir las perspectivas para la integración, tomando parte en un seminario internacional organizado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el CAF-Banco de Desarrollo de América Latina y el Instituto Lula.

Durante dos días, 120 líderes políticos, sociales e intelectuales de nuestros países evaluaron la situación actual y formularon una agenda concreta para fomentar el desarrollo y la integración regional. Tomamos parte en discusiones francas acerca del lugar de América Latina en la economía mundial; la arquitectura político-institucional de la integración; el papel de las políticas sociales, especialmente para combatir la pobreza; las cadenas supranacionales de producción industrial; las empresas translatinas; las conexiones fiscales, impositivas y energéticas; la cooperación financiera y los mecanismos de inversión; los derechos humanos y laborales; la defensa de nuestro patrimonio ambiental y nuestra diversidad cultural.

Hubo un gran consenso sobre la necesidad de la integración, que en la práctica interesa a todos nuestros pueblos y países, independientemente de la ideología de sus respectivos gobiernos. Las diversas regiones del mundo se están integrando y construyendo bloques económicos y políticos, por lo que no tendría sentido que solo América Latina y el Caribe dejaran de unirse.

Durante siglos nuestros países se han dado las espaldas unos a los otros y todos sabemos cuán nefasto fue eso en materia de fragilidad geopolítica y atraso socioeconómico. La integración no es, en ningún sentido, un movimiento contra los países más desarrollados, con los cuales queremos incrementar nuestras relaciones en todos los niveles, sino de una legítima afirmación de nuestra propia región. La profundización de la integración latinoamericana —política, cultural, social, económica y también de infraestructura— es un camino natural y lógico para aprovechar mejor nuestra proximidad territorial y cultural, así como explorar nuestras respectivas ventajas. Sobra mencionar el hecho de que, juntos, seguramente seremos más fuertes para garantizar nuestros derechos en la arena internacional.

Todos consideran que en la última década se alcanzaron conquistas extraordinarias en lo concerniente al fortalecimiento de la cooperación. Aumentó la confianza y el diálogo sustantivo entre nuestros países, sin los cuales no podrían haberse creado la Unasur y la Celac. Las relaciones económicas también se ampliaron considerablemente. El comercio, por ejemplo, creció de manera impresionante. En 2002, según la Cepal, el flujo total del comercio intrarregional en América del Sur era de 33.000 millones de dólares; en el 2011 ascendió a 135.000 millones de dólares. En ese mismo periodo, el flujo comercial en toda América Latina saltó de 49.000 millones de dólares a 189.000 millones. Y su horizonte de crecimiento es enorme, ya que somos un mercado de 400 millones de habitantes y hasta ahora hemos explotado una pequeña parte de nuestro potencial de intercambio.

Lo mismo sucede con las inversiones productivas. Las empresas de la región se están internacionalizando e invirtiendo en países vecinos. En el caso de Brasil, había pocas inversiones industriales en otros países latinoamericanos. Hoy, son centenares de plantas que operan en más de 20 países. Y lo recíproco, afortunadamente, también es cierto: un número creciente de empresas argentinas, mexicanas, chilenas, colombianas, peruanas y de otros países de la región están produciendo en Brasil para el mercado brasileño.

Es evidente, sin embargo, que debemos avanzar mucho más. Debemos acelerar la integración, que puede ser más profunda y amplia. Para tal, estamos seguros, no son suficientes visiones de corto plazo. He subrayado que necesitamos un pensamiento realmente estratégico, capaz de enfrentar los retos de la integración con perspectiva de futuro, dándoles respuestas valientes e innovadoras. Debemos ir más allá de los gobiernos, por fundamentales que estos sean. La integración es un maravilloso cometido histórico que solo se concretará por completo si logramos el compromiso de toda la sociedad civil de nuestros países —los sindicatos, los empresarios, las universidades, las iglesias, la juventud— con el proceso.

Es imprescindible construir una voluntad popular de integración. Lo principal es que todos comprendan cuánto podemos ganar en términos de bienestar económico, soberanía política, igualdad social, y progreso cultural y científico cuando nuestros destinos están unidos.

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