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Tío Alberto

Para Alberto Ostria, las masas que reclamaban derechos e inclusión eran adversarios de cuidado.

/ 25 de mayo de 2014 / 04:00

Alberto Ostria Gutiérrez nació en Sucre en 1897, dos años antes de la Guerra Federal. Por la desafiante presencia indígena en la contienda, se entronizó entre las élites criollas el social darwinismo, que servía de argumento (sic) a su poder y riqueza, merced a su presunta superioridad racial sobre la plebe. Para Ostria, las masas que reclamaban derechos e inclusión eran adversarios de cuidado. Cholos, obreros e “indios” no formaban parte de la república aristocrática a cuyo servicio dedicó su vida. Canciller entre 1939 y 1941 y luego embajador en Chile, hasta que Gualberto Villarroel derrocó a Enrique Peñaranda en diciembre de 1943. En desacuerdo con el ascenso popular que confundía con el “nazifascismo” y el autoritarismo, se autoexilió en Santiago. Crítico acérrimo del militar nacionalista y su política de apertura social, lo desafió en su proclama: “Un pueblo en la cruz”.  Por descalificaciones como esas, Villarroel terminó colgado de un farol, víctima de un aquelarre orquestado un 21 de julio de 1946 por terratenientes y capitalistas mineros, con el extraviado apoyo de partidos de izquierda.

Complacido por el retorno al “orden”, Ostria aceptó su designación de embajador en Chile. Tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, fluía en el mundo el ánimo de reducir disputas entre países, más aún si eran vecinos. Experimentado y sagaz, supo aprovechar esta situación y lograr del presidente de Chile, Gabriel González, un claro e inédito compromiso. Al finalizar las negociaciones, el Canciller chileno, Horacio Walker, el 20 de junio de 1950 comunicó a Ostria: “En la nota que contesto, fluye que el Gobierno de Chile, junto con resguardar la situación de derecho establecida en el Tratado de Paz de 1904, ha estado dispuesto a estudiar, en gestiones directas con Bolivia, la posibilidad de satisfacer las aspiraciones del Gobierno de Vuestra Excelencia y los intereses de Chile (…) Mi Gobierno será consecuente con esa posición y que, animado de un espíritu de fraternal amistad hacia Bolivia, está llano a entrar formalmente en una negociación directa destinada a buscar la fórmula que pueda hacer posible dar a Bolivia una salida propia y soberana al océano Pacífico, y a Chile obtener las compensaciones que no tengan carácter territorial y que consulten efectivamente sus intereses”.

La magistral pieza diplomática, el mejor servicio de Ostria Gutiérrez a Bolivia (que figura en todos los libros de relaciones internacionales chilenos y bolivianos), seguramente forma parte de los argumentos de la memoria boliviana presentada ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya. De ser así, constituye una piedra angular.

En 1950 los dignatarios de Chile no hallaron tampoco ninguna contradicción ni incompatibilidad entre la vigencia del Tratado de 1904 y “dar a Bolivia” —son sus palabras— una “salida propia y soberana” al mar.

Ostria Gutiérrez no alcanzó honores por este fundamental logro. De talante conservador, no pudo procesar la nueva insurgencia plebeya de 1952 y el MNR se encargó de vilipendiarlo. Se quedó refugiado en Chile, aquel que había (con)vencido. Allí murió en 1967. En Bolivia quedó casi en el olvido, tal vez hasta que se abran las páginas de una memoria de agua y sal. Entre tanto, perdura como aquel aristócrata “que camina entre el bien y el mal” (Serrat dixit).

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Universidad: ¿quién eres?

La universidad no fue convocada, como en el pasado, a opinar sobre las transformaciones en Bolivia

/ 8 de junio de 2014 / 04:05

Las políticas de etnización del discurso estatal y del reclutamiento del personal gubernamental sin necesariamente pasar por el filtro de los estudios universitarios han golpeado en nuestro país a una institución cuya tradición y capital simbólico se basaba en garantizar movilidad social y el acceso, vía profesión, al núcleo la clase media profesional, sirviendo de canal de ascenso social a estudiantes procedentes de familias de trabajadores y sectores populares.

Por otra parte, acostumbrada a la centralidad política ganada a pulso en las calles y con discursos de interpelación para promover reformas sociales, la universidad forjó su misión como actor político. Si se mira al personal político que prevalecía hasta la irrupción indígena y popular del 2005, se constatará fácilmente que muchos y muchas pasaron por el filtro de la tribuna universitaria como una escuela probatoria. Era allí donde se examinaban sus voces e ideas y adquirían oropeles disputando en calles con el poder o sufriendo en represalia persecuciones y prisiones. Tal es la historia del movimiento estudiantil desde la generación de la reforma de 1928, sino antes.

Este tejido cambió. Por una parte, en este mundo de pluri-actores, la universidad no fue convocada, como en el pasado, a dar opinión sobre la profundidad de las transformaciones en Bolivia. Sus integrantes perdieron así su antigua capacidad de verse como actores centrales de la política nacional, y ya pueden fácilmente acumular experiencia y reconocimiento en la arena universitaria para saltar de ella hacia el Parlamento, la dirigencia política o integrarse personal gubernamental.

Por otra parte, la burocracia se recluta ahora por otras vías y otros avales procedentes de sindicatos, comunidades indígenas, etcétera; en las cuales el título profesional o la destacada trayectoria en la tribuna o en el aula universitaria no constituyen mérito urgente y necesario, e incluso puede verse con sospecha a la hora de la selección de personal que ya no se basa en procedimientos ni valores meritocráticos. 

En otras palabras, la universidad pública dejó de (re)producir una “clase política” y una capa administrativa, y por tanto es cada vez menos una escalera de ascenso social, como pudo ser en el pasado. Se parece más, por tanto, a una reserva juvenil que se acumula día a día, sin otro destino que permanecer en ella con la ilusión y las ventajas de ser estudiante o salir fuera de aulas al cruel desempleo.

En rigor la universidad gratuita y con múltiples beneficios sociales puede servir como un buen paliativo y sustituto a la ausencia de empleo y servicios sociales para sectores juveniles. De ahí que la querella del excedente se traslade y motorice, como ocurrió recientemente en la Universidad Mayor de San Simón, al activismo de pequeños grupos radicales que bregan por convertir a las casas de estudios superiores no en un alter ego del capitalismo, sino en una suerte de mini “Estado del bienestar” donde prevalezca una política redistributiva. Ella, a sus ojos, debe otorgar educación, salud, comedor, guardería y equipamientos gratuitos, pero sin obligar a que sus beneficiarios adquieran responsabilidad y rendimiento como estudiantes que usan recursos de la sociedad. Pero claro, esta imagen es justamente aquella que menos se parece a una universidad.

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Memoria y olvido minero

El criterio de legitimidad, pacto y equilibrio formaba parte de una mentalidad minera de larga duración.

/ 16 de marzo de 2014 / 04:00

Un testimonio sobre el mítico Víctor López, realizado por Mariana Pérez y publicado en La Razón la semana pasada, me hizo reflexionar sobre la aguerrida historia del movimiento político-sindical minero. López, luego alto dirigente de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) que siempre se preció de su independencia frente a los partidos de izquierda, ingresó a trabajar en la mina sureña de Quechisla en 1943. Justo en un momento de viraje, pues en adelante vendrían años formativos y de combate para la masa trabajadora del subsuelo y los ingenios: el gobierno nacionalista de Gualberto Villarroel, la fundación de la FSTMB (1944) y la Tesis de Pulacayo.

Entre 1936 y 1952 el proletariado minero tuvo una experiencia inédita en su historia que le permitió, con una fuerza verdaderamente inusitada, proyectarse hacia el sistema político, objeto último de sus rencores y anhelos de transformación. Paralelamente se produjo su autoidentificación como clase, expresada reiteradamente en los distintos eventos electorales (1947) y en la propia lucha político/ sindical emprendida colectivamente.

Se trató pues de una fase caracterizada por una nítida ofensiva laboral que, al parecer, contrasta con la cultura de resistencia, sello característico de la conducta minera en el siglo XIX y la minería de La Plata, cuando el proletario de las minas comienza a conformarse. Sin embargo, esta distancia fue mucho menos brusca y tajante de lo que normalmente se cree. Al examinar conflictos como el de Catavi (1942) se observa que el criterio de legitimidad, pacto y equilibrio formaba parte de una mentalidad minera de larga duración que no pudo ser rota por la ampliación y modernización capitalista del sistema productivo ni por la creciente sindicalización.

Desde esa perspectiva, su identificación como clase y la adquisición de sus formas de organización y lucha se sobrepusieron al modelo precapitalista de resistencia material y simbólica prevaleciente en el siglo XIX, integrado de belicosos motines y acción directa de tomas de minas y destrucción de instalaciones empresariales. Empero, no lo desplazaron totalmente. En los años 40 los mineros realizaron acciones coercitivas en nombre de la costumbre, a la par que aprendieron a dosificar el tiempo político y negociar por intermedio de sus sindicatos.

Además, pudieron construir un discurso de clase en el que se imbricó la conciencia andina y la conciencia proletaria. Ello significaría que a diferencia de los hogares clásicos del capitalismo occidental, una cultura “más obrera” como la que empezaba a afirmarse en Bolivia entre 1936-1952 no exigió una ruptura radical con el mundo agrario y sus comunidades indígenas. Por el contrario, hallaron en el culto al Tío y la celebración de la achura a la par del avanzado debate doctrinal, fuerza para expresarse y cohesionarse. Barrientos, Banzer, García Meza y el 21060 probarían la contundencia de su revuelta para forjar una nación democrática e inclusiva.

Víctor López, moralmente íntegro pero enfermo, vive sus 86 años en Cochabamba. Tal vez siente la soledad de una memoria colectiva que ha olvidado el rol de la vanguardia minera. Pereciera que hoy es más significativo ganar a puños un campeonato o ser despojado de un título en un certamen. Y pensar que René Zavaleta Mercado solía decir que sin los mineros no habría valido la pena de vivir en Bolivia.

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La masacre del Valle

La protesta quechua abrió grietas para que mineros y la población civil derrumbaran a Banzer

/ 19 de enero de 2014 / 04:02

La Revolución Nacional de 1952 conformó, gracias a la reforma agraria, una alianza entre los campesinos y el Estado, basada también en prebendas y corrupción. El Ejército, que derrocó al MNR el 4 de noviembre de 1964, heredó y alimentó el pacto. Hacia 1970 pequeños signos de independencia sindical afloraban en el sector agrario e intentaban filtrarse en la Asamblea Popular, cerradamente obrerista. Fueron cortados con el golpe de Hugo Banzer en contubernio con el MNR, la FSB y sus aliados empresariales, bien aceitados con el dinero norteamericano.

El 20 enero de 1974, el gobierno banzerista decretó la elevación de precios para los artículos de primera necesidad y, en un efecto dominó, también se incrementaron los de otros productos, como los insumos agrícolas. Pese al rígido control político, voces de protesta se hicieron sentir en distintos lugares. Fabriles en La Paz y Quillacollo, mineros y bancarios decretaron paros. En los valles cochabambinos, poblados de pequeños productores parcelarios, la protesta fue contundente. Eran los mismos que dos décadas atrás habían protagonizado belicosas movilizaciones por la reforma agraria, pero ahora estaban tutelados en el pacto militar-campesino.

El 24 de enero, campesinos del Valle Alto iniciaron bloqueos de la vía Cochabamba-Santa Cruz, que se extendió por kilómetros y con distintos focos en Quillacollo y Sacaba. Argumentaban que por su débil ubicación productiva no tenían defensa frente a la escalada inflacionaria que se venía encima. La noche del 28, como toda respuesta, Banzer decretó Estado de sitio, con el consabido argumento de que “extremistas” actuaban en las sombras. El 29 en Tolata, luego en Epizana y finalmente el 30 en Sacaba y Quillacollo, tanques de guerra del regimiento Blindado Tarapacá y tropas del CITE dispersaron a ráfagas de ametralladora y tiros a la multitud campesina. El saldo oficialmente reconocido de los caídos de Totala fue de 21 presos, 13 muertos y 12 heridos. Las víctimas pudieron ser muchos más; nunca se supo con certeza. La prensa estableció que al menos 16 campesinos murieron en Tolata y al parecer otros siete en Epizana, en el cruce caminero de Cochabamba hacia Sucre. Se dijo que también hubo varios caídos en Sacaba. En entidades de la Iglesia Católica se habló de decenas de desaparecidos, según un documento publicado en 1976 por Justicia y Paz. Fueron arrojados al río, llevados en volquetas municipales y camiones militares con rumbo desconocido o enterrados detrás del cementerio de Cochabamba, a la vera del la mítica colina de la Coronilla. Se basaron en testigos confidenciales, pero nunca el dato pudo ser comprobado.

Bolivia no fue la misma desde la masacre campesina. La protesta quechua fue la primera confrontación a la dictadura militar. Contribuyó a abrir grietas para que universitarios, mineros y la población civil derrumbaran a Banzer con la huelga de hambre de fines de 1977. Apuntó el poema de Coco Manto: “Ahora que el pacto está roto. Atipasunchej carajo”.

Sobre sus ruinas, se construirá más tarde la CSUTCB y la independencia indígena.  No hubo ninguna investigación sobre lo ocurrido en enero de 1974, pero sus huellas aún perduran frescas en los valles cochabambinos. A cuatro décadas de los disparos mortales, decenas de familiares aún esperan Verdad, Justicia y Memoria.

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La muerte de Mery

Apenas el coronel Hugo Banzer se apoderó a sangre y fuego del gobierno, Mery fue capturada.

/ 5 de enero de 2014 / 04:23

Jorge Luis Borges solía decir: “Si el destino existiese, cada encuentro sería una cita”. ¿Quién convocó a Mery Alvarado Rivas, en la carretera hacia Arica aquel 27 de diciembre de 2013, cuando se volcó el bus en el que viajaba? Junto a ella murieron otras nueve personas y 40 quedaron heridas. Mery, de 63 años, era docente de la Universidad Mayor de San Simón y una activista contra las desigualdades sociales. Muy joven militó en grupos cristianos y luego se afilió a la Juventud Comunista. Estudiante de Economía, se hizo dirigente, y como tal promovió y participó en las acciones de denuncia y protesta del movimiento estudiantil que se radicalizaba a la par de otros sectores sociales que convergían en la Asamblea Popular. La respuesta derechista no se hizo esperar. Apenas el coronel Hugo Banzer se apoderó a sangre y fuego del gobierno el 21 de agosto de 1971, con el apoyo de la burguesía agroindustrial cruceña y los gobiernos de EEUU y Brasil, Mery fue capturada. Los paramilitares que operaban en Cochabamba, los tristemente famosos Guido y Gary Alarcón, la trasladaron primero a una casa de seguridad y luego a las celdas de la Dirección de Orden Político en La Paz. El periplo de presiones y torturas continuó para ella. La recluyeron en el regimiento Bolívar de Viacha, convertido en un gigantesco campo de concentración, donde centenas de izquierdistas la pasaban muy mal entre el temor, el hambre y la muerte. Mary recordaría que un día sacaron de las celdas al profesor Roberto Alvarado, militante comunista. No regresó. Su corazón falló durante la tortura.

Para Mery, Achocalla, una antigua hacienda en las laderas de La Paz, convertida en un lúgubre reclusorio fue su próximo incierto destino. En la parte de arriba, se ubicaban las mujeres en estrechas celdas de piedra, y abajo, en la semiderruida capilla, se torturaba y daba muerte. Militantes del ELN, al menos una docena, fueron asesinados en 1972 a golpes y tiros de gracia. Como se narra en el libro testimonial Libres, escrito por exprisioneras de Achocalla, ellas oían con desesperación y angustia los gritos de dolor y los disparos mortales sobre los cuerpos de sus compañeros. Dos exintegrantes del ELN, Damy y Coquito, hacían las tareas sucias.

Oí a Mery referirse con evidente dolor a esa escalada de muerte. Ella logró salir del encierro a cambio de un exilio en Chile. No se quedó para acompañar el proceso socialista de Allende. Su partido comunista la envió a la URSS a estudiar y trabajar. Mientras permaneció bajo el alero del Soviet, fue locutora de quechua en Radio Moscú. Retornó para acompañar el proceso de democratización, pero la brutalidad del general Luis García Meza la llevó nuevamente a prisión tras los aciagos días del 17 de julio de 1980, pero regresó con vida.

El 27 de diciembre no tuvo ninguna oportunidad. El bus, conducido por un cansado chofer, tenía graves fallas mecánicas y las llantas poseían apenas una delgada e insegura cobertura. Iba al desastre con cada metro. Pero pudo salir de viaje, gracias al afán de lucro de sus propietarios y de un irresponsable descontrol de las autoridades de Tránsito. Los represores del golpe de 1971 evadieron la justicia y aún se pasean por nuestras calles. Esperemos que los culpables del desastre de diciembre no tengan la misma fortuna. Mery Alvarado Rivas no lo merecería.

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Archivo y memoria oral

Nuestros archivos se han construido sobre la herencia documentalista del positivismo europeo.

/ 8 de diciembre de 2013 / 04:00

Aunque sus orígenes se remontan mucho más atrás, los archivos se expandieron en Europa y América durante el siglo XIX, y respondieron en gran parte a la necesidad de los nuevos Estados-nación de salvaguardar los registros y la narrativa de su propia constitución bajo el ideario del progreso y la modernización, exaltando el rol glorioso de los “grandes hombres” y sus letanías de batallas, triunfos y tambores. Una historia por tanto sola y únicamente política.

Su correlato y soporte fue la historiografía positivista a la manera del alemán Leopold von Ranke, sistematizada luego a manera de manual por los franceses Víctor Langlois y Charles Seignobos. En ellos o para ellos la única fuente de la historia procedía del documento escrito, mejor si de procedencia oficial. Cualquiera que haya recorrido las páginas de Langlois y Seignobos conoce, aunque no conozca nada más que eso, que allí se hallan las mañas y maneras para comprobar la veracidad de un texto, sea por la letra, por la textura del papel, la composición de  tinta, etc. Este giro en favor del papel dejó para el folklore o la antropología a los relatos orales, considerados fuentes imperfectas y dudosamente fiables. Paradójicamente en los orígenes de la Historia como relato metódico del pasado en la Grecia clásica, las fuentes orales y visuales —“yo he visto”— se habían considerado como el único testimonio válido.

Hoy por hoy casi ningún(a) historiador(a) reconocería al documento escrito como la única fuente para su labor. Sin embargo, nuestros archivos se han construido sobre la herencia documentalista del positivismo europeo, como muchos otros de nuestros dispositivos culturales y educativos, incluyendo nuestras universidades, su pedagogía y su epistemología. Una manera de superar una manera unilateral, sesgada e incompleta de conservar nuestro pasado y de escribirlo supone deconstruir el archivo positivista y abrirlo a la conservación de otros registros y testimonios.

Como ya hace muchos años lo mostró Silvia Rivera y el Taller de la Memoria Oral (Toha), el registro oral, quizás más ligado a la memoria que a la Historia como registro fidedigno y puntual de los hechos pasados, contiene recursos tanto para entender qué paso como para percibir el recuerdo de sus protagonistas. El relato oral ofrece la posibilidad única e irrepetible de observar la estrecha relación existente entre la experiencia personal y la narración de los hechos. Vuelta aún más válida considerando que gran parte de estas subjetividades no están registradas en documentos y que además por pertenecer a sectores subalternos (pobres, indígenas y mujeres) no tienen cobijo ni en la historia oficial ni el archivo, simplemente están condenados al olvido y al silencio.

El registro de la memoria oral es, pues, una condición para la identificación de nuestras distintas formas de identidad e historia. Un archivo que quiera ser nacional debe por tanto, además de conservar los documentos escritos, abrirse a la práctica sistemática de recolectar testimonios orales y conservarlos en archivos digitales. Hoy por hoy existen múltiples tecnologías que permiten estos registros, así como para su fácil acceso público. Los chinos dicen bien al señalar que “cuando muere un anciano es como si ardiera una biblioteca”. Y nosotros dejamos lamentablemente que ello ocurra cada día.

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