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La economía es ética (II)

Cuán necesario es recordar que la ética importa, que hay mucho más en la vida que el dinero

/ 31 de mayo de 2014 / 05:27

Moisés Naim nos brinda una brillante aportación cuando afirma que una fuente importante de la desigualdad económica se debe a que en países donde viven la gran parte de los pobres del mundo, Rusia, Nigeria, Brasil y China entre ellos, “hay demasiados ladrones en el Gobierno y el sector privado que pueden robar con gran impunidad.” Bien haríamos en extender esta gran verdad a varios países de altos ingresos.

Sin duda, ofende comprobar que hay millones de pobres cuyas necesidades de educación, salud, seguridad alimentaria, vivienda, agua potable y luz eléctrica se sacrifican en el altar de la venalidad. He aquí una nueva tarea para el señor Piketty: en países donde la corrupción causa mayor desigualdad económica y pobreza, ¿qué precio paga la sociedad por la extracción ilegal de ingresos que bien podrían aplicarse a fortalecer las capacidades productivas de los pobres?

El cálculo debe ser enorme y es entonces legítimo denunciarlos por tolerarla. Pero hay un precio que el señor Piketty nunca podrá estimar: aquel que paga una sociedad por permitir la mercantilización de servicios que son pilares de la confianza pública. Son los servicios que ofrecen, por ejemplo, políticos y funcionarios públicos honestos que anteponen el bien colectivo al provecho propio. Son servicios que deben armonizar, en un todo indisoluble, la economía y sus condicionamientos morales. Y es precisamente en países de altos ingresos donde su mercantilización indebida avanza a paso vivo, donde la intangibilidad del comportamiento correcto cede ante la promesa para hoy o mañana del beneficio individual. A la cabeza de ellos Estados Unidos, el vaticano del libre mercado.

Deje que el libre mercado defina las normas de los servicios que apuntalan la vida cívica y verá cómo pierden su valor incalculable. Sucede, y de manera burda, en los países que todavía no han construido una institucionalidad competente y a prueba de todo tipo de soborno, pero en Estados Unidos se expresa en la tolerancia hacia la corrupción legalizada. El punto de partida, por supuesto, es la facultad legal que tienen las corporaciones para gastar a su antojo en el financiamiento de campañas políticas y los privilegios y favores que a cambio se extraen. Nada mejor ilustra esta realidad que el nombramiento durante el primer gobierno del presidente Obama del mismo equipo económico que sancionó la desregulación insana del sistema financiero con sus consecuencias que hoy todos conocemos. Abundan los ejemplos de las licencias libertinas y perversas que se suscitaron, pero todo lo podemos resumir en la captura del marco regulador, vale decir, en la “compra” de políticos y funcionarios públicos por parte de las entidades financieras. He aquí la raíz del desmadre colosal que hasta hizo posible el dispendio de bonificaciones descomunales a ejecutivos responsables cuando las instituciones vivían del oxígeno de los contribuyentes. Hoy son estos mismos responsables los que se oponen a las reformas que se necesitan para evitar otro colapso. Y que no sorprenda por qué lo pueden hacer: muchos, tal vez la mayoría de ellos, se encuentran entre las 85 personas más ricas del mundo que, según la directora ejecutiva del Fondo Monetario Internacional (FMI), controlan igual riqueza que la mitad más pobre del mundo.

A esta situación se le llama gobierno de oligarquías o plutocracias, punto. En nada lo diferencia de lo que existe en Rusia, Nigeria, Brasil o China. Y la corrupción que engendran es una sola, legalizada o no. Es una sola porque el libre mercado uniformiza normas y comportamientos de lo que está bien como de lo que no lo está, porque avanza ajeno a condicionamientos morales acercando a ricos y pobres con códigos que se descifran en un tris.

Mire, cuando JP Morgan intenta fichar a un pariente de un alto funcionario del Gobierno chino es más importante buscar la manera legal de hacerlo que reflexionar sobre sus implicancias éticas, y lo único que hay que acordar es el precio. Ahí lo ve, la corrupción legalizada de Wall Street hermanada con la aparentemente más repudiable por darse en un país como China. La corrupción impacta a millones en el mundo y no importa su fuente o modalidad: es una sola.

A la corrupción se le combate, claro está, con reglas claras y con la disposición para hacerlas valer. Pero esto no es suficiente, porque donde la corrupción legalizada campea, la efectividad de las reformas tiene su límite. De nuevo, basta ver lo que actualmente sucede con el comportamiento perverso de la industria financiera en el mundo entero. Qué ironía, de ahí precisamente se originan los dineros que dan vuelta al mundo sin importar la desigualdad y pobreza que siembran ni las conciencias que compran.

Cuán necesario es entonces recordar que la ética importa, que hay mucho más en la vida que los cálculos de costo-beneficio que la teoría económica estrechamente propone. Vamos, no se desanime, los tiempos que vivimos son pasajeros: en la historia de la humanidad el sometimiento de la sociedad entera por los valores o falta de valores del libre mercado es un asunto que no tiene más de 200 años, nada más.

Pero el cambio nunca viene solo. Hay que actuar y proponer. Le doy una idea: busque detener el retroceso de las humanidades en la enseñanza escolar y universitaria. En la ciencia económica esto significa rescatar a los clásicos (Adam Smith, Marx, John Stuart Mill) que nunca separaron a la economía de la ética. Demande que se les enseñe a fondo. Y no se preocupe de la oposición que pueda encontrar: a los capitanes de la industria financiera se les puede ofrecer un jugoso escudo tributario a cambio del financiamiento de las cátedras de humanidades. Claro, es el lenguaje que mejor entienden, pero con el correr del tiempo sus descendientes y todos los beneficiados podrán tomar conciencia de que no se requiere de un incentivo para hacer el bien.

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Se busca un Mandela para el Perú

Humala recurrió a un crudo antichilenismo para alcanzar la presidencia. Ahora es modelo de moderación y serenidad.

/ 26 de enero de 2014 / 04:00

Ceno con un grupo de empresarios y discutimos la política peruana, asunto que entretiene porque sus personajes centrales son tipos pintorescos que, por lo general, la practican sin escrúpulo alguno. Casi al unísono los empresarios celebran la habilidad del expresidente Alan García para descolocar al gobierno del presidente Ollanta Humala. La política es un campo de batalla como en los negocios, alguien gana y otro pierde y, sin darnos cuenta, el tema de conversación deriva hacia la capacidad que tenemos los seres humanos para ser despiadado con sus pares. Hay consenso: la crueldad es condición innata del ser humano. Un empresario dice que Humala fue cruel al no indultar el año pasado a Alberto Fujimori; otro rememora el terrorismo de Sendero Luminoso y afirma que la guerra sucia que lo combatió fue comprensible y justificable. Un tercero es más reflexivo, prefiere aludir a un espectro más amplio y complejo, remarca que los genocidios del siglo pasado, sancionados por líderes insanos, no habrían sucedido sin el concurso de ejércitos de voluntarios para sembrar la muerte. Remata con la sentencia que tantas veces he escuchado en innumerables eventos sociales y profesionales: “en toda persona está el germen para ser un dictador, para actuar como un Hitler. En todos nosotros se encuentra la capacidad para hacer el mal”.

De acuerdo, pero ahora más que nunca, en este año que celebra el centenario de la Gran Guerra, es necesario recordar que también surgen personajes con capacidad para demostrar y poner en práctica valores que celebran no la muerte pero lo sublime que la vida ofrece. Nelson Mandela fue uno de ellos y la inmensidad de su obra será ejemplo para generaciones futuras. Sin embargo, ¿fue su obra solo de él o también de los millones que lo siguieron? Piénselo bien: ¿podría Mandela haber logrado su extraordinaria victoria moral y política sin la anuencia de los millones a quienes persuadió para emprender la restitución de los derechos de la mayoría con base en el reconocimiento de la humanidad del adversario? El líder puede inspirar con su ejemplo pero son los seguidores que en última instancia deciden si ceden al impulso de la restitución vengadora o si apelan a los sentimientos nobles —comprensión, compasión, perdón— que emanan de las almas superiores. Al final, la genuina gracia del líder sudafricano, su excepcional humanidad, les fue irresistible y pienso que, consciente o inconscientemente, se vieron retratados en él. Entonces ya lo ve, estimado lector: todos podemos ser Hitler pero también todos podemos ser Mandela, ¿no le parece?

Con todo, es relevante preguntar por qué es mucho más fácil reconocer nuestro Hitler que descubrir el Mandela que en nuestro fuero interno también llevamos. Mi respuesta es sencilla: a la gran mayoría de los seres humanos nos cuesta emprender ese viaje al interior que ofrece la promesa de la aventura única, del descubrimiento de lo más excelso de nuestra humanidad.

Escuche bien cualquier pieza de Beethoven, observe con detenimiento un cuadro de Chagall, lea una novela de Víctor Hugo, reflexione sobre la humilde sabiduría de Einstein o, por último, simplemente contemple un amanecer y sentirá el sosiego que destapa la paz de espíritu. Mandela es extraordinario porque encontró esta paz no en comunión sensorial con los grandes humanistas sino en la soledad de sus 27 años de encierro. No sabemos cómo lo hizo porque cada aventura es personal. Solamente sabemos que de su paz interior se nutrió para gestar la transformación política de su sociedad con toques de humanidad sincera que desarmaron a sus adversarios.

Alejados de la paz y grandeza de espíritu, nos conformamos con homilías vacuas como la pronunciada por el presidente Obama en el funeral de Mandela. Vacuas porque, por ejemplo, los lindos discursos no alcanzan para borrar la muerte que siembran los drones en tierras alejadas. Véalo bien, toda propuesta de intervención en el Medio Oriente contiene las semillas de la deshumanización del “otro” y se intenta justificar lo injustificable con elucubraciones intelectuales sobre una condición humana que es supuesta vil. Al respecto, a mí me llamó la atención que el deceso de Mandela haya coincidido con los 500 años de la publicación de El Príncipe de Maquiavelo. El florentino, que también purgó tiempo en la cárcel, funda el asesinato político como doctrina y hace del deseo de los hombres para alcanzar y ejercer el poder, no importa cómo, una actividad loable. “El fin justifica los medios” es la impronta del pensamiento político de Occidente durante los últimos cinco siglos. Justamente lo que Mandela no aceptó y siempre intentó evitar por atentar contra la ética y tener consecuencias deshumanizantes.

De vuelta a la política peruana que, felizmente, desde el fin de la dictadura, no exhibe vileza dantesca sino bufonescas disputas: Maquiavelo es su soberano indiscutido. De cara al fallo de la Corte de Justicia de La Haya que dirimirá un contencioso de límites marítimos con Chile este lunes, asombra observar las metamorfosis y argucias de los contrincantes. Cuando fue candidato en 2006, Ollanta Humala recurrió a un crudo antichilenismo para erigirse como un político viable para alcanzar la presidencia. Ahora que es presidente, en este contencioso con Chile es modelo de moderación, serenidad y visión de largo alcance. Personifica al admirable estadista que respeta las sensibilidades del antiguo adversario. Por lo contrario, en la conducta de su principal opositor, Alan García, otrora miembro de la Internacional Socialista, se comprueba que no hay ocasión desperdiciada para demostrar su profundo conocimiento de Maquiavelo, como el apego a sus lecciones para gestar y aprovecharse de oportunidades que le permitan en un par de años servirse una vez más del poder. Las señales burdamente saltan a la vista: previo al fin de su mandato, en 2011, ordenó erigir una inmensa efigie de Cristo, dizque financiado con parte de sus propios ahorros y con los aportes de empresas brasileñas, en un morro al sur de Lima que fue escenario de un cruento combate entre chilenos y peruanos en 1881. También acaba de publicar un poema que rinde homenaje a los peruanos que murieron en el combate, el cual prefiero sea críticamente analizado por un mejor escritor. Y, por si fuera poco, producto del cálculo de la probabilidad que el Perú puede ganar algo significativo y proporcional a lo que Chile puede perder, ha sugerido que todo el país se embandere en el día del fallo. Que tal iniciativa, propia del que busca el aplauso fácil, encrespe a muchos chilenos, entre ellos a miembros connotados de su clase política, importa poco. Que se busque despertar los sentimientos estrechos del nacionalismo y no la grandeza de espíritu de la que son capaces los peruanos, importa menos. Qué lástima.

La cena con los amigos empresarios llega a su fin. Todos expresan su admiración por el talento político de García. Alguien afirma que es la propia reencarnación de Maquiavelo. Un coro asiente, positivamente. Quieren que vuelva a la presidencia y apuestan a que lo va a lograr. No olvidan que cuando fue presidente hicieron mucho dinero. Con Humala también ganan, y mucho, pero en este ámbito en el que se reverencia al poder, en el que las conductas revelan poco disimulo frente al embrujo seductor, su problema es que no encandila. Hay muy buenas razones para sentirse orgulloso de ello y ojalá el presidente así lo sienta. García sí tiene capacidad innata para embrujar, como ningún líder en el Perú y posiblemente en América Latina lo puede hacer, pero ojalá fuera para inspirar, educar, y estimular expresiones más elevadas de cultura que hacen más viables las transformaciones de la vida política que el país necesita. Podrán él y sus practicantes menores conocer a Maquiavelo al revés y al derecho pero a Mandela aquí todavía no se le conoce.

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