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Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 06:52 AM

Una España en crisis y sin rey

Al ascenso de la izquierda radical se suma la abdicación del rey en el peor momento de los Borbones

/ 3 de junio de 2014 / 04:32

España vive una suma de crisis: económica, autonómica (en Cataluña crece el reclamo de independencia), moral (la corrupción de la casta política es cada vez más visible) y ahora política, con la abdicación del rey Juan Carlos y la reactivación (al menos momentánea) del republicanismo. Miles de banderas tricolores (republicanas) volvieron a ondear por toda España.

Las elecciones europeas del 25 de mayo ya dejaron en claro que el bipartidismo Partido Popular- Partido Socialista comenzaba a resquebrajarse. Si Le Monde hablaba de un eje europeofóbico de derecha París-Londres-Copenhague, en el sur de Europa emergía otro, de izquierda, Madrid-Atenas. Si en Francia la decepción en la socialdemocracia ha ido a parar al costal de la extrema derecha, y eso se reproduce en otros países, en Grecia el “efecto Syriza”, la coalición de izquierda radical que ganó el 25 de mayo, permite considerar otra posibilidad: que dicha decepción abone a una izquierda a la izquierda de la socialdemocracia. Eso pasó también en España con el flamante partido Podemos, liderado por Pablo Iglesias (35 años), que logró un resultado sorprendente. Con solo cuatro meses de existencia consiguió 8% de los votos y cinco eurodiputados y encendió todas las alertas en el sistema político.

Se trata de un partido formado por estudiantes de la Complutense muy vinculados a América Latina, de hecho García Linera compartió hace poco varios eventos con Iglesias. Como publicó el diario El País, que le dio su portada, Iglesias se expresa sin tapujos, llama casta a los políticos de los grandes partidos, denomina “régimen del 78” a la transición, recuerda a los abuelos que defendieron la República hace 80 años y critica a la bancocracia que gobierna Europa. Sumados a los votos de Izquierda Unida, la izquierda “radical” española superó el 20% de los votos.

Estos partidos colocados a la izquierda de la socialdemocracia (incluyendo a “La izquierda” alemana y otros) constituirán un bloque de alrededor de 45 diputados liderados por los griegos de Syriza. Habrá que ver si estas izquierdas aún potenciales —y el eje Atenas-Madrid— logran avanzar en la constitución de una fuerza europea contestataria capaz de crecer y pensar otra Europa, y no volver a los nacionalismos tribalizantes de las extremas derechas xenófobas.

Por lo pronto, a estos hechos se suma la abdicación del rey justo cuando los Borbones viven su peor momento, denuncias de corrupción mediante. La salida a las calles de miles de personas, que ayer ocuparon por miles las plazas al grito de “España, mañana, será republicana” o “Borbones, a los tiburones”, parece proyectar las indignaciones del 15-M a otro nivel, primero electoral y ahora en favor de un referéndum para que los ciudadanos y ciudadanas decidan qué régimen político quieren. La Transición pactada del posfranquismo vive así un momento de quiebre. Habrá que ver si este viento de cola ciudadano y popular es suficiente para que la izquierda española y los sectores golpeados por la crisis logren hacer un entronque con las luchas del pasado con la mirada puesta en el futuro. Eso se propuso Podemos, y en sus tres meses de existencia le ha movido el piso a la “casta” política acomodada y distante de los intereses de los de abajo.
 

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Victoria progresista y derecha subterránea

/ 9 de octubre de 2022 / 03:46

SALA DE PRENSA

Jair Messias Bolsonaro no logró ser eyectado del sillón presidencial y del Palácio do Planalto en la primera vuelta por la rebelión electoral contra su gobierno que anticipaban las encuestas. El resultado de Luiz Inácio Lula da Silva estuvo dentro de lo esperado, con más de 48,4% de los votos, pero el actual mandatario superó todos los pronósticos y obtuvo 43,2% y mostró que el bolsonarismo es un hueso duro de roer.

El “frente democrático” que armó el expresidente, y que abarcó desde el Movimiento Sin Tierra y el Partido Comunista hasta sectores de la elite económica y judicial, visto en el exterior como una suerte de “candidatura del bien”, chocó contra una corriente persistente de voto al actual presidente, que incluyó en la campaña los tópicos de la extrema derecha global y volvió a encarnar el antipetismo, pero también mostró flexibilidad ideológica para alejarse del ultraliberalismo de su ministro de Economía y para mantener ciertas políticas sociales, desplegó sus discursos de mano dura, mantuvo sus conexiones con redes locales de poder, legales e ilegales, y batalló sin tregua en las redes sociales.

A diferencia de hace cuatro años, cuando podía haber alguna duda sobre Bolsonaro, sus votantes apoyaron ahora, de manera abierta o “vergonzante”, su gestión y su estilo, que conecta con diversas “rebeldías de derecha” que se observan en Occidente. Y, si bien Lula queda mejor ubicado para la segunda vuelta, no hubo algo parecido a una contra-ola de izquierda. Algunos oasis, como las tres diputadas trans o las parlamentarias indígenas electas, muestran algunas acumulaciones políticoculturales bajo el bolsonarato.

La elección estuvo lejos de ser una batalla pueblo versus elite. El New York Times señaló que el Supremo Tribunal de Brasil ha ampliado de manera drástica su poder para contrarrestar las posturas antidemocráticas de Bolsonaro y sus seguidores. Por ejemplo, en agosto, por orden del juez del máximo tribunal Alexandre de Moraes, fuerzas policiales allanaron las casas de empresarios bolsonaristas que comentaron en un grupo de WhatsApp que un golpe de Estado era preferible a la vuelta del Partido de los Trabajadores (PT) al poder.

El caso brasileño replica en parte el de Estados Unidos, en el que Donald Trump, pese a encabezar supuestamente un gobierno conservador de “ley y orden”, terminó encarnando una derecha inorgánica que se enfrentó a gran parte de las instituciones desde dentro. Por eso tanto Joe Biden como Lula da Silva se presentaron como candidatos de la “normalización” contra dos populistas de derecha que parecen cómodos en su papel de “deplorables” (como llamó Hillary Clinton a los votantes del empresario inmobiliario).

Lula da Silva fue condenado a 12 años de prisión por causas de corrupción, pero fue el mismo tribunal que inicialmente avaló la condena —que ayudó a la victoria de Bolsonaro— el que finalmente, tras 580 días de cárcel, la anuló por razones de forma, y el exobrero metalúrgico quedó así habilitado para volver al poder. Pero lo que desarmó la conspiración judicial y volvió a poner en carrera a Lula no fue tanto la movilización social como los reposicionamientos internos en un Poder Judicial que, antes y ahora, juega al límite (entre ser un defensor y una amenaza para la democracia). Esta vez, es Bolsonaro quien ataca a la Corte por “lulista”.

Más que un régimen autoritario (como el que, por ejemplo, pudo terminar de edificar Nicolás Maduro en Venezuela), Bolsonaro produjo una brutal degradación de la vida cívica, alimentó diversos grupos lumpenmafiosos, desplegó discursos negacionistas sobre la pandemia y el cambio climático, y debilitó el lugar de Brasil en el concierto de naciones. La burda estética de las armas y los exabruptos de Bolsonaro proyectaron una imagen de sordidez política e intelectual. Pero también su carácter pendenciero lo conectó con gran parte del país, que encontró en él una identidad (lo llaman “Mito”) y la posibilidad de un voto protesta que puede ser tan potente como impreciso en sus destinatarios. Mantuvo además su alianza con el poderoso mundo del agronegocio, y la exministra Tereza Cristina Corrêa —la “musa do veneno”— ganó una banca en el Senado por Mato Grosso do Sul tras derrotar a otro exministro de Bolsonaro. Y con empresarios que aún ven al PT como el mal absoluto, además de las milicias de Río de Janeiro.

La bizarra toma del Capitolio fue precisamente una constatación de incompetencia estratégica, pero al mismo tiempo, es esa dimensión antisistémica la que atrae a parte de los adherentes de Trump y alimenta la ilusión anti statu quo; y algo similar ocurrió con Bolsonaro.

Esa realidad degradada fue, más que su programa, el combustible de la resurrección de Lula —y de la resignificación de su figura, asociada por el antipetismo con la corrupción: Bolsonaro lo llama “expresidiario”—. Su campaña se basó en la necesidad de reconstrucción institucional y moral del país, apelando a símbolos de amor y esperanza y de la vuelta de la felicidad del pueblo. Incluso, al parecer a propuesta de su flamante esposa Rosângela, que tuvo un peso creciente en su entorno, se lanzó una nueva versión de “Lula lá” (Lula allá, en el Planalto), el jingle de los años 80, la lejana época del candidato obrero.

La presidencia de Bolsonaro terminó teniendo un resultado paradójico a escala regional: en lugar de fortalecer a las derechas radicales, en gran medida las debilitó (pocos quisieron mostrarse junto a él). Pero esto podría cambiar: su capacidad de resistencia puede alimentar expresiones de derecha dura que han ido emergiendo en este tiempo, en una región donde las extremas derechas están lejos de los resultados electorales europeos. Por eso, este resultado es incómodo para las derechas moderadas de Sudamérica.

En este tiempo, el progresismo latinoamericano viene ganando una elección tras otra (en parte porque vienen perdiendo los oficialismos). Incluso la Alianza del Pacífico dejó de existir como contracara ideológica liberalconservadora del populismo “atlántico” tras los triunfos de Andrés Manuel López Obrador, Pedro Castillo, Gabriel Boric y Gustavo Petro. Sin embargo, las izquierdas parecen hoy más eficaces para ganar que para gobernar, y enfrentan diversos obstáculos, internos y externos, que reducen su eficacia político-ideológica.

El carácter rizomático de la nebulosa de la neorreacción actual permite que los puntos de conexión sean múltiples, que discursos de las extremas derechas globales resuenen en el Sur y que se produzcan curiosas formas de recepción y resignificación de esas ideas, como el caso de los libertarios de derecha en Argentina. Los gobiernos progresistas enfrentan, entonces, un escenario diferente al del “primer ciclo” de la marea rosa, en el que las guerras culturales del Norte penetran de diversas formas en la opinión pública y contribuyen a delinear un lenguaje inconformista transversal a diferentes sectores sociales. Las rebeldías de derecha parecen haber llegado para quedarse.

Ahí yacen algunas paradojas de esta victoria relativa de Lula. El resultado electoral de la coalición civilizatoria organizada para frenar el envilecimiento de la política y de la propia sociedad ha dejado un sabor amargo. Su votación, que tiene mucho de vindicación personal, fue el resultado de la capacidad del expresidente de tejer acuerdos con el pragmatismo que ya lo había acompañado en sus dos mandatos anteriores, y de su voluntad de mostrarse absuelto por la Historia. Pero el bolsonarismo ha mostrado que es también una fuerza subterránea.

(*) Pablo Stefanoni es Jefe de redacción de Nueva Sociedad. Artículo tomado de la Edición Digital de esta revista de octubre de 2022.

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Chile, un aire fresco

Más que a un radical, muchos en la izquierda consideran a Boric como demasiado ‘amarillo’...

/ 6 de febrero de 2022 / 22:26

SALA DE PRENSA

La contundente victoria de Gabriel Boric sobre José Antonio Kast (extrema derecha) confirma en las urnas —una vez más— la potencia del “reventón chileno” que atravesó transversalmente a toda la sociedad. Y, también hay que decirlo, revela un sistema electoral que lució impecable. Alrededor de las ocho de la noche (hora local) se conocían los resultados y el perdedor aceptaba su derrota.

Chile pareció volver a su “normalidad”: la de las victorias electorales de fuerzas partidarias de transformaciones sociales en un sentido progresista. Sin equivocarse, los medios definen la elección como histórica. Y lo es. El triunfo de Apruebo Dignidad, nombre nacido de la anterior batalla política (la que logró poner en pie la Convención Constitucional), lleva inscripta la promesa de cambio.

Los partidos que dirigieron la transición democrática post-Pinochet quedaron fuera de la contienda presidencial (si bien resistieron en las elecciones para diputados y senadores). Boric, el candidato de izquierda, arrasó con 60% en la Región Metropolitana y, de la mano de Izkia Siches, la joven expresidenta del Colegio Médico, uno de sus mejores fichajes para la campaña de la segunda vuelta, logró mejorar sus resultados en las regiones y consiguió casi 56% en la elección nacional.

En la primera vuelta, la centroizquierda fue desbordada desde la izquierda por Apruebo Dignidad (Frente Amplio y Partido Comunista) y la centroderecha naufragó electoralmente tras un segundo gobierno de Sebastián Piñera que nunca encontró un rumbo y terminó apoyando, casi sin condiciones, a un candidato que reivindicaba a Augusto Pinochet (con excepción de su política de derechos humanos —sic—). Pero esto no significa que, como titularon medios internacionales, las elecciones chilenas enfrentaran “dos extremos”. En el flanco derecho, en efecto, se puede hablar de un extremo. Fue la paradoja de esta elección: el “pinochetismo” de Kast —junto con sus posiciones conservadoras en el terreno de los derechos sexuales, las demandas LGBTI o el feminismo— apareció como más “transgresor” que el programa de Boric. Por eso convocaba al voto con la consigna “Atrévete”: porque hoy votar por él implicaba ir contra la corriente. Significaba, de hecho, manifestarse contra el nuevo sentido común que fue emergiendo al calor de las movilizaciones y de las olas feministas, de los movimientos contra las administradoras de fondos de pensiones (AFP), por el reconocimiento de los pueblos indígenas y en favor de la lucha contra el cambio climático y las “zonas de sacrificio”.

En el caso de Boric, pese a ser el candidato de una alianza a la izquierda de la Concertación, su programa está lejos de ser radical. Es, más bien, la expresión de un proyecto de justicia social de tipo socialdemócrata en un país donde, pese a los avances en términos de lucha contra la pobreza, perviven formas de desigualdad social —y jerarquías étnicas y de clase— inaceptables junto a la mercantilización de la vida social. Por otro lado, pese a que Kast se presentaba como un candidato de “orden”, todos sabían que el postulante de la derecha habría sido un presidente potencialmente desestabilizador, por su seguro enfrentamiento con la Convención Constitucional en funciones, pero también por la previsible resistencia en las calles. El “orden” en un país que, como se vio en la campaña y en la elevada participación electoral, sigue profundamente movilizado, rima con el cambio y no con los retrocesos conservadores que prometía Kast.

Más que a un radical, muchos en la izquierda consideran a Boric, de 35 años, como demasiado “amarillo”, la forma clásica para referirse a las izquierdas reformistas. Y gran parte de su éxito en la segunda vuelta fue haber podido captar el apoyo de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista, incluido el de la expresidenta Michelle Bachelet, hoy Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que viajó a Santiago a votar y llamó, mediante un video, a votar por Boric.

Exdirigente estudiantil y actualmente diputado, Boric llegó a la candidatura presidencial tras un periodo de crisis del Frente Amplio, luego de ganarle las primarias a Daniel Jadue, del Partido Comunista (el sistema electoral chileno favorece la conformación de coaliciones para participar juntas de las primarias y aprovechar los espacios publicitarios y la visibilidad que generan). En la campaña, el ahora presidente electo planteó un choque entre una nueva cultura de izquierda — con eje en los derechos humanos— y la vieja cultura comunista propia de la Guerra Fría, por ejemplo en temas como la crisis en Venezuela o Nicaragua. En uno de los debates con Jadue señaló: “El PC se va a arrepentir de su apoyo a Venezuela como Neruda se arrepintió de su Oda a Stalin”. Ahí, Boric puede hacer la diferencia respecto de unas izquierdas latinoamericanas demasiado “campistas” (expresión para señalar a quienes ven el mundo como dos campos geopolíticos opuestos), que terminan mirando con desconfianza los discursos sobre derechos humanos en lugar de transformarlos en un instrumento de la batalla por un mundo más igualitario.

La candidatura de Boric sella una serie de victorias electorales de la idea de “cambio”: el masivo “Apruebo” a la necesidad de una Convención Constitucional en octubre de 2020, la elección de alcaldes y alcaldesas apenas treintañeros en varias ciudades del país y la propia composición de la Convención. Estos liderazgos reflejan un fuerte cambio generacional del cual es expresión el Frente Amplio, pero también las nuevas caras del PC como Irací Hassler, que hoy gobierna la comuna de Santiago Centro. Estos nuevos liderazgos son sociológicamente cercanos al Frente Amplio y plasman también el ascenso de nuevas camadas de mujeres feministas. De hecho, el PC chileno es uno de los pocos casos de un partido comunista en Occidente que, sin renunciar a su identidad, logró renovarse en términos generacionales, pero también de género.

Es posible que el posicionamiento del Frente Amplio en la Convención Constitucional, donde trabaja en coordinación con el PS y más que con el PC, anticipe algo de lo que viene: su lugar como pivote entre la izquierda del PC y la centroizquierda. En su campaña, Boric debió parecerse más a Bachelet que a Salvador Allende. Al final, el “reventón” no significó un giro hacia la izquierda tradicional ni añoranza hacia el pasado, y por eso el desafío del nuevo presidente será llevar adelante las banderas de transformación social, sobre todo la de un país más justo, pero sin sobreactuación. Boric captó en su campaña —que en la segunda vuelta penetró en el electorado moderado— que hay en las demandas de cambio más de “frustración relativa” que de añoranzas de la época allendista, aunque sin duda el expresidente brutalmente derrocado en 1973 constituyó para muchos una suerte de faro moral de las protestas.

Con un gobierno de Jair Bolsonaro cada vez más impopular, la derrota de Kast, aliado de Vox y otras fuerzas reaccionarias globales, constituye también un freno a la extrema derecha en la región. Con Boric en Chile, la izquierda latinoamericana suma un nuevo presidente —y hay quienes ya colocan a Brasil y hasta a Colombia en esta estela para 2022—. Pero esta “segunda ola” es mucho más heterogénea que la primera y, en general, de menor intensidad programática. Frente a una izquierda latinoamericana desgastada después de la primera “marea rosa”, desde un país como Chile —más institucionalizado que otros en la región—, quizás Boric pueda mostrar una vía democrática radical e igualitaria capaz de construir instituciones de bienestar más sólidas (una agenda que tomó una nueva dimensión en la pandemia). Pero también puede significar aire fresco en términos de principios: el “populismo de izquierda” en la región terminó por quedar pegado a la decadencia política y moral del proyecto bolivariano. Y Boric tiene el desafío de mostrar que se puede avanzar en el campo social sin deteriorar la cultura cívica. Aunque eso no solo depende de él, sino también de la futura oposición (tanto política como social). El récord de votos que lo aupó a La Moneda sin duda le da un poder que nadie esperaba días antes de esta elección.

“Esperamos hacerlo mejor”, le dijo a Sebastián Piñera, de manera educada pero contundente, al aceptar un desayuno de transición. Poco después, ante una multitud, dio inicio a lo que sin duda es un nuevo ciclo. Posiblemente el fin de la transición tal como la conocíamos.

(*) Tomado de la Edición digital de Nueva Sociedad / Especial Chile y Honduras. Febrero 2022.

(*)Pablo Stefanoni es jefe de redacción de Nueva Sociedad (*)

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Golpes suaves y democracia

¿Por qué un libro para derrocar dictaduras con acciones no violentas es percibido como amenaza?

/ 13 de junio de 2016 / 11:32

En una columna reciente en este diario titulada Golpes suaves (30/5/2016), el ministro de Defensa, Reymi Ferreira, se refiere al libro De la dictadura a la democracia (1993), escrito por el politólogo estadounidense Gene Sharp. El ministro dice que el libro “pretende ser una guía para instalar gobiernos liberales en sustitución de gobiernos no amigables con las corporaciones mundiales”. Y que  “da 198 consejos para liderar una ‘revolución’ no violenta, con el fin de derribar gobiernos dictatoriales o democráticos que ‘no garanticen el funcionamiento del libre mercado y las instituciones libres’”. En verdad, se trata de un libro de estrategia de acción no violenta frente a dictaduras (allí se mencionan casos como el del Shah de Irán, Ferdinando Marcos en Filipinas o las dictaduras salvadoreña y guatemalteca, que no eran precisamente anticorporaciones). Al final da consejos de acción no violenta, que van desde diversos boicots a la no cooperación obrera y patronal.

Yo no sé si Sharp es un agente de la CIA o algo así, y no soy ingenuo para pensar que Estados Unidos no conspire en diversas partes del mundo. En todo caso, una carta firmada por 138 intelectuales (que incluyen a Noam Chomsky y a Howard Zinn) sostiene que “lejos de constituir instrumentos del imperialismo, las investigaciones y escritos del Dr. Sharp han inspirado —tanto en EEUU como en todo el mundo— a generaciones enteras de activistas progresistas: pacifistas, sindicalistas, feministas, ambientalistas, luchadores por los derechos humanos y por la justicia social”.

Pero el punto es otro: ¿por qué un libro escrito para derrocar dictaduras mediante la acción no violenta es percibido como una amenaza? Es poco auspicioso, además, que parte de las izquierdas latinoamericanas haya apoyado este tiempo a varias de las dictaduras árabes, desmereciendo las capacidades cívicas de jóvenes “indignados” que usaron esas tácticas de acción no violenta y arriesgaron sus vidas en pos de un futuro más digno (como lo hacen los indignados europeos, pero con más riesgos).

 Menos convincente resulta el vínculo entre el caso Zapata y las teorías de la no violencia. De hecho, yo no encontré en el libro la cita del ministro sobre la defensa del libre mercado. Tampoco encontré dónde se propone cambiar “los tanques por mentiras para derribar gobiernos” ni sobre el uso de medios masivos de comunicación “para instalar las mentiras”.

Todo esto remite a otro aspecto de la columna del ministro Ferreira: “la mala utilización del noble papel del periodismo en función de intereses antinacionales, como se hizo contra Andrés de Santa Cruz, Busch, Villarroel (al que calificaron de “nazi-fascista”) y ahora contra Evo Morales.

Gene Sharp no descubre nada nuevo; en su libro Nacionalismo y coloniaje, Carlos Montenegro describió antes el uso mercenario de la prensa contra la democracia”.

La verdad, más allá de asumir acríticamente la historiografía nacionalista revolucionaria, o de considerar a cualquier cosa un “golpe suave” (rehuyendo a la necesaria reflexión crítica respecto de nuestra propia experiencia de gobierno) es que las razones del suicidio de Busch son variadas, lo mismo que la imposibilidad de su gobierno de tomar medidas más radicales y menos pendulares contra la gran minería y los latifundistas (en gran parte motivada por la indecisión del propio Busch). Y respecto de Villarroel, quienes lo acusaron con más ímpetu de nazi-fascista fueron los piristas, alineados en ese punto (no en otros) con las posiciones de Moscú en toda la región.

Las posiciones “antinacionales” del PIR no pueden ocultar las aristas represivas y abusivas de los radepistas (en muchos casos no contra la oligarquía, sino contra la izquierda opositora: el propio José Antonio Arze fue baleado y nunca se recuperó de esas heridas). En esos abusos de poder se basaron las rebeliones contra Hernando Siles y Villarroel, y sobre esos abusos se montó la derecha. Por eso es mejor evitarlos.
 

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Derechos civiles, entre leyes y barricadas

Los movimientos LGBT deberían prepararse mejor para dar batalla por los nuevos derechos

/ 22 de julio de 2014 / 04:28

La “barricada” no planificada entre María Galindo y el vicepresidente Álvaro García Linera tiene muchas claves de lectura, desde el plano “estético” y político, María Galindo debía evitar ver disminuida la imagen de activista antisistema que la acompaña en sus acciones y performances de denuncia al estar hablando de tú a tú con el segundo mandatario. Por su parte, el Vicepresidente debía hablar como integrante de un gobierno con múltiples posiciones respecto a los temas ético-morales.

Las reivindicaciones de las llamadas “minorías sexuales” han logrado hoy en día inéditos avances, uno de los más visibles corporizado en el llamado “matrimonio igualitario” ya aprobado en varios países, incluso de América Latina. El artículo de Bruno Bimbi publicado en el último número de Nueva Sociedad es muy ilustrativo en varios aspectos. Uno que quiero destacar acá es la necesidad de que los movimientos LGBT se preparen de manera más consciente y sofisticada para dar batalla por los nuevos derechos. El paralelo que Bimbi realiza con el apartheid contra los negros en EEUU es muy apropiado para un país como Bolivia. En su texto, Bimbi —quien participó en la primera línea de la lucha por el matrimonio en Argentina— muestra que la filósofa Hannah Arendt se opuso a la puesta en pie de colegios mixtos (entre niños blancos y negros) por métodos policiales, y se enfocó en la necesidad de legalizar los matrimonios interraciales como un paso más decisivo en la lucha contra el racismo tanto del Estado como de la sociedad. Esa preparación de los colectivos LGBT incluyó lecturas, estrategia, respuestas a los principales argumentos de los detractores, búsqueda de aliados en todos los espectros ideológicos, análisis de las experiencias en otros países, tácticas publicitarias para generar “hechos” favorables a la causa, etc.

En el caso de María Galindo, ella se opone al matrimonio igualitario porque considera que es “una lucha conservadora y equivocada porque implica asimilarse al modelo burgués del núcleo familiar”. Por eso, su propuesta, en el diálogo con García Linera, fue la realización de una encuesta entre los diputados sobre la homofobia.

En el caso boliviano, la resistencia (y las tensiones entre visiones progresistas/populares) es un aspecto que no se puede dejar de lado. Ningún gobierno va a avanzar en una medida que genere un revuelo entre sus propias bases sociales. Y hoy la mezcla de catolicismo, evangelismo y pachamamismo constituye un tejido de significaciones fuertemente conservador que hace más necesaria aún estrategias más inteligentes y efectivas, al menos para quienes sí quieren avanzar en el terreno institucional.

El caso argentino muestra muy bien los efectos performativos de la ley. Como señala Bimbi en su artículo, hoy la homofobia se volvió políticamente incorrecta. No es poco.

Creo que más que una encuesta, para mostrar que la mayoría de los diputados y diputadas son muy conservadores/as, homofóbico/as y posiblemente que saben poco del tema y están llenos/as de prejuicios, es necesario un trabajo político con esos y esas “honorables” para ir avanzando en la guerra de posiciones contra los conservadores. Desarticular el discurso identitario que dice que la homosexualidad no tiene nada que ver con las costumbres ancestrales (argumento que en África lleva a los peores crímenes homofóbicos) requiere estudio, estrategia y mucho trabajo. Pero también discusiones en todos los niveles y poner de relieve las contradicciones de quienes luchan contra la discriminación.  Y ojalá haya más “barricadas”, de María Galindo, y de otros activistas. Pero también reuniones aburridas donde diputados y diputadas, ministros y ministras se informen acerca de estos temas sobre los que deben legislar. Sin duda, Bolivia es más diversa de lo que muchos creen. Y la lucha es porque todas esas “diversidades” entren en el Estado Plurinacional, no solamente el étnico-culturales.

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