Voces

Friday 29 Mar 2024 | Actualizado a 00:55 AM

Retrato personal

El rey Juan Carlos supo cumplir su papel en la complejidad de la transición política que le tocó vivir

/ 5 de junio de 2014 / 07:44

Escuché el primer discurso del rey Juan Carlos, el de su proclamación a fines de 1975, en un café de la playa catalana de Calafell, en compañía de Carlos Barral, de Juan Marsé y del Moreno, un pescador de historia anarquista y republicana. Brindamos con cava por la indudable intención democrática del discurso, pero tengo la impresión de que el Moreno, en lugar de brindar, se quedó murmurando algo entre dientes.

Años después, al conocer al rey en persona, me infundió un sentimiento de simpatía, de naturalidad, de comunicación no calculada ni complicada. En la comida reciente del Premio Cervantes, me palmoteó en forma amistosa y creo que reanudamos esa relación, que se caracterizaba por su tono natural.

Desde la perspectiva de hoy, me parece que fue el personaje más adecuado, no solamente por razones dinásticas, sino también por temperamento, para cumplir su papel en la complejidad de una transición política: lucidez, cortesía no fingida, apertura de espíritu. Trabajaba sin aparente fatiga en su difícil tarea y no daba nunca la impresión de pasarlo mal, de hacerlo con excesivo esfuerzo.

Puede que haya cometido errores, como todos nosotros, pero estuvo a la altura de la circunstancia histórica. Fue rey en su porte, en su estilo, en su lenguaje y hasta en su pronunciación un tanto enrevesada. Se entendió bien con los españoles y los hispanoamericanos, y fue un excelente emisario de España en el resto del mundo.

Si todavía existía algún aislamiento de España a la muerte del general  Francisco Franco, y no hay duda de que existía a pesar de las apariencias de normalización, el rey Juan Carlos ayudó a superar el problema ampliamente, con sentido de su país, de su posición en el mundo contemporáneo, y con vocación clara de universalidad.

Daba una impresión curiosa de moverse a gusto y de encontrarse en todas partes con viejos amigos. Era, en su función irreemplazable, el mejor para conducir el delicado proceso, con impecable estilo, con un equilibrio siempre razonable. Como escritor atento al uso del lenguaje y como diplomático ocasional, puedo asegurar que no es poco.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

La desconfianza

La desconfianza que pide cuentas, que exige transparencia, sería, por lo tanto, una virtud republicana

/ 4 de mayo de 2013 / 05:56

El debate académico, el de los filósofos, los ensayistas, los historiadores, se ventila todavía en la prensa. Se dedican muchas páginas al fútbol, a la farándula, a la vida privada de los personajes públicos, pero la discusión de ideas, la reinterpretación, la lectura crítica, conservan su espacio, a pesar de todo. Mientras esto ocurra, la conciencia europea podrá seguir respirando. Leo una cita de Robespierre en el texto de una historiadora actual de la Revolución Francesa. “Frente al sentimiento íntimo de la libertad, escribía Robespierre, la desconfianza juega el mismo papel que los celos en el amor”.

La desconfianza, que pide cuentas, que exige transparencia, que ejerce una vigilancia constante, sería, por lo tanto, una virtud republicana. Pero el nombre de Robespierre, claro está, el tirano del nuevo orden, el vigía de la pureza revolucionaria, nos desanima. Es, con diferencias de matices, el antepasado más directo de José Stalin. Es un excesivo, un primer extremista, un hombre de la familia mental del Padre de los Pueblos. Y no hemos salido por completo, al menos en los debates de ahora, de la alternativa entre la guillotina, el paredón, o la blandura socialdemócrata, las concesiones, el posibilismo, los poderes negociados. “No conozco más que dos partidos, alegaba Robespierre, el de los buenos y el de los malos ciudadanos”.

La oposición, en resumen, no debe ser tolerada; la oposición al gobierno progresista está formada por el partido de los malos, por lacras sociales. Ahora bien, cuando estas ideas mantienen una vigencia intelectual en Europa, cuando pueden discutirse en las aulas o en columnas de prensa, corren el riesgo de ser tomadas al pie de la letra en América Latina. Allí hay gente simple, pero astuta, infinitamente ambiciosa, que se aprovecha sin escrúpulos de ideas europeas complejas y que en definitiva no entiende.

En Chile, en debates constitucionales de apariencia técnica, de supuesta seriedad jurídica, somos capaces de llegar a conclusiones que de serias tienen bastante poco. Y la desigualdad de fortunas sirve de justificación para casi todo. Entro en una nueva página de ensayismo dominical de París. Si la pobreza no es un crimen, como se sostenía en la campaña publicitaria de una institución benéfica, la riqueza, afirma el autor de un ensayo de estos días, el señor Pascal Bruckner, tampoco lo es. Y agrega que vivimos en un momento de refundación del capitalismo después de la etapa de Thatcher y Reagan. Sólo los capitalistas son capaces de matar el capitalismo, declaró en una oportunidad el alcalde Félix Rohatyn de Nueva York. Y quizá, también, de salvarlo de sus propios excesos, de su voracidad autodestructiva.

La riqueza personal, por grande que sea, puede tener una justificación: crear más riqueza, difundir la cultura, contribuir a enriquecer la mente humana. ¿Pura utopía? Conocemos la diferencia entre los nuevos ricos y los ricos tradicionales. ¿Podemos defender en alguna forma la riqueza, la nueva y la vieja, o son indefendibles? Y en este último caso, ¿pueden crecer las sociedades humanas sin que se produzcan desigualdades cada vez mayores?

Maximiliano Robespierre creyó, finalmente, en la ruptura con el antiguo régimen, en el temible Comité de Salud Pública y en la guillotina. Stalin llegó a conclusiones parecidas. Los principales enemigos de aquellos personajes son las políticas de progresos graduales, de reformas aceptables. En periodos de crisis, de reajustes inevitables, la crítica se hace general. Pronto llegamos al invierno de nuestro descontento, para citar a Shakespeare.

Ahora se discute en Francia sobre la próxima gran figura histórica que debería ingresar al Panteón de los Hombres Ilustres. ¿Cuáles serán los nombres de los “panteonizables” para la presidencia de Hollande, se preguntan algunos? Y se habla, entre otros, de Diderot y de Jules Michelet. Aunque quizá no tenga derecho a hacerlo, me permito esbozar una opinión personal. Me parece que la palabra de Denis Diderot es civilizada, acogedora, transformadora, pacífica. Su crítica del pasado es convincente, más contundente que ninguna otra, y a la vez humana, en último término conciliadora.

Michelet, escritor de genio, prosista insuperable, que a veces parece inspirado por voces superiores, como una Juana de Arco de la historia, incurre, sin embargo, en desconfianzas difíciles de tolerar. Admira a Montaigne, por ejemplo, porque no se puede dejar de admirar su escritura, pero desconfía de su posición política, de su visión de los sucesos contemporáneos, de sus bienes personales. Participa de la desconfianza que Robespierre había elevado a la condición de virtud cívica.

Diderot, en cambio, el impagable autor de La religiosa, es capaz de describir con gracia, con humor, con belleza verbal, la diferencia entre un asado aristocrático, en un claro de bosque, entre caballeros cazadores, y la olla democrática, doméstica y modesta, de familia, donde todos los ingredientes entran y contribuyen al sabor final, popular.

Me divierto con la prosa brillante de Jules Michelet, adquiero sabiduría en las páginas inimitables de Michel de Montaigne, el Señor de la Montaña, como lo llamaba Quevedo, y voto, aunque no tenga derecho a voto, por Diderot, el amable, el ingenioso, el precursor de la modernidad, para todos los panteones de este mundo.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

El timbre del lechero

En Rusia se evoca el tiempo de Stalin desde la distancia, con humor, sin peligro para nadie.

/ 28 de octubre de 2012 / 04:00

Hablo de mis lecturas rusas, adolescentes, juveniles, tardías, en el Instituto Cervantes de Moscú, y se me acerca un joven armado de un instrumento electrónico. Representa una radio de no sé qué parte y me pide que le conteste a una pregunta precisa: usted estuvo en Moscú hace alrededor de 18 años. ¿Ha notado algún cambio en la ciudad durante este nuevo viaje? Por supuesto que he notado cambios notables, muchas veces espectaculares. No sería honesto negarlo. La ciudad se ve más moderna, más limpia, con las calles y avenidas en impecable estado, llena de edificios modernos, mejor iluminada. Las grandes basílicas que rodean el Kremlin parecen restauradas, con las cúpulas recién doradas y pintadas. No sé si exagero, pero la impresión general que recibo es la de una modernización a gran escala.

El joven periodista pronuncia una palabra de agradecimiento y se dirige a otro lado. Es un probable funcionario, quizá un agente de seguridad, pero le doy una respuesta razonable y no me siento acosado. Hay un progreso tangible, que no podemos negar, comentan intelectuales rusos de los viejos tiempos.

Ahora, cuando suena el timbre de la casa a las cinco de la madrugada, no nos inquietamos. Ya no es la KGB. Suponemos que es el cartero o el lechero.

La situación, en cualquier caso, obliga a revisar los lugares comunes, las ideas preconcebidas. Existe, por ejemplo, una nostalgia parcial, marginal, pero bastante notoria, del gobierno de José Stalin. Nadie quiere que vuelva el periodo del Gulag, nadie añora el terrorismo de Estado. Se nota, sin embargo, una actitud de orgullo nacional. Stalin resistió, derrotó a los nazis, que alcanzaron a llegar a 28 kilómetros de Moscú, instaló en el espíritu de los rusos nociones ambiciosas, de la Santa Rusia como gran potencia mundial por primera vez en su historia. Dentro de este cuadro, Vladímir Putin parece un continuador más moderado, menos despótico. Las circunstancias le permiten actuar en esta forma, sin tanto drama, con un autoritarismo efectivo, pero más bien disimulado, de guante blanco.

Algunos ensayistas del siglo XIX y comienzos del XX hablaban, a propósito de la América española, de los caudillos bárbaros y los caudillos ilustrados.Hacían la diferencia tajante, elaborada, entre un Melgarejo de Bolivia o un Getulio Vargas del Brasil. Quizá Stalin se podría definir como un caudillo bárbaro, a pesar de sus éxitos militares, y Putin, o la familia de los jefes de Estado al estilo de Putin, como caudillos ilustrados. Y muchos de los rusos de ahora creen que para ellos la última es la alternativa mejor: por eso votan como votan.

El último día de mi estancia en Moscú he asistido a una función de los Ballets Rusos en el pequeño Bolshói. Representaban El arroyo brillante. Es un ballet de 1935, del período más duro de José Stalin, y transcurre en un koljoz, en una granja agrícola colectiva. Todo parece consistir en una exaltación de la vida y del trabajo en el koljoz, donde se producen cosechas gigantescas, inverosímiles, capaces de levantar la economía y de alimentar al sufrido pueblo soviético. Pero la versión es humorística, irónica, llena de elementos de comedia y de sátira. El 6 de febrero de 1936, el diario Pravda, en su página editorial, publicaba un artículo titulado de Ballet de la falsedad y acusaba al productor y a Shostakóvich, el músico, del grave pecado socialista de “formalismo”.

El ballet fue eliminado de todos los repertorios y sólo se ha vuelto a poner en escena en años recientes. Es algo parecido a la historia del timbre del lechero. Se evoca el tiempo de Stalin desde la distancia, con humor, sin peligro para nadie. Ni el coreógrafo, ni el primer bailarín, ni la magnífica María Alexandrova, serán despertados por esbirros a las cinco de la madrugada. El público aplaude a rabiar, incluso en medio de la función, y parece que todos se retiran contentos. El fantasma de Stalin ha flotado por alguna parte, como en épocas anteriores el de Iván el Terrible, pero todo no ha pasado de ser una cuestión mental, una fantasía que tiene algo remoto que ver con la memoria y con la historia.

Pocas horas antes había visitado la casa de Tolstói en Moscú. Me había quedado pensativo frente al enorme abrigo del novelista, forrado por dentro con la piel de un animal entero, colgado del perchero de la entrada. Otros fantasmas de la memoria permitían imaginar a ese personaje, enfundado en ese abrigo monumental, con su barba frondosa, hendiendo las hojas del parque con sus pesadas botas. Era la complejidad de un país de dimensiones diferentes.

Tolstói, aristócrata campesino, eliminó los adornos rococó, afrancesados, vieneses y hasta los íconos tradicionales, enmarcados en láminas de oro, que coleccionaba su mujer, y escapó de la casa familiar a los ochenta y tantos años, en compañía de su hija predilecta, para irse a morir en una estación remota. Pocos entendieron el episodio en ese tiempo, y me parece que no muchos lo entienden ahora.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Olvidados

Si uno huye del mal gusto, cae en el hilo. Si uno se toma en serio, cae en el más completo ridículo

/ 8 de septiembre de 2012 / 04:37

Los olvidados suelen ser mejores que los recordados, más interesantes. La lista de los olvidados disminuye por un lado y aumenta por el otro. En una época no existía en la memoria común José Lezama Lima, el autor cubano de Paradiso; después empezó a existir, y ahora lo hemos olvidado de nuevo. Caprichos de la memoria, se podría decir. O de la justicia literaria.

Los escritores que luchan por ser conocidos y recordados, los que difunden por internet la menor de sus producciones, los que corren y sudan la gota gorda, me dan un poco de risa. Es decir, no me infunden verdadero respeto. Hay que aguantar, hay que tener paciencia. Hay que hacer como Fernando Pessoa, el poeta portugués, que declaraba que la fama era una cuestión plebeya (con este adjetivo preciso), y que cuando salía de su oficina para tomarse una copa de vino, le decía a su jefe que tenía una reunión importante con el señor Perales. El señor Perales era el mesonero del bar de la esquina. Si usted huye del mal gusto, como decía el joven Pablo Neruda, cae en el hilo. Si usted se toma en serio, cae en el más completo ridículo.

Estuve hace algunas semanas en la provincia francesa de Picardía, en la ciudad de Compiègne. Miré el mapa, como aficionado que soy a los mapas, en esta época de orientación electrónica, y descubrí que estaba a muy poca distancia del pueblo de Gournay. Conozco Gournay por María de Gournay, la joven que le escribió una apasionada carta de amor a Miguel de Montaigne, ¿amor literario, amor físico?, en un momento en que ella tenía 22 años y él 55. Pues bien, descubrí algo que me pareció más bien inquietante: que nadie en Gournay tiene la menor idea de quién era Marie de Gournay. Si el pueblo recordara a su María, tendrá algún interés, pero en la actualidad no tiene ninguno. Ella perseveró en su pasión literaria, se transformó en la editora póstuma de los ensayos de su maestro y padre por elección, consiguió llamar la atención del cardenal Richelieu, recibió una pensión vitalicia suya, pero en su pueblo, en su provincia, junto a la casona familiar que a ella le gustaba llamar castillo, nada.

Me hubiera gustado decírselo a su Alcalde, y me imagino su reacción. A lo mejor me habría preguntado que dónde queda Chile. Y yo habría contestado a su pregunta con la mayor amabilidad, con toda clase de indicaciones y detalles. Chile, fértil provincia y señalada… Así habría podido comenzar.

Pues bien, Marie de Gournay, que entregó la mitad de su vida al señor de Montaigne, que escribió una novela sobre esos amores y un ensayo en defensa de las mujeres, que editó y prologó los ensayos mucho después de la muerte del maestro, sólo es recordada hoy entre pequeños grupos feministas y uno que otro profesor universitario.

Doblo esa página y un amigo, durante unas breves vacaciones en Comillas, frente al Cantábrico, me propone visitar el pueblo no demasiado lejano de Oña. A mí se me encienden luces mentales. Usted encuentra Oña en el mapa si baja de Santander, antes de llegar hasta Burgos. Me imagino que existe alguna relación entre ese lugar, y ese nombre, y nuestro Pedro de Oña, el autor de Arauco Domado, el primer poeta de lengua española nacido en Chile, el furibundo contradictor de don Alonso de Ercilla y La Araucana. Mis amigos del norte de la península, a todo esto, no han escuchado hablar nunca del poeta chileno, que nació en Angol, llamado en el siglo XVI Angol de los Confines, pero cuyos antepasados probablemente provenían de estas regiones montañesas.

Hago una esforzada excursión y encuentro tantas huellas de don Pedro de Oña en Oña como de María de Gournay en Gournay. A todo esto, la única persona de España que ha leído con atención y con entusiasta admiración a Oña, que yo sepa, es el poeta Pedro Gimferrer, que ahora se llama Père o algo muy parecido. La contradicción entre Oña y Ercilla es una paradoja interesante. Oña, chileno de origen español, católico ferviente, vivía al lado de la Araucanía y le tenía mucho miedo a los malones, a los ataques de las tribus araucanas. Detestaba el paganismo en todas sus formas, y sobre todo en su forma supersticiosa, la de los invunches y las meicas tribales. Don Alonso, en cambio, poeta cortesano, oriundo de Bermeo, hombre de cultura clásica, llegaba a los escenarios de guerra del sur de Chile, en medio de la maravillosa selva austral, entre volcanes, ríos profundos, lagos comunicados, y sentía que Lautaro, Colo Colo, Caupolicán, eran héroes de la mitología antigua, semidioses de un mundo ignorado. Don Pedro se dedicó a describir la barbarie primitiva, con versos barrocos admirablemente cincelados, con no menos erudición clásica que la de su rival literario, lo cual, para un hijo de soldado nacido en Angol de los Confines, no deja de ser extraordinario; y don Alonso, el hombre de corte, poeta soldado, cantó a sus adversarios mapuches en octavas reales. Las estrofas de Oña sobre la brujería en el sur del mundo, en aquellos confines, son oscuras, sombrías, maestras. Las octavas reales de Ercilla son doradas, admirativas. A Ercilla, en su contienda personal con el jefe de su expedición, García Hurtado de Mendoza, le fue bastante mal. Obtuvo algunos cargos menores, a su regreso a España, y murió olvidado, desdeñado, en su pueblo natal. Oña, en cambio, se instaló en Lima, la capital del Virreinato, y prosperó. Después, la posteridad fue mezquina con él y generosa con Ercilla. Por razones que no son estrictamente literarias.

Propongo ahora un ajuste de reconocimientos: celebrar las octavas reales del poeta soldado de Bermeo y aplaudir también los deslumbrantes versos barrocos del hombre de Angol y de Oña.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Últimas Noticias