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Universidad: ¿quién eres?

Las políticas de etnización del discurso estatal y del reclutamiento del personal gubernamental sin necesariamente pasar por el filtro de los estudios universitarios han golpeado en nuestro país a una institución cuya tradición y capital simbólico se basaba en garantizar movilidad social y el acceso, vía profesión, al núcleo la clase media profesional, sirviendo de canal de ascenso social a estudiantes procedentes de familias de trabajadores y sectores populares.

Por otra parte, acostumbrada a la centralidad política ganada a pulso en las calles y con discursos de interpelación para promover reformas sociales, la universidad forjó su misión como actor político. Si se mira al personal político que prevalecía hasta la irrupción indígena y popular del 2005, se constatará fácilmente que muchos y muchas pasaron por el filtro de la tribuna universitaria como una escuela probatoria. Era allí donde se examinaban sus voces e ideas y adquirían oropeles disputando en calles con el poder o sufriendo en represalia persecuciones y prisiones. Tal es la historia del movimiento estudiantil desde la generación de la reforma de 1928, sino antes.

Este tejido cambió. Por una parte, en este mundo de pluri-actores, la universidad no fue convocada, como en el pasado, a dar opinión sobre la profundidad de las transformaciones en Bolivia. Sus integrantes perdieron así su antigua capacidad de verse como actores centrales de la política nacional, y ya pueden fácilmente acumular experiencia y reconocimiento en la arena universitaria para saltar de ella hacia el Parlamento, la dirigencia política o integrarse personal gubernamental.

Por otra parte, la burocracia se recluta ahora por otras vías y otros avales procedentes de sindicatos, comunidades indígenas, etcétera; en las cuales el título profesional o la destacada trayectoria en la tribuna o en el aula universitaria no constituyen mérito urgente y necesario, e incluso puede verse con sospecha a la hora de la selección de personal que ya no se basa en procedimientos ni valores meritocráticos. 

En otras palabras, la universidad pública dejó de (re)producir una “clase política” y una capa administrativa, y por tanto es cada vez menos una escalera de ascenso social, como pudo ser en el pasado. Se parece más, por tanto, a una reserva juvenil que se acumula día a día, sin otro destino que permanecer en ella con la ilusión y las ventajas de ser estudiante o salir fuera de aulas al cruel desempleo.

En rigor la universidad gratuita y con múltiples beneficios sociales puede servir como un buen paliativo y sustituto a la ausencia de empleo y servicios sociales para sectores juveniles. De ahí que la querella del excedente se traslade y motorice, como ocurrió recientemente en la Universidad Mayor de San Simón, al activismo de pequeños grupos radicales que bregan por convertir a las casas de estudios superiores no en un alter ego del capitalismo, sino en una suerte de mini “Estado del bienestar” donde prevalezca una política redistributiva. Ella, a sus ojos, debe otorgar educación, salud, comedor, guardería y equipamientos gratuitos, pero sin obligar a que sus beneficiarios adquieran responsabilidad y rendimiento como estudiantes que usan recursos de la sociedad. Pero claro, esta imagen es justamente aquella que menos se parece a una universidad.