Europa, la fortaleza asediada
Muchos ciudadanos occidentales ven a la Unión Europea como una fuerza de ocupación extranjera
La Europa social fue la ilusión vendida al otro lado de la cortina de hierro para contener el peligro comunista. Con el Plan Marshall se intentó eregir la referencia de un capitalismo de cariz humano donde podían convivir armoniosamente el poder empresarial y la lujosa vida de los trabajadores. Con la ilusión del bienestar se nivelaron diferencias sociales, se atenuaron conflictos y adormilaron nacionalismos. Se hizo el paraíso de la socialdemocracia y la multiculturalidad.
Esto quebró cuando la URSS menguaba. Ronald Reagan y Margaret Thatcher fueron dispersando ideas neoliberales de que el Estado era muy grande, se entrometía demasiado, los trabajadores tenían muchos derechos, los empresarios eran agobiados con reglas y tenían poco margen de acción, y las fronteras eran un obstáculo insalvable para el desarrollo de la ganancia por la ganancia.
Las grandes empresas se organizaron en cárteles de negocios y debajo de la mesa fueron urdiendo planes ambiciosos para crear una unión que permita el libre tránsito de mercaderías, introducir una nueva moneda y así facilitar la integración rápida sin importar las diferencias entre los países. Con el fin de equilibrar las economías se destinaron millones de dólares para la construcción de infraestructura inocua como canchas de golf que ahora nadie utiliza.
Países como Grecia que habían gastado demasiado fueron los primeros en recurrir a los fondos de ayuda para salvar el euro. El efecto dominó arrastró a países como España, Italia, Irlanda, Portugal. Este experimento de las transnacionales de imponer la globalización del capital trajo un tsunami de pobreza en los países con tradición de bienestar. Tanto que el orgullo europeo se ha visto tocado en las últimas elecciones parlamentarias: votar por Europa si no quieren trabajar mañana para un empleador chino.
La creación de esta meganación es tan artificiosa y ha ignorado identidades e intereses particulares, necesarios a la hora de lanzar un proyecto a largo plazo. La herencia de Atenas, Jerusalén, la iluminación no son suficientes para crear una identidad europea. Se tiene mucho en común, pero también diferencias insalvables. Un holandés tiene más que ver con americanos, los portugueses con los brasileros, los búlgaros con Turquía y lo que significa ser europeo al final es una adivinanza vacía. Muchos ciudadanos de la civilización occidental ven a la Unión Europea como una fuerza de ocupación extranjera.
Los resultados de las elecciones del 25 de mayo encendieron la casa dividida: Europa ya no mira hacia el mundo, sino a sí misma, a sus contradicciones internas, al futuro dislocado en esa inmisericorde guerra de ocupación de mercados. China compra y compra, Rusia se atrinchera, EEUU tiende la mano tramposa con el acuerdo de libre mercado que sería el final de la Europa productiva; la migración africana y árabe que no cesa; el desempleo es el problema número uno.
Los eurócratas tendrán ahora que compartir sillas en Bruselas con los nostálgicos del estado nacional, ese cóctel de izquierdizmo y de xenófobos, con los que tendrán que discutir la realidad inmediata de una legislación europea, una policía, justicia y europeización del pago de impuestos. Los euroscépticos hicieron de la contienda electoral el escenario de discusión de la política interna como el caso de España, Francia y Gran Bretaña. El alcance de su triunfo es dentro de sus fronteras ya inexistentes; pues en la Bruselas de los eurócratas nada ha cambiado, mientras los enemigos asaltan los tejados de la fortaleza del bienestar en declive.