Icono del sitio La Razón

Diario de guerra

Doblemente mediterránea, sin fronteras exteriores y en el corazón de un país sin salida al mar, Cochabamba sin embargo ha mantenido  un largo y amplio contacto con las aguas de Pacífico que aún persiste. En el siglo XIX sus arrieros mestizos e indígenas se encargaban de llevar sus productos hasta Arica, Cobija y otros puertos. Cuando vino el auge del salitre y el guano, miles de cochabambinos (muchos con sus familias) cruzaron el desierto para trabajar en las “oficinas” de Iquique. Allí estuvieron el 21 de diciembre de 1907 en la matanza de Santa María, y en las huelgas y tertulias posteriores abrevaron los rudimentos del anarquismo y el marxismo. Con ese bagaje regresaron a Bolivia, promovieron y participaron de las luchas de mineros y artesanos contra la oligarquía minera y latifundista.

El anuncio de la ocupación chilena a Antofagasta el 14 de febrero de 1879 llegó a Cochabamba el 5 de abril. La región apenas se reponía de una desastrosa combinación de peste y hambruna que la azotó desde el año precedente. La sequía redujo las cosechas y elevó los precios de los alimentos, ocasionando motines. El Diario de Guerra de Manuel Claros García, abogado y hacendado oriundo de Aiquile, es una fuente descriptiva de primera mano para auscultar la presencia cochabambina en la conflagración. Permite establecer que en las provincias, a inicios de aquel abril, se conformaron también grupos de Guardia Civil. No pasaban de un grupo de inexpertos voluntarios, cada uno de los cuales debía contar con su propio caballo y arma. Una estructura clánica y en nada diferente a la milicia colonial y muy distante al fogueado y profesional Ejército del que disponía Chile.

 El 23 de abril partieron de Cochabamba tres batallones: el Aroma, de vecinos de la capital; el Viedma, de cliceños y punateños; y el Padilla, de tarateños; además del Escuadrón Junín, integrado por tarateños, aiquileños y mizqueños. Más adelante se sumarían los del Valle Bajo y Tapacarí, para agruparse en la IV División. La conformación de la tropa por distritos y provincias da cuenta de la frágil unidad y la permanencia de clivajes y fragmentaciones localistas que cruzaban las armas cochabambinas (y bolivianas). Sufriendo hambre y sed, la columna cochabambina arribó a Oruro el 28 de abril; y el 3 de mayo, nuevamente desprovistos de víveres y vestimenta adecuada, se enrumbaron hacia la costa peruana. Veintisiete días más tarde (lo que da una idea de las dificultades logísticas prevalecientes) ingresaron a Tacna. Allí recién accedieron al agua, pieza vital para la supervivencia. Pero su distribución permite al historiador constatar las diferencias sociales entre el cuerpo militar; mientras los soldados mestizos y los pocos indígenas concurrentes abrevaban de una inmunda acequia que multiplicaba la disentería, los jóvenes de la oligarquía bebían agua destilada o un brebaje importado en botella de barro que parecía una agradable limonada.

Claros describe otra faceta escondida de la guerra: las “rabonas”. Mujeres indígenas y mestizas de soldados que los acompañaban, procurándoles cama y rancho. Una de ellas, conocida como La Fiera, descrita por Claros como alta y gorda, picada de viruela y un sobrero de paja de cochabambina, trepaba en los vagones del tren para dar vivas a Bolivia.

Historias que aún restan por contar; vidas que faltan por rescatar.