El avión de Malaysia Airlines derribado con un misil cuando pasaba por el espacio aéreo de Ucrania a una altura de 10.000 metros constituye uno de los acontecimientos internacionales de mayor gravedad de los últimos tiempos, y viene a sumarse a la masacre israelí en Gaza (ordenada por Netanyahu con el beneplácito de  Estados Unidos), a la interminable guerra de Siria y a varios otros conflictos violentos que cobran día a día centenas de víctimas y causan enormes sufrimientos humanos, sin que exista institución internacional alguna que pueda contribuir a encontrar salidas que les pongan un final justo.

La complejidad de las nuevas relaciones geopolíticas en el mundo trae aparejado el debilitamiento de instancias como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o de los mecanismos de la Unión Europea, que no están en condiciones de ir más allá de protestas retóricas y sanciones económicas de escaso impacto.

El sistema de las relaciones internacionales se encuentra en un momento de extrema fragmentación y enfrenta dificultades enormes para establecer un mínimo de condiciones acatadas por toda la comunidad internacional para evitar la proliferación de conflictos bélicos de diversa intensidad, soslayar las amenazas de una recesión económica global, atender las crisis humanitarias y mantener al menos un control de daños sobre las cada vez mayores agresiones de la especie humana al medio ambiente.

Estos riesgos y desafíos globales son el resultado de la crisis del orden económico y político subsecuente a la Guerra Fría. En los 25 años pasados han ocurrido cambios profundos en la correlación mundial de fuerzas estratégicas, económicas, tecnológicas y sociales. Es cierto que el orden político y militar establecido en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial estaba fundado en el equilibrio nuclear entre las dos superpotencias, aunque la fortaleza económica de ambas difería enormemente, como se demostró en los años siguientes al colapso de la Unión Soviética y su zona de influencia en Europa oriental.

La Guerra Fría fragmentaba al mundo en dos zonas enfrentadas en términos ideológicos y militares, pero era sin duda un orden. Lo que se ha instalado en el mundo después de la Guerra Fría no se puede denominar como un orden propiamente dicho. Desde 1990 se ha intensificado ciertamente la interdependencia económica entre las diferentes zonas del mundo, y la globalización de la información ha adquirido dimensiones enormes, junto con la emergencia de países con un formidable potencial comercial y financiero, tales como China, Corea y en menor escala India. Todo esto se ha traducido en un debilitamiento hegemónico de EEUU, el comienzo del traslado de los ejes mundiales del comercio y el transporte del Atlántico al Pacífico, un reacomodo de los países latinoamericanos en el sistema internacional y un riesgo creciente de ingobernabilidad a nivel global.

A pesar de todos los anuncios oficiales en contrario, lo cierto es que América Latina está sometida a fuertes tensiones centrífugas, derivadas, entre otras cosas, de los tratados de libre comercio con EEUU y su correlato de acuerdos comerciales de la Alianza del Pacífico, así como de la estrategia de inserción global de Brasil mediante alianzas como la de los BRICS, todo lo cual en los hechos erosiona los mecanismos regionales como la Comunidad Andina y el Mercosur, al tiempo que debilita seriamente la capacidad negociadora de la región en los distintos foros internacionales.

El panorama podría adquirir, sin embargo, otro cariz si acaso los gobiernos latinoamericanos lograsen superar sus diferencias ideológicas para concertar sus posiciones en términos pragmáticos en defensa de sus intereses comunes.