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Topónimos de la memoria

Jorge Luis Borges dijo alguna vez: “no quiero convertirme en una esquina, en un andén, en una estación, en nada de eso”. Recomendó en cambio que las calles no llevaran nombre de personas y que primara la sabiduría colombiana y de otras latitudes, lamentablemente pocas, de usar números para sus arterias urbanas, las que, por su inmediata secuencia, permiten facilitar, ordenar y orientar nuestro andar o manejar.

No es la práctica a la que hemos acudido. Los españoles colonizadores designaban las calles por sus usos: del mercado, de la iglesia o de los ricos. En cambio la retórica emblemática republicana optó identificarlas y por darle nombre y apellido. Querían construir referentes narrativos a la manera del paradigma procedente de la tradición historicista europea. Una nación es, en una de sus posibilidades, un conjunto de símbolos, nombres y narrativas sobre el pasado, que se designan desde el poder para unificar la diversidad y construir una hegemonía identitaria de clase y raza. Nuestra primera Constitución, aprobada en 1826, dispuso que el ejercicio de la ciudadanía debiera restringirse a varones, letrados y de recursos económicos; es decir, a un pequeño puñado. Que no se incluyera a otros u otras en el pacto social que dio lugar a la República no fue sino el correlato de sostener que (presuntamente) su aporte en sangre y lucha fue nula en la expulsión de los españoles.

En Bolivia, bajo ese entendido, los criollos que diseñaron la República comenzaron desde mediados del siglo XIX a construir un relato que exaltara su participación en la llamada gesta de la Independencia, de un modo tal que ella apareciera como el resultado único de su esfuerzo. Olvidados, sino condenados y denigrados, quedaron los indígenas, los mestizos y las mujeres, que en el marco de la crisis de Estado colonial buscaron llenar el vacío de poder y redefinir el sentido de lo que debía entenderse por el pueblo y las matrices de su participación.

En verdad perdieron dos veces: en la batalla y en la memoria de esa batalla. No hubo Apaza, Ucho ni Cumbay para ninguna plaza o calle, ni tampoco mujeres, mestizos ni comunarios indígenas. Cuando se empezó a escribir la Historia Patria, sus nombres, sus hechos, sus propuestas, simplemente no aparecieron. El poder criollo y blanco designó solo a los suyos para entrar en las páginas de los libros, los monumentos y el panteón de los héroes.

Los nombres de las calles no sirven solamente para identificar, para orientar en la enrevesada geografía, sino para construir ideología mediante el uso de la memoria. No son, pues, componentes de un mapa físico sino, —y sobre todo— planimetrías de un pasado y una historia que se valida sobre otras. Esta operación no es neutra. Cuando designo por ejemplo Colón o Virrey Toledo ¿qué nombro?, ¿qué conciencia histórica quiero imprimir?, ¿qué experiencia del pasado quiero recuperar?, ¿a los promotores de una masacre indígena o los héroes del triunfo de la civilización blanca? Descolonizar la historia implica revisar el pasado, para descubrir los gestos y protagonistas olvidados y olvidadas, las huellas perdidas y,  por qué no, trastocar nombres de calles y plazas.

Una sociedad y una ciudad inclusiva y plural, como pretendemos ser, es aquella que vence su unilateralidad y proyecta su diversidad en sus mapas y sus topónimos de la memoria.