Culto y desculto
La profanación de tumbas es una forma de desculto, la más brutal que quepa imaginar
Los muertos gozan entre nosotros de mayor consideración que los vivos. Es una de las características de la cultura. Se acaba de morir, pongamos por caso, el tío Aniceto, que era una mala persona, pero la muerte le proporciona de súbito una dignidad que jamás tuvo en vida. Lo ves ahí, tan serio y tan bien afeitado en la caja de pino, y ni se te ocurre sacarle la lengua o darle un corte de mangas, como hacías en vida cuando te cruzabas con él. La capilla ardiente no es el sitio.
No tenemos registrado el primer enterramiento. No sabemos de qué cabeza salió la idea de inhumar al cadáver y colocar una piedra encima a modo de recordatorio. Pudo ocurrírsele al cojo de la tribu, o al tuerto, quizá a la madre de fallecido o a la hija… No tenemos ni idea, pero fue una conquista cultural de proporciones formidables. El culto a los muertos implica cierto grado de sofisticación intelectual.
Ahora bien, una vez que se inventa el culto, se inventa el desculto. La profanación de tumbas es una forma de desculto, la más brutal que quepa imaginar. Suele ser obra de personas individuales con escasa capacidad simbólica. Lo raro, y lo alarmante, es que haya instituciones implicadas en ello. Ha ocurrido en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, donde debido a la falta de medios, o de pensamiento simbólico, venían abandonando a su suerte a los cadáveres utilizados para la experimentación.
Ahí están, en las fotos, pudriéndose unos sobre otros, los troncos separados de las cabezas y las tibias de los peronés. Miren cómo tratan a las personas que donaron su cuerpo a la ciencia. Cómo tratan a sus semejantes fallecidos. Ahí se percibe una regresión a la opacidad que caracterizaba al ser humano antes de que se le encendiera la luz de la bóveda craneal. ¡Y todo esto ocurre en el ámbito universitario!