Muertos sin importancia
El valor de la vida tiene cotizaciones distintas que dependen del color de la piel, la religión o la geografía
Mientras en los países ricos y poderosos la vida se alarga cada vez más, hasta el extremo de legislar el suicidio asistido o la eutanasia acordada, en algunos rincones del planeta el ciclo vital de sus habitantes no solo se acorta debido a las enfermedades y a las catástrofes naturales, sino como resultado de acciones militares intempestivas, fruto de pasiones insensatas y comercios oscuros de armas, drogas y tráfico de personas.
Dos trágicos sucesos nos demuestran que el valor de la vida humana tiene cotizaciones distintas que dependen del color de la piel, la religión o la geografía. Primero, el abatimiento del vuelo MH17 en cielos ucranianos donde perecieron las 298 personas a bordo, un hecho condenable desde todo punto de vista, provocó ruidoso alboroto en la prensa y ágil ajetreo en las cancillerías occidentales, presurosas de penalizar con sanciones la arrogancia de Vladimir Putin, empeñado en restaurar para Rusia su legendario esplendor político y económico. Aquel hecho fortuito, provocado por el lanzamiento equivocado de un cohete despistado, está ofreciendo la dorada oportunidad de castigarlo, por insolente.
Segundo, en otra parte del mundo, durante tres semanas, el Gobierno militarista de Israel lanza diariamente no uno, sino miles de cohetes a la Franja de Gaza, que con precisión quirúrgica apuntan escuelas, hospitales, mezquitas e iglesias, donde se refugian mujeres, niños y ancianos que son abatidos inmisericordemente. Al momento de escribir estas líneas se suma allí más de 2.000 muertos y 5.000 heridos. Y la masacre continúa, ante la condena global de la opinión pública, pero amparada por la morosidad y la condescendencia de los organismos internacionales y de naciones opulentas.
En el caso de las víctimas del vuelo MH17, éstas tienen nombre, apellido y nacionalidad. Se exige la devolución de los cadáveres y se ejecutan las pruebas de ADN correspondientes. Los caídos en Gaza, en cambio, son solo datos estadísticos que al igual que en anteriores atrocidades son registrados como números, y sus cuerpos, echados a muladares donde se pudren bajo el sol canicular; mientras los criminales quedan impunes. Eso aconteció desde 1948, cuando en los albores de la instauración del Estado de Israel se ultimó a campesinos árabes que defendían sus terrenos. Ocurrió en los exterminios de Sabra y Chatila en 1982, en Qana en 1996 y diez años más tarde, otra vez. Gaza, contó en los atropellos de 2008 y 2009 17.000 muertos, y en el sud del Líbano en 1982 acontecieron asesinatos parecidos.
Analistas imparciales, judíos o gentiles, protestan contra Benjamin Natayahu y su argolla por matar en nombre de su noble pueblo. Incluso periódicos israelíes como Haaretz critican los incesantes bombardeos que, aparte de la destrucción y muerte que causan, vaticinan que no doblegarán el espíritu indomable del combatiente palestino y, al contrario, incubarán nuevos motivos de odio y rencor.
Por añadidura, las comunidades árabes que viven en Israel, particularmente en el este de Jerusalén, también están siendo hostigadas cuando se atreven a protestar contra la invasión a Gaza; y para reprimirlas, la Policía israelí emplea un compuesto químico llamado dirty water (agua sucia) que, expelido desde carros Neptuno, impregna la vestimenta y la piel de los manifestantes con un líquido maloliente que no desaparece antes de tres días. Ese mismo elemento nauseabundo es arrojado a las ventanas de las viviendas, a los comercios y a las calles, para evitar que la gente se rebele.
Mientras para unos las sanciones están siempre listas, para Israel la impunidad es manifiesta, porque, encima del bien y del mal, los dictámenes de la Corte Penal Internacional, si se dan, no le afectan, por ahora. Triste panorama que aleja cada vez más la aspiración de implantar en la región dos Estados: Israel, que ya existe, y Palestina, que debería formalizarse, para que, con base en un reconocimiento recíproco, tanto judíos como palestinos puedan aspirar a la paz y a la tranquilidad que merecen sus pueblos, tan agobiados por la violencia.