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Muchos regalos

Estar en el mundo no alcanza. Accionar, influir, jalar, provocar las cosas, los procesos, la gente, para que el mundo cambie según lo juzgamos como mejor tampoco sacia. Eso, el afuera, siempre va a estar afuera. Y por dentro, los ríos profundos. Dulces o tormentosos. Turbios o iluminados. ¿Quién se ocupa de los ríos profundos? ¿Quién siembra y cosecha?, ¿quién se ocupa de esas entrañables corrientes?

La última vez que vi al profesor José Castro fue sobre un escenario. Él, claro; yo desde afuera lo miraba. Su personaje era un mudo, tal vez el más elocuente de todos los tiempos. ¿Y qué nos decía ese mudo? No lo sé, pero era el corazón mismo el que junto a él y alrededor de él reía. No quiero olvidar nunca eso, ese algo que aquella noche el profesor me enseñó.

Tuve otros varios profesores, todo ellos de cosas chiquitas pero imprescindibles para después, en los días postreros, ir tejiendo la fuerza para permanecer. Uno de ellos hizo que nos costuráramos ropa específica para los ensayos. Llegábamos de la calle y del sol, y debíamos desvestirnos y ponernos esa ropa holgada y fresca. Entonces sucedía que al desvestirnos también nos despojábamos de la insuficiente lógica de la vida cotidiana. Él me enseñó que el escenario es un espacio sagrado, que debemos respetar.

Si en este momento miras por fuera de la ventana, seguramente aquí en La Paz vas a ver casas y cerros. Tal vez parezca todo estar detenido, o por el contrario, tal vez parezca todo estar en un movimiento constante, incluidos los cerros y las mismas casas. Si llegas en avión a una ciudad, siempre vas a asomar la cabeza por la ventana, y mirarás maravillada las luces que como tentáculos van tomando los valles, los cerros, la costa. ¿Dónde reside la fascinación?

“¿Qué late? / en la plaza vacía / ¿qué late?”, pregunta acurrucada Elvira Espejo. Qué late en la plaza, qué late en los libros que se te hacen necesarios para respirar, ¿qué late en las canciones que te desarman de excusas y silencios?, ¿qué late en el artista callejero ejecutando su trabajo ante tus ojos, en el tedio del mediodía?, ¿qué late en la abstraída entrega de un hombre sobre su instrumento?

¿Qué late en las luces que miras desde el avión, en los cerros que colman tu ventana? Es la vida misma. Los gestos pequeños que alguien amará, lo que pasa en la cabeza de un niño, la bicicleta que zumbando nos recuerda la libertad, los amantes que se toman de la mano, las palabras que destrenzas caminando la noche. Lo que sucede en la vida misma, tus miedos y el deseo.

No lo vas a encontrar en los periódicos, ni en las leyes, ni en las oficinas de la empresa. Solamente está en los artistas. Ellos atesoran los ríos profundos. Las mujeres artistas y los hombres artistas se ocupan de la realidad más importante, aquella que calienta “como resolana debajo la piel”. Nombrar la vida como quien trae del pozo una tacita de agua fresca, para nuestra boca sedienta.

En el velorio del profe José, su hermana le agradeció por los “muchos regalos” que a todos y todas su hermano nos había hecho. Y entonces me prometí escribir estito, para recordarnos que el arte es imprescindible, como la comida, que los y las artistas nos regalan su corazón, y que nosotros y nosotras no debiéramos olvidar eso.
Temblando, temblando, abriremos los muchos regalos, y seguiremos vivos, y daremos las gracias, las muchas gracias.