La definición del historiador Shlomo Sand, que considera a Israel como una “etnocracia liberal”, resulta muy productiva para evitar imágenes binarias contenidas en una lectura del conflicto palestino-israelí en clave de “civilización o barbarie”. Esta formulación del profesor de la Universidad de Tel Aviv (diario Público, 01/08/2014) permite explicar por qué a nivel interno Israel es, en muchos sentidos, un sistema democrático pluralista que posibilita que Sand sea profesor universitario pese a sus visiones polémicas, o que Tel Aviv sea mucho más progresista y tolerante que las capitales árabes (por ejemplo respecto de la homosexualidad o la apertura cultural); y por qué, finalmente, hay muchos intelectuales israelíes capaces de poner en cuestión al propio Estado, lo que es más difícil y riesgoso en Irán o en las monarquías del Golfo.

Sin embargo la dupla etnocracia+liberalismo también pone de relieve que Israel se ha conformado como un “Estado étnico” y no como una democracia de ciudadanos: “El Estado de Israel dice que es el Estado del pueblo judío y que es un Estado democrático y judío, y eso es un oxímoron, una contradicción. Un Estado democrático pertenece a todos sus ciudadanos.” Precisamente en Israel una cuarta parte de sus habitantes no son judíos y por lo tanto son ciudadanos de segunda. Sand explica que aunque “el sionismo no era religioso” (incluso un sector era socialista), terminó utilizando “la religión porque no disponía de otros instrumentos para delimitar el judaísmo”. Y concluye su argumento: “Mi tesis es que el sionismo asumió los componentes etnoreligiosos de los polacos y etnobiológicos de los alemanes y creó una especie de nacionalismo cerrado, que no es político ni civil como fueron los nacionalismos occidentales”. (Público, 2/6/2008).

La empatía en clave civilizatoria con Israel tiene el mismo problema que una empatía similar con Francia durante la guerra de Argelia o con la metrópoli  en cualquier conflicto colonial, en los que se oculta que la “civilización” contiene a la “barbarie”. Israel no escapa a este problema, porque su lógica de dominación ha perfeccionado, como señaló Darryl Li, un “management colonial sin precedentes” en los territorios palestinos.

Tampoco debe olvidarse que la Israel liberal/pluralista convive con otra parte ultrarreligiosa del país que no tiene nada que envidiar en integrismo al otro lado del muro. Peor aún, el término “liberal” de la ecuación se ve debilitado por un proceso de fascistización de parte de la sociedad israelí. El periodista Gideon Levy, del diario Haaretz, hoy no es el único en sufrir amenazas, en casos límites, con agresión física. “La gente de izquierda tiene miedo de ir a las manifestaciones, de ser golpeados. La palabra smolani (izquierdista) se transformó en el peor de los insultos. No se puede expresar ninguna simpatía por los palestinos sin ser amenazado. Los verdaderos racistas ya no se esconden”. Es el síntoma, según Levy, de años de expansión de la extrema derecha, del racismo y de la incitación al odio en Israel. “La sociedad israelí está enferma. Desde el sur hasta Tel-Aviv, las imágenes de Gaza son recibidas con indiferencia, e incluso con expresiones de júbilo. Basta ver las redes sociales y los llamados a “quemarlos a todos”. Jamás he visto algo semejante (…). Finalmente, la palabra fascismo, que yo trato de utilizar lo menos posible, se ha ganado su lugar en la sociedad israelí”, escribió el 19 de julio (Le Monde, 7/8/2014).

Ello no quita que la solidaridad con Palestina contrabandee a menudo bastante antisemitismo básico (es bastante habitual en América Latina y en Bolivia). También es obvio que muchos “nacional-populares” para revertir el clivaje civilización/barbarie se entusiasman demasiado con cualquier grupo de fundamentalistas manipuladores, a los que identifican de manera bastante ingenua como aliados en una batalla imaginaria contra Occidente. Pero todo eso puede ser rechazado perfectamente sin volvernos reproductores de los manuales de relaciones públicas del Gobierno israelí.