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Homofobia y elecciones

Cuando estábamos a punto de quejarnos de los previsibles resultados de las elecciones de octubre, en las que se perfila un claro ganador, lo que propicia una autocomplacencia narcisista en el partido oficialista y un irritable lamento en los partidos opositores; cuando ya estábamos aburriéndonos por la difusión de unas tendencias electorales tan disímiles entre ellas que solamente develan las inconsistencias metodológicas de las encuestadoras, y para colmo nos dicen hasta el fastidio (como si fueran oráculos griegos), quién será el ganador; surge una luz para romper con esta monotonía, con el anuncio de la incorporación de un representante del colectivo GLBT (Gay, Lésbico, Bisexual y Transformista) a las justas electorales.

De igual manera, cuando estábamos a punto de quejarnos de un conjunto de candidatos, tanto del partido oficialista como de los otros frentes, que nos genera la sensación amarga de que no nos representan y más bien sentimos vergüenza ajena por muchos de ellos; cuando asistimos a un cruce de dardos que anuncian, como si fueran heraldos apocalípticos, el inicio de la guerra sucia; cuando asistimos a una contienda signada por una ausencia de propuestas electorales seguramente porque el horizonte del Estado Plurinacional ya es irreversible; y cuando mi vecino de barrio y de estas páginas Fernando Mayorga resumía este ambiente como unas “elecciones sin emociones”; en suma, cuando estábamos oliendo un aroma de hartazgo electoral prematuro a sabiendas de paso que faltan dos meses interminables hasta el 12 de octubre, surge una segunda luz contra el tedio gracias a la confesión de un candidato a diputado por la ciudad de La Paz, propuesto por el partido oficialista, quien ha hurgado el avispero de una sociedad conservadora e hipócrita al confesar, sin ningún aspaviento, que es “homosexual”.

Esta confesión a quemarropa del analista político y hoy candidato del Movimiento Al Socialismo (MAS) Manuel Canelas fue una estocada para nuestra sociedad, marcada por un espíritu puritano y homofóbico. Esta confesión felizmente mella ese moralismo extraviado en las aguas de la intolerancia. Uno de los mayores síntomas de ese primitivismo recurrente y creciente se percibe en la elemental manera de entender el homosexualismo que manifiesta mucha gente. No debemos olvidar que hace poco, como si fuese la reencarnación de mentalidades medievales, el diputado Roberto Rojas (MAS) declaró que la homosexualidad “es una enfermedad”. A su vez, en las redes sociales aparecieron memes grotescos con tonos homofóbicos en contra de los candidatos que reconocieron su homosexualismo; lo que constituye una amenaza contra ese aprendizaje democrático respecto a la tolerancia sexual que la mayoría aspiramos.

Por eso, todos los que somos militantes de la tolerancia en cualquiera de sus rostros entrevemos vientos de esperanza por la posible presencia de diputados que asumen su opción sexual sin ningún complejo, pero al mismo tiempo demandamos que no se quede en un mero enunciado electoral de autoidentificación. Es decir, tal apertura se debería patentizar al interior del hemiciclo parlamentario con leyes que conduzcan a luchar contra la homofobia, por ejemplo con una norma que busque una figura jurídica para el reconocimiento del matrimonio entre parejas del mismo sexo.

Eso sería un gran progreso, ya que la presencia de candidatos evangelistas o ultracatólicos en la Asamblea fue perniciosa para el avance legislativo en temas relativos a la legislación del aborto y el matrimonio homosexual. Un Estado que se precie de ser progresista debe superar estos rasgos homofóbicos, aunque suene a utopía. O como dice Javier Marías: “La cosa no es nueva, está inventada con Sísifo desde los griegos, solo que ellos la concibieron como maldición y tormento”.