Color de Ferguson
Parecía que el paisaje de la unión americana cambiaba de veras con la elección de un presidente negro
Hubo un ayer, que parece lejano, en que era común ver bebederos para negros en edificios públicos, escuelas y estaciones de trenes de Estados Unidos al lado de las fuentes personalizadas para Whites only; mientras se reservaban los asientos en la parte trasera de los autobuses con una cadenita que rezaba Colored only, segregación que llegaba a afectar a los ciudadanos o visitantes hispanoamericanos, turistas de la India o cualesquiera personas que tuvieran la piel apiñonada, morenos de café con leche y no necesariamente el cabello rizado.
Hablo de mi propia biografía y quiero convencerme de que medio siglo en realidad no es nada y que, además, no es tan lejano el tiempo en que mi padre comulgaba con cada sermón perfecto del reverendo Martin Luther King, quien inundó el corazón mismo de Washington DC. Al margen de sus responsabilidades como diplomático en la Embajada de México, más allá de que era amigo de Bobby Kennedy, mi padre aplaudía en esas manifestaciones masivas no porque intuyera que vivía en persona una escena de Forrest Gump; y porque estar en el instante exacto en que la Historia (con mayúsculas) toca a todos por minúsculos que seamos, sino porque creía de veras en el urgente debate y resolución de uno de los más hondos fantasmas de la cultura norteamericana: el velo irracional de una inmensa nación esencialmente racista, que parecía no digerir el primer siglo posterior a la Guerra Civil con la que se mataron entre todos por obra y gracia de la esclavitud de miles de negros, generaciones enteras de esclavos africanos y el engranaje industrial de una economía dividida donde los privilegios y los oprobios, los constantes abusos y las ganancias desorbitantes trazaban un mapa particular por encima de la geografía de las enciclopedias.
El galimatías social llegaba a permear el paisaje de mi infancia, donde era común que los cómicos negros siguieran bailando tap en las películas. Eran negros los lustradores de calzados en los pasillos de los hoteles donde se acostumbraba dejar los zapatos a los pies de las puertas (que en nuestra cultura era como esperar la llegada del rey mago Baltazar), los conductores en los trenes y los pocos atletas que poco a poco se abrían camino de leyendas en las estampas coleccionables del béisbol o fútbol americano; e inevitablemente todo el mundo sonreía con la gracia que transpiraban los camareros de filipina inmaculadamente blanca, en todos los restaurantes de costumbre, sabiendo que en toda cocina había alguna Aunt Jamima, gorda y de pañoleta al cráneo como el personaje de Lo que el viento se llevó.
Con el paso de los lustros parece que por zonas se resolvió el mapa enrevesado de las diferencias raciales, pero sigue siendo un enredo de formas y de maneras de ser, de formas de estar y de estructuras de convivencia el mosaico universal de ese país tan potencia que, en realidad, lleva en el alma una constante esquizofrenia: parlamentos demócratas en debates interminables para definir una nueva política migratoria, siendo todos los interlocutores descendientes de migrantes; programas de estabilización de la economía en busca de una mejor distribución del ingreso, siendo las grandes fortunas monopolizadas ya no por apellidos célebres, sino por corporaciones enteras que no ceden un ápice en sus ganancias; proyectos plurales de educación masiva, siendo las mejores universidades consorcios excluyentes por el costo de sus servicios; o plantaciones enteras de cultivos óptimos de vegetales y frutas, siendo la dieta básica y generalizada el imperio de la comida chatarra.
Parecía que el paisaje enrevesado de la unión americana cambiaba de veras con la elección de un presidente hijo de una mujer blanca de Kansas y un negro de Kenia. Parecía cumplirse el sueño de Abraham Lincoln y los sermones de Martin Luther King. La culpa de generaciones enteras y la confusión en el trato ha llegado incluso a la increíble edición de las obras de Mark Twain, donde un sesudo corrector propuso eliminar las cientos de veces que aparece la palabra nigger en sus páginas por haber ya cambiado el código ético o la expresión común con la que se denigra o ensalza a los esclavos, liberados o no. Incluso decir ahora la palabra “negro” contrasta con el tácito acuerdo de que todo ser humano cuyo color de piel remita a la negritud en cualquier ánimo tenga que ser referido como afroamericano, aunque su biografía sea quizá veracruzana o antillana. Y sí, efectivamente vivimos ya el mundo de equipos de fútbol americano con mariscales de campo negros, la liga profesional de béisbol con mayoría de jugadores latinos y coloreados a contrapelo de las viejas fotografías en blanco y negro donde solo jugaban los blancos a la pelota caliente. También parecía que la música del ritmo que llevan en sus caderas las negras que cantan con tan solo hablar había logrado abatir la irracional segregación de la que fueron objeto por siglos y abrir así una ventana hacia una sociedad verdaderamente plural donde soñamos todos un futuro donde no sea exótico agregarle aguacate a los platillos y no sea peligroso caminar por una acera mal iluminada en compañía de una sombra que dejó de ser intimidante.
Sin embargo, hace unos días volvió a pasar el fantasma. Hace años el video de la brutal golpiza que propinara una banda de policías blancos a un hombre negro, cuya biografía parecía condenada al anonimato y que hoy todos sabemos que se llamó Rodney King, o hace unos días el hecho de que un policía blanco acribillara con seis balazos (dos directos al cráneo) a un adolescente llamado Brown, como el color de su piel, volvieron a recordarnos a todos la cuenta pendiente.
Como bien señaló Marc Bassets, el conflicto va más allá de lo local. Ferguson es una ciudad del condado de San Luis en el estado de Missouri, 16 kilómetros cuadrados, fundados en 1855 por un tal William B. Ferguson que vendió los diez acres para que sirvieran de estación de ferrocarril con la condición de que preservaran su apellido en esa ciudad donde más de la mitad de la población es negra, con 50 policías blancos y solo tres negros en uniforme, en el corazón del Middle West del inmenso país donde casi la mitad de la población en las cárceles es negra y en donde la capital, ciudad blanca llamada Washington en honor al primer presidente de la Unión, consta que tres de cada cuatro jóvenes de color negro han de pasar algún tiempo detenidos en cárceles a lo largo de sus inciertas biografías en este mosaico de castas y subcastas con todos los idiomas del mundo. Allí que es un aquí que nos inunda a todos con la cultura masiva, la tecnología instantánea, la literatura vibrante de sus anchos paisajes inabarcables; y donde sigue siendo una cuenta pendiente convivir con cualquier otro simplemente a partir de su apariencia.