CSI Bolivia y el crimen global
¿Desde cuándo en plena democracia hacen falta marchas para exigir justicia, solidaridad y paz?
Desde cuándo en plena democracia hacen falta marchas y manifestaciones para exigir justicia, solidaridad y paz? Cientos de mujeres, niños, niñas, familias y hombres también son víctimas de la violencia en nuestras ciudades, llámese de género, racismo o de discriminación.
Estamos inmersos en situaciones de violencia permanente: el que tiene el vehículo más grande arremete contra el menor, y ambos, contra el peatón, los tres contra las normas mínimas de tránsito. La industria del alcohol arremete contra la sociedad, con el expendio de bebidas espirituosas en todo lugar y la masificación de su consumo promovido en todos los medios masivos, que lo vinculan con el éxito. En la mayor parte de los eventos sociales los bebedores ejercen violencia contra quienes no consumen, así como también contra la vida, conduciendo a gran velocidad, portando y utilizando armas de fuego. Los jefes ejercen violencia contra sus subalternos; los políticos contra sus adversarios; los escolares contra los maestros (que si me pones mala nota o me reprendes te las vas a ver con mi papá); los maestros contra los estudiantes; los funcionarios públicos contra los usuarios (vuelva mañana y luego el lunes y después la semana que viene) y contra toda la sociedad, cuando autorizan lo que está mal; el vecino que construye dos o más pisos sin considerar el derecho a la privacidad del resto; el inversionista que devasta arboledas y riachuelos, o antiguos barrios abiertos para erigir monumentos al gueto…
“No puedes remar contra la corriente”, escuché hace poco en una conversación acerca de si debía seguir o no la fiesta de la comunidad como si nada hubiese pasado, ante la conmoción de la crueldad y muerte recientes, en un pueblo donde hasta hace poco parecía no pasar nada, y que hoy vive cotidianamente la violencia de los efectos del consumo masivo de alcohol, así como los ajustes de cuentas y el tráfico de drogas, protagonizados por organizaciones criminales nacionales y extranjeras.
¿Así nos vamos a quedar, sin respuestas ni preguntas sobre la violencia y el crimen? Ni siquiera un atisbo de duda o de reflexión sobre por qué adolecemos de una policía científica (hace cuatro semanas que observo las ventanas de mi casa, a la espera de que investigadores policiales registren las huellas digitales de los ladrones que ingresaron a mi hogar y se llevaron mis herramientas de trabajo).
¿Un policía científica (CSI) en Bolivia sería de película, verdad?, capaz de responder por qué no aparece el dueño del estacionamiento donde murió hace poco una joven doctora; o de esclarecer las dudas respecto al cadáver encontrado en los Yungas que supuestamente corresponde al policía Jorge Clavijo, asesino de su esposa y madre de su hijo.
El silencio y el actuar como si no hubiese pasado nada son parte de la violencia que se ha incrustado en la vida diaria de la sociedad, en todos sus estratos. La misma violencia de niños, niñas, mujeres y hombres que desaparecen a diario, en todo el país; diferentes actores, con distintos móviles y lejanas circunstancias. La violencia, si logra el silencio cómplice, el silencio encubridor, vence, nos vence. ¿Tenemos que prepararnos para salir, como las Abuelas de Mayo, los jueves y de pañuelo blanco, a dar vueltas a las plazas de nuestros lugares, para exigir que aparezcan los desaparecidos? ¿O tendremos que elegir pañuelos violetas para salir de casa, del colegio, del trabajo, de la universidad, de nuestras fiestas y nuestros quehaceres, y así recordar a la otra mitad del mundo que somos mujeres, ciudadanas con el derecho a la vida, al respeto, a la educación, a querer y a no querer, a todo y a nada, si nos da la gana, y que nadie, pero nadie, tiene el menor derecho en el metro cuadrado que a cada una nos rodea?