Es difícil entender serenamente la actual coyuntura en medio de tanto ruido, histeria real e impostada, y oportunismos que usan discursos hiperbólicos para ajustar cuentas o pescar en río revuelto. Oficialistas y opositores están sobreestimando la capacidad performativa de sus palabras, de ahí la montaña de expresiones estridentes que nos acosan pero que se estrellan con problemas reales que no se resuelven con palabras y una opinión hastiada y descreída.
Las estrategias políticas de los actores políticos, basadas en discursos apocalípticos y agresivos, son obvias. Las oposiciones, en todas sus versiones, buscan instalar la idea de derrumbe de la economía, mientras que el oficialismo retruca victimizándose, denunciando la impostura de esas aseveraciones y sus trasfondos complotistas.
Ese ejercicio tiene límites, son capaces de estresarnos, pero, al final, están implosionando la credibilidad no solo del adversario sino del conjunto de la dirigencia. Es decir, cumplen su propósito de desprestigiar al oponente, pero se destruyen también a sí mismas. Nadie está ganando, el vacío se instala. Mientras, las mayorías sobreviven, apagan la tele, relativizan el TikTok, su venganza será en las urnas.
El Gobierno es el que debería preocuparse más porque su futuro depende de los resultados de su gestión, ahora y no mañana. El resto de actores puede seguir jugando con el malestar. Lamentablemente, las autoridades insisten en una lectura equivocada de la coyuntura y en una estrategia que no tiene posibilidades de funcionar, digan lo que digan.
Desde hace un año y medio se entramparon en un callejón sin salida subestimando los problemas económicos y persisten en el equívoco. Lo peor es que una vez que has negado algo, cada día es más difícil volver a una lectura realista de la cuestión. Cuando la confianza y la credibilidad se dañan, es muy difícil recuperarlas. La gente no es burra, ve las filas, escucha que el dólar se consigue a Bs 9 o ve los afanes de su compadre para comprar para su tienda o mandar plata a su hijo en el extranjero.
El punto de partida era reconocer que la economía tiene problemas y que hay desajustes que deben manejarse, ofrecer salidas y pedir sacrificios, pero protegiendo. Aún más, porque las soluciones son de mediano plazo y precisan una articulación compleja de políticas y una gobernabilidad que no son fáciles. Ergo, desde inicios de este año, la misa casi ya está cantada, parecería que el mejor destino del Gobierno es llegar en las condiciones menos traumáticas posibles a la elección y ver qué pasa después.
Eso no quiere decir necesariamente que estemos al borde de un colapso, como los opositores se relamen con éxtasis perverso. Los desequilibrios se están volviendo crónicos, sus efectos avanzan a ritmo lento, descomponiendo la estabilidad, pero muy matizados por una sociedad que se está adaptando con sus propios medios y una estructura económica bastante resiliente pero que está mutando a su versión más informalizada y desordenada.
Por eso, las encuestas muestran un panorama extraño: un tercio de bolivianos sufre con intensidad los problemas y está muy molesta, una pequeña fracción los ve lejanos gracias a la relativa estabilidad de precios internos, y una gran mitad los siente, pero sin dramatismo. Eso sí, la gran mayoría ha perdido la esperanza y descree del Gobierno y de la mayoría de la dirigencia.
En semejante escenario, evitar el contagio en la última trinchera que son los precios es vital. Pero, de igual modo, controlar las expectativas sigue siendo críticas porque sin un mínimo de tranquilidad en la política ninguna salida estructural, poco probable, o incluso paliativa tiene posibilidades de éxito.
Polarizar, mostrar hasta la saciedad que todo es incordio, azuza el temor, alienta las expectativas devaluatorias, mantiene la presión sobre los bancos, detiene las inversiones. En suma, nos sugiere más inflación y desaceleración en el horizonte, aunque haya factores reales que pueden impedir ese escenario. La especulación es, al final, el producto natural de una política descontrolada y un discurso que al dramatizar y confrontar solo se autosabotea.
En resumen, si no hay receta milagrosa de corto plazo, hay que ganar tiempo y la única manera para lograrlo pasa por algún tipo de arreglo político, al interior del oficialismo, que contribuya a serenar el clima social. Si no se hace eso, me temo que el camino a 2025 será aún más tortuoso, una suerte de larga agonía. En el año electoral, quizás la demanda no sea tanto por nuevas políticas económicas, sino por autoridad estatal.
Armando Ortuño es investigador social.