A dos semanas de las elecciones generales, parece conveniente establecer algunas reflexiones sobre los alcances institucionales del evento. Aunque muchos consideran que el atributo primordial de la democracia radica en la elección libre y transparente de los representantes en el Órgano Legislativo y los gobernantes en el Ejecutivo, un atributo quizás más relevante todavía de la democracia constituye la existencia de condiciones materiales y garantías constitucionales para el despliegue de una ciudadanía efectiva, fundada en la vigencia plena de los derechos individuales y colectivos, por una parte, y en la autonomía cultural y política de las personas, por otra.

A partir de dichos fundamentos, la democracia se caracteriza por el funcionamiento —voto ciudadano mediante— de instituciones que aseguran la legitimidad del ejercicio del poder político, la eficacia de las políticas públicas, la independencia recíproca de los órganos del Estado, así como la fiscalización real del uso de los recursos públicos y la correspondiente rendición de cuentas por parte de los funcionarios.

Las campañas proselitistas de los cinco partidos no han mostrado mayormente iniciativas o propuestas orientadas a perfeccionar el ejercicio de la ciudadanía y todos sus derechos concomitantes, pero tampoco a mejorar cualitativamente el funcionamiento de los órganos del Estado. La descalificación de los adversarios y la oferta de distribuir mayores recursos fiscales entre la población ha constituido la tónica principal de las diferentes campañas. Y en ese contexto no se puede pasar por alto el abuso perpetrado por el oficialismo en el uso de los recursos públicos al servicio de su campaña, dejando con ello muy mal parado al Tribunal Electoral.

Ha resultado evidente que el objetivo supremo del partido oficial consiste en la reproducción del poder ilimitado de Evo Morales. Y casi como una reacción refleja, la oposición se ha dedicado (con poco éxito, hay que reconocer) a construir una única candidatura que solo persiga poner freno a las aspiraciones masistas. Lo que no han considerado oficialistas ni opositores es la mejora cualitativa de la capacidad legislativa y fiscalizadora resultante. Debe recordarse, en efecto, que en las democracias el Parlamento funciona efectivamente como el primer foro político nacional, y eso demanda por supuesto un mínimo de calificaciones personales de los parlamentarios, sometidas de manera adecuada al escrutinio ciudadano.

Ante tales circunstancias, los electores podrían influir en la composición personal de la Asamblea Legislativa a partir de un cotejo autónomo de los candidatos a las diferentes circunscripciones uninominales. El voto cruzado consciente podría remediar la omisión de las maquinarias políticas, dando lugar además a una mayor proximidad de los parlamentarios con sus electores.

La insistencia en la importancia de la composición de la futura Asamblea Legislativa no proviene solo de consideraciones generales, sino de la imperiosa necesidad de contar por fin con las leyes imprescindibles de desarrollo constitucional, pero más que nada, de que se encare la reforma de preceptos y disposiciones claramente inconvenientes de la propia Constitución Política del Estado. Destaca en este orden de cosas la reforma integral del sistema judicial en todas sus dimensiones, habida cuenta de los resultados calamitosos del experimento anterior.

La inseguridad ciudadana, la desconfianza en la Justicia, la arbitrariedad del poder y la impunidad de las transgresiones a la ley están instaladas de tal manera en la sociedad boliviana que los daños podrían alcanzar a las generaciones futuras, a menos que se adopten cambios pertinentes a partir de un gran consenso nacional. Para eso se necesita, entre otras cosas, un cuerpo legislativo de calidad.