Las ejecuciones de ciudadanos occidentales perpetradas por miembros del Estado Islámico me generaron algunas de las mismas emociones que sentí luego del 11 de septiembre de 2001. La barbarie está diseñada para provocar enojo y logró su propósito. Pero en septiembre de 2001 también me llevó a preguntarme “¿Por qué nos odian?”. Intenté responderlo en un ensayo para Newsweek que conmovió a algunos lectores.

Releí el ensayo para encontrar los puntos en los que acerté y me equivoqué y verificar qué aprendí en los últimos 13 años.

No es solamente Al Qaeda. Comencé destacando que el terror islámico no es el comportamiento aislado de un puñado de nihilistas. Hay una cultura más amplia que ha sido cómplice o al menos poco dispuesta a enfrentarlo. Las cosas han cambiado en este frente, pero no lo suficiente.

No es un problema islámico, sino árabe. A principios de 2000, Indonesia era nuestra mayor preocupación debido a la serie de ataques terroristas acontecidos allí luego del 11/9. Sin embargo, en la última década, la yihad y el fundamentalismo islámico no han obtenido buenos resultados en Indonesia, el mayor país musulmán del mundo, más grande que Irak, Siria, Egipto, Libia y los Estados del Golfo unidos. O echemos un vistazo a la India, que está justo al lado de la sede de Ayman al-Zawahiri, pero solamente unos pocos de los 165 millones de sus miembros musulmanes son miembros de Al Qaeda. Zawahiri ha anunciado un esfuerzo audaz para reclutar a los musulmanes indios; sospecho que fallará.

El punto esencial del ensayo era que la decadencia política es la causa por la cual el mundo árabe produce fanatismo y la yihad. En 2001 se observó un progreso político significativo en casi todas las partes del mundo: en Europa del Este, Asia, América Latina e incluso África se llevaron a cabo elecciones justas y libres. Pero el mundo árabe continuó como un desierto. En 2001 la mayoría de los árabes tenían muchas menos libertades que las que poseían en 1951. Un aspecto de la vida que los dictadores árabes no pudieron abolir fue la religión. Por ende, el Islam se convirtió en el lenguaje de la oposición política. Debido al fracaso político, económico y social de las dictaduras occidentales y laicas del mundo, los fundamentalistas dijeron a los ciudadanos: “el Islam es la solución”.

Así, el mundo árabe quedó por un lado con dictaduras y por otro, con grupos de la oposición, profundamente intolerantes: Hosni Mubarak o Al Qaeda. Cuanto más extremo era el régimen, más violenta resultaba la oposición. Este cáncer fue más profundo y destructivo de que lo que pensaba. A pesar de la eliminación de Saddam Hussein en Irak y de la Primavera Árabe, esta dinámica entre los dictadores e yihadistas no ha sido desbaratada.

Detengámonos en Siria, en donde hasta hace poco Bashar al Assad efectivamente ayudaba a los estados islámicos, también conocidos como ISIS, al comprarles petróleo y gas y bombardear a sus oponentes, al Ejército Libre Sirio, cuando ambos luchaban entre ellos. Assad utilizaba la vieja estrategia del dictador, obligando a su gente a tomar una dura decisión: “es ISIS o yo”. Y varios sirios (la minoría cristiana, por ejemplo) lo eligieron.

El mayor revés aconteció en Egipto, donde un movimiento islámico no violento tomó el poder y desperdició su oportunidad al haber ido más allá de sus propias posibilidades. Sin embargo, al no estar satisfecho con permitir que los hermanos musulmanes fallasen en las elecciones, el Ejército lo desarmó a la fuerza y volvió al poder. Hoy en día Egipto es un Estado político mucho más cruel que cuando estaba bajo Mubarak. Los hermanos musulmanes fueron excluidos, sus miembros asesinados o puestos en prisión y el resto conducido a la clandestinidad. Esperemos dentro de diez años no encontrarnos discutiendo las causas del levantamiento de ISIS en Egipto.

¿Qué me perdí en ese ensayo hace 13 años? La fragilidad de estos países. No me di cuenta de que si estas dictaduras fallaban, el Estado podría colapsar, que por debajo del Estado no había una sociedad civil y, de hecho, ninguna nación real. Una vez que reinó el caos en Oriente Medio las personas no tomaron sus identidades nacionales (iraquí, siria), sino que las más antiguas: la chiita, sunita, kurda y árabe. Debería haber prestado más atención a mi mentor de la universidad  Samuel Huntington, quien una vez hizo la famosa observación de que los estadounidenses nunca reconocieron que en el mundo desarrollado la llave no es el tipo de gobierno (comunista, capitalista, democrático, dictatorial), sino el grado de gobierno. Esta ausencia de gobierno es la que presenciamos estos días, desde Libia a Irak y Siria.