Una italiana de hierro
El rostro de la política externa de la UE ha cambiado drásticamente con la entronización de Mogherini
Apartir del 1 de noviembre, el rostro de la política externa de la Unión Europea (UE) ha cambiado drásticamente con la entronización de su flamante alta Representante para las Relaciones Exteriores y la Seguridad. Se trata de Federica Mogherini, quien con 41 años lleva ya una hoja de vida impresionante, desde los albores de su militancia en las juventudes del Partido Demócrata de Izquierda, su elección como diputada, hasta su nombramiento como ministra de Exteriores de Italia en el gobierno de Matteo Renzi (febrero de 2014). Fue precisamente el carismático premier italiano quien insistió frenéticamente para que la Comisión Europea eleve a Federica a su presente delicada responsabilidad. Y sus firmes declaraciones en la primera conferencia de prensa revelan una clara inteligencia y el dominio de los temas pendientes en la carpeta que le han encargado.
Cuando en el ilustre continente soplan vientos de fronda en favor de las corrientes de extrema derecha en Francia y en otros países, y mientras la decepción en las argollas de políticos ineptos promueve a jóvenes caudillos como Pablo Iglesias en España (quien en diez meses a la cabeza de su agrupación Podemos se coloca en la cúspide de las preferencias electorales), surge Federica que se empeña en lavar la cara de la vieja Europa, con el propósito de que la UE cobre en el resto del mundo mayor credibilidad y marque un nítido impacto político, sin ser únicamente, como hasta ahora, el cajero generoso de emprendimientos que no son de su propia inspiración.
Unos pocos puntos señalan el temperamento de la notable dirigente. Por ejemplo, en el espinoso desencuentro entre Rusia y Ucrania se muestra flexible con la posición de Putin, por cuanto las sanciones aplicadas a Moscú se han visto ineficaces, y el retruque del Kremlin afecta a ciertos sectores económicos europeos más que a otros. Por ello, se comprende que el portaviones francés Mistral sea finalmente entregado a Moscú, nutriendo las arcas galas con millones de euros.
Igualmente, en lo que se refiere al imparable flujo migratorio procedente de África y de Medio Oriente, Federica Mogherini juzga que ese problema debe encararse globalmente, sin dejar la pesada carga solamente a Italia, Francia y España, que ribereños del Mediterráneo soportan la arremetida diaria de miserables seres humanos que en el intento de acceder a una vida mejor dejan sus cadáveres flotando en aguas extrañas.
Sin embargo donde Federica denota su indomable temple es cuando opina sobre el delicado expediente de la confrontación palestina con Israel, recogiendo un sentimiento casi universal imperante en círculos europeos que, fatigados por ese sempiterno conflicto, creen que la Unión debe ejercitar todo el peso de su influencia política y financiera para presionar a Tel Aviv a aceptar la convivencia pacífica de dos países en ese espacio geográfico. Y declara enfáticamente: “Yo seré feliz si al término de mi mandato existiese un Estado palestino”. Su aserción viene solo días después de que Suecia reconociera a Palestina, sin ser el único de una serie de pronunciamientos que se aguardan en el futuro inmediato. Curiosamente también en Estados Unidos las comunidades judías, hastiadas con los excesos del régimen fascista de Benjamín Netanyahu, pregonan parecida posición. En tanto que la administración Obama al igual que la Unión Europea percibe que el principal enemigo del momento es el Daesh (acronímico árabe del Estado Islámico). Es esa razón y no otra la que aproxima hoy a Washington con Teherán y la que suaviza la animadversión americana hacia el sirio Bashar al Assad, debido a que el efecto de propagación de los islamistas en la región sería más que desestabilizador, francamente devastador.