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La calabaza y la t’antawawa

Se podría decir que en esta última celebración la calabaza de Halloween y la t’antawawa andina sellaron un pacto, o se unieron en matrimonio, o configuraron un evento cultural sincrético, para usar palabras domingueras. Esto, independientemente de que usted o yo hayamos querido darnos cuenta de que Halloween, al igual que la Navidad, la Eucaristía de la misa y el Día de los Enamorados, puede no tener una profunda raíz autóctona, pero puede, de todos modos, ser adoptado como una más de nuestras tradiciones.

Y a pesar —o con la ayuda— de nuestras voluntades, el matrimonio (o el sincretismo) se manifestó en uno de los espacios culturales por excelencia: el espacio del consumo. Ya el año pasado nuestros artesanos del pan nos habían sorprendido con t’antawawas de novedosos diseños, como máscaras de los protagonistas de la popular serie de Los Simpson. Este año, las vendedoras de t’antawawas adoptaron varios símbolos de Halloween y los ofrecieron juntos y revueltos con los íconos del día de difuntos.

La estandarización del consumo clasemediero es un símbolo de los tiempos que corren: no solo se manifiesta en el Halloween, sino también en los enormes supermercados de El Alto, en la espectacular caída de los precios de los smartphones (hace un par de años, prácticamente inalcanzables para la mayoría), en el furor del K-pop entre nuestros jóvenes y en la proliferación de boliches de comida rápida, solo por poner algunos ejemplos.

La clase media, esa diva inasible para los estrategas políticos, hace rato que no es lo que creíamos que era. Señoras de pollera yendo al Aqualand de Santa Cruz, o a su vecino menos afamado, el Play land; o esas mismas señoras entrando a la hamburguesería de moda, o a los hoteles más modernos de Coroico, o a los supermercados; hijos de migrantes andinos estudiando inglés y mandarín. Todos ellos nos muestran que, afortunadamente, el rótulo de clase media ya no es privativo de las pieles “claritas”.

El ensanchamiento de la clase media viene aparejado con una masificación de los patrones de consumo que le corresponden a este sector y, paralelamente, con un cambio en sus patrones culturales de relacionamiento social; las clases medias emergentes mirarán, por ejemplo, más series y más cine gringo y (probablemente) adoptarán patrones de comportamiento propios de los personajes de las series escolares, de acción o series cómicas que la televisión y los multicines les ofrecen también masivamente.

Estos cambios de comportamiento en el consumo y en las relaciones interpersonales se trasladarán también al campo político, pues los estándares de ingresos laborales, junto a los estándares de consumo y de servicios públicos, son, hoy por hoy, eso: estándares. Las nuevas generaciones clasemedieras —numerosas, más urbanas, más interconectadas y con mayor escolaridad que las anteriores— ya no los consideran como conquistas sociales. Los chicos que están recibiendo sus computadoras escolares ahora no tenían ni diez años cuando Evo Morales entró al Palacio de Gobierno. Evo es todo lo que conocen en gestión pública y política.

Lo que no sabemos con precisión es hacia dónde se dirigirá este cambio en la cultura política de los bolivianos y bolivianas del futuro: ¿cómo se reconfigurarán las tradiciones corporativas? ¿Qué demandas de calidad y cantidad de servicios públicos serán priorizadas? ¿Cómo se expresarán las nuevas demandas en los ámbitos laborales y educativos? En suma, ¿cuáles serán las demandas de ciudadanía de las clases medias emergentes?