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Un ojo por cada sonrisa

El pasaje Jáuregui es una pequeña calle de Sopocachi. En 1997 funcionaba allí un diario deportivo llamado Viva, de corta historia. Lo cerraron en septiembre injustamente (había nacido en abril al calor de la Copa América) y nos relocalizaron a todos. Acababa de llegar y ya había perdido mi primer trabajo. He vivido en 11 lugares diferentes de la ciudad de La Paz: cinco veces en Miraflores, una en San Pedro, una en la zona Norte (Agua de la Vida, final Yanacocha) y cuatro en Sopocachi.

El pasado me persigue. La vendedora de rellenos de papa de la calle J.J. Pérez sigue ahí luchando todas las noches con la ayuda de su marido hasta que se termina la última papa, ésa que me saciaba tras largas noches de periódico. Bajando la avenida 6 de Agosto, un loquito camina mientras los autos esquivan sus harapos. Parece que me sonríe y juega a asustarme, pero finalmente se aleja farfullando insultos.

La plaza Abaroa huele a Casino, ese pucho negro sinónimo de mineros, coca, yungas y ñatitas. Pegado a su ferviente humo, el cuidador de autos está siempre con harta ropa de más; pasa horas de horas hasta que el último carro se va en la madrugada. Un rato antes la pandilla de  “skaters” que practica incansable sus últimas habilidades deja al héroe tan solo como en el Topáter. A falta de mar, los changos surfean con sus tablas las olas que vendrán.

Dos cuadras más abajo, los hermanos Manchego han cedido su nombre a la noble y efímera causa de la felicidad. Un paceño gran Buda custodia eternamente la puerta de Mongos, ese boliche hacia donde gringos y parroquianos arrastran sus voluptuosidades en busca del amor estéril y repudiado. Letras gordas moldeadas en hierba de plástico dan la bienvenida a la calle de la felicidad, la noche da volteretas de alegría. Un letrero prohíbe el estacionamiento bajo amenaza de grúa; tres autos y cuatro motos no saben leer. Unos potentes focos iluminan los colores chillones de la pared mientras el bando allí escrito anuncia que “se cortará una mano por cada suspiro / se sacará un ojo por cada sonrisa / con el aire de la noche cantando una canción”.

Retorno sobre mis pasos. El Metrópolis ha muerto hace años. En la calle Batallón Colorados queda el bullicio de los amigos, ciertas noches de luna con Atajo tocando versiones de Mano Negra. En Sopocachi, los domingos al mediodía un rico olor a churrasco invade el barrio, es el restaurante Arriero y su música de chacareras argentinas.

La  vieja oficina del periódico estaba en la parte trasera del cine 6 de Agosto (dueño común de cuyo nombre no quiero acordarme). La vieja sala, ahora lánguido cine municipal, se fue poco a poco, como agua chorreando por el agujero del alma, vaciándose de cinéfilos y dejando en solitario a mi amigo Arturito, el administrador que vio cómo se llevaron hasta los aristocráticos espejos que engalanaban la imponente escalera caracol.

¿Alguna vez te has preguntado qué se llama la gata blanca que posa como diosa sabia en la vidriera del final del pasaje Jáuregui? Su nombre es Bianca. Hace más de 20 años que don Joaquín custodia la calle mientras arma cuadros y engalana obras de arte plagiadas. También vende refrescos, chocolates y té con canela.

Es el centro del mundo cada pasaje. Y Sopocachi tiene cientos, tantos como personajes que dan vida al barrio. Mi pa(i)saje se llama Jáuregui, allí donde me botaron por primera vez, allí donde supe que aquella tierra que alguna vez pensé ajena siempre me ha pertenecido.