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Populismo

/ 16 de noviembre de 2014 / 05:25

El vocablo en cuestión quiere decir mucho, tanto que con frecuencia no dice nada. A menudo se reduce a un simple epíteto político. Por eso también se abusa, y con el abuso pierde significado. Ocurre con la propia definición, las características que componen el concepto, es decir, los atributos que deben estar presentes para que algo sea populismo. Cuando no hay consenso sobre esas características, a su vez se complica la empírea, la tarea de clasificar, de determinar quién es populista. Esto, a su vez, en dos sentidos: por un lado en el espacio —dónde— y por el otro en el tiempo —cuándo— este último necesario para captar la singularidad histórica de un fenómeno.

Es como el elefante, cuyo ADN es en un 95% idéntico al del mamut, pero que no obstante constituye otra especie. Ni mamut tardío, ni mamut del siglo XXI, a pesar de ese 95%. Clasificar entonces es esencial para entender, distinguir algo que es de aquello que no es. Si la historia le importa a la biología a efectos clasificatorios, más debería importarle a la política, pero a veces no es así. En esos casos reina la ambigüedad, como cuando hablamos de populismo.

Por ejemplo, en Estados Unidos el movimiento populista surgió a fines del siglo XIX, representando los intereses y aspiraciones de las clases populares agrarias —asalariados y pequeños propietarios— en oposición a los grandes propietarios y a los grupos financieros concentrados. Esos legados populistas se ven todavía hoy en las posiciones progresistas de algunos sectores del Partido Demócrata. En Europa, en contraste, la idea de populismo pertenece a la entre guerra, y está asociada a un pensamiento nacionalista y xenófobo, discriminatorio de grupos inmigrantes y de minorías étnicas y religiosas. De ahí que ser populista en Europa hoy exprese una cierta nostalgia fascista.

Es en América Latina, sin embargo, donde el concepto se hace particularmente resbaladizo. Allí la noción de populismo se aplica a casi todo. El término ha cubierto un amplísimo menú de opciones ideológicas, normativas y de política económica, siempre bajo realidades políticas cambiantes en el tiempo. Surgido después de la Gran Depresión, y en algunos casos alrededor de la Segunda Guerra Mundial, el populismo fue el instrumento de incorporación política y económica de las clases populares. Su amplia coalición vehiculizó la irrupción rápida, explosiva —a veces violenta— de grupos subalternos en la escena política. El populismo fue una respuesta a la crisis del Estado oligárquico, el modelo exportador con democracia restringida.

La gran alianza social del populismo fue un intento por reconstruir la hegemonía perdida en la crisis del Estado oligárquico, entendiéndose por hegemonía un orden político basado en el consenso más que en la fuerza. Fue un periodo de una vertiginosa construcción de ciudadanía. La incorporación se hizo por medio de la ampliación de derechos sociales (redistribución) y políticos (voto irrestricto), aunque sin una similar preocupación por los derechos civiles y garantías constitucionales, que bajo el régimen oligárquico anterior no eran precisamente robustos de todas formas. El populismo fue por ello democratizador, a pesar de no ser necesariamente democrático.

Su estrategia de desarrollo, sin embargo, la industrialización sustitutiva, era propensa a reproducir desequilibrios macroeconómicos (inflación) y de balanza de pagos (endeudamiento) de manera recurrente. Cuando ambos desequilibrios coincidían en un punto crítico, ello inevitablemente derivaba en inestabilidad y violencia política. La precariedad del arreglo populista se hacía evidente en esos ciclos de expansión y contracción económica, que además generaban ciclos de expansión y contracción de derechos, de ciudadanía.

Las dictaduras, que siempre se justificaban por la inestabilidad precedente, ensayaron una “solución final” del problema, reduciendo esos mismos derechos a su mínimo histórico. Al llegar a los setenta, buena parte de América Latina vivía bajo el terrorismo de Estado. Las transiciones posteriores ocurrieron en respuesta a esas violaciones. Estuvieron marcadas por la agenda de derechos humanos, es decir, por la revalorización y fortalecimiento del componente civil de la ciudadanía, las garantías constitucionales.

El problema adicional de entonces fue cómo recuperar el crecimiento económico luego de la crisis de la deuda. En los noventa, el ajuste, la privatización y la liberalización comercial —inevitables para regresar a los mercados de crédito internacionales— reestructuraron la economía, afectando a la industria protegida tanto como a la clase obrera subsidiada. ¿Quién, en aquellas frágiles democracias, podría hacerlo manteniendo un mínimo de estabilidad política? ¿Quién, que no fueran los militares, podría ejercer control sobre los grupos afectados? Solo el populismo, que se hizo así de derecha, un populismo neoliberal.

Al llegar a este siglo, la historia es más conocida. El boom de los commodities y términos de intercambio sin precedentes generaron superávits históricos para las arcas fiscales. Un nuevo populismo —ahora presumiblemente de izquierda, bolivariano—se hizo del Estado y de esos recursos. Apeló a los pobres, hizo redistribución de ingreso y amplió derechos sociales. Asimismo expandió derechos políticos, otorgando el voto a nuevos contingentes sociales e incrementando la participación, aunque ejerciendo un férreo control de la administración electoral. Echó mano de todo el arsenal de los rituales de dominación “populista”, rituales de dominación usados para perpetuarse en el poder. Es allí donde ese progresismo que se abroga pierde significado, lo cual hace indispensable entender al populismo en sus fases históricas, el populismo en ambos siglos.

El populismo continúa siendo un término en busca de su significado. El problema es que esa búsqueda intelectual bien puede convertirse en un velo para dejar de conversar de lo esencial. Porque detrás de este relato del populismo se discute sobre supuestas formas democráticas alternativas —“no liberales”, dicen algunos—. En ese proceso, las comillas también se aplican sobre “democracia”, que sin liberalismo se devalúa como tal, pierde sentido.

Como si la fusión de los tres poderes del Estado en un partido —o peor aún, en una persona— pudiera tener algún viso de democracia. Como si la construcción de una mayoría electoral —siempre circunstancial— habilitara al que se hace del poder político a pasarles por encima a los demás, las minorías que no están de acuerdo, y a perpetuarse allí. Como si los individuos estuvieran dispuestos a renunciar a sus derechos y libertades constitucionales (a hablar, a disentir, a criticar) por un coeficiente de Gini más bajo, o como si esa renuncia fuera además condición necesaria para bajar el Gini. Y como si esas mismas minorías estuvieran dispuestas a disolver sus otras identidades —las que no se definen por el ingreso, identidades religiosas, étnicas, de género, de orientación sexual— en la fugaz identidad de una mayoría electoral.

En definitiva el populismo original fue progresista, una excusa para conversar sobre derechos, cómo ampliarlos, cómo hacerlos vigentes y sostenerlos en el tiempo. El populismo de este siglo, en cambio, es reaccionario. Reduce, limita, quita y manipula derechos, más allá de su retórica acerca del pueblo. Tal vez haya que dejar de hablar de populismo, entonces, y hablar de otra cosa, porque el único concepto que parece conservar su significado y valor a través de la historia —que parece estar más allá del elefante y el mamut— es la democracia constitucional. Conversemos sobre ella, porque en realidad la tenemos bastante desvencijada.

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Sexo, mentiras y poder

/ 3 de diciembre de 2017 / 04:00

Era el favorito en la disputa interna del Partido Demócrata por la candidatura presidencial de 1988. Según los observadores, sería el cómodo vencedor, pero solo hasta que en la primavera de 1987 la prensa comenzó a indagar sobre presuntos affaires. El candidato negó dichos alegatos, a los que describió como sucia estrategia republicana, y desafió a la prensa. “Síganme”, replicó. Y eso exactamente sucedió. La foto del candidato con su amante no tardó en llegar a las portadas de todos los medios, tanto de los tabloides como de los periódicos respetados. Se trata de Gary Hart, protagonista de un hecho histórico, un hito que marca el ingreso de la vida privada a la política. Hart retiró su candidatura a los pocos días.

Histórico porque nadie se preocupaba por los pecadillos de los Kennedy en los 60. A partir de los años 80, la estrategia electoral del Partido Republicano consistió en cultivar el apoyo de las organizaciones religiosas del sur profundo e institucionalizar su espacio de poder dentro de la estructura del partido. Una vez que el fundamentalismo religioso pudo ganar elecciones, la integridad moral de un candidato debía medirse de acuerdo con estándares confesionales.

La separación entre el Estado secular y la fe se hizo más porosa. Fue el fin de la privacidad, aún antes de internet. Curiosamente, el viejo puritanismo estadounidense adoptó un rasgo exhibicionista a través de esta nueva forma de moralidad. El dormitorio de los políticos se transformó en un legítimo ítem del debate público.

También se produjeron consecuencias no buscadas, sin embargo. Según algunos, una externalidad positiva fue la de arrojar luz sobre las relaciones de género en la sociedad en general. Haga ahora el lector un salto hasta 2017, al actual aluvión de denuncias sobre acosos, abusos, agresiones y delitos de tipo sexual. Paradójicamente, el fin de la privacidad sirvió para descubrir un mundo sórdido de explotación. Las mujeres lo sabían; ahora lo cuentan.

Es una verdadera epidemia de crímenes y no únicamente en la política. Incluye a celebridades tanto como a menores de edad; el peor de todos, el abuso de menores. Ocurre en el trabajo, en Hollywood, en la televisión, en el sistema judicial de Alabama y en el equipo olímpico de gimnasia femenina, entre otros. En este último, cientos de niñas fueron expuestas al abuso durante los últimos 20 años, abuso que la propia federación ocultaba, según testificaron las víctimas.

Así es como surge #MeToo, el movimiento social que convoca a las mujeres a denunciar. La versión #YoTambién recorre el mundo hispanoparlante y se une al #NiUnaMenos, allí en los países donde el abuso adopta la forma del femicidio (o feminicidio) con demasiada frecuencia.

Lo abrumadoramente común es que todos estos casos comprenden una relación de poder. Es decir, el sexo es la moneda de cambio en una relación de dominación. Quien abusa lo hace porque puede; es decir, porque reproduce una relación por definición asimétrica en la cual la parte débil carece de recursos institucionales para defenderse. Es una explotación, lisa y llana, puntuada por la amenaza del desempleo y la humillación, sino por la del daño físico.

El fin de la privacidad sirvió para descubrir un mundo sórdido de explotación. Las mujeres lo sabían; ahora lo cuentan. La asimetría, entonces, es estructural a dicha explotación. Ergo, mientras continúe, será difícil detener el abuso. Están en juego los clásicos temas del feminismo: la tan radical idea que dice que hombres y mujeres son iguales, que tienen los mismos derechos. Idea menos radical cuando se tiene en cuenta que hace tiempo tienen las mismas obligaciones.

Se trata de igualdad en un conjunto de esferas; derechos sociales, igual salario por igual trabajo; derechos civiles, propiedad marital y derechos reproductivos, entre otros; derechos culturales, aquellos que se definen por la subjetividad del actor, la mujer; y sobre todo, derechos políticos, o sea, cuotas y representatividad; compartir el poder, anclarlo en la condición de mujer y legislar en consecuencia. Allí están los recursos institucionales para luchar contra esta forma de explotación.

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