Voces

Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 15:04 PM

Remembranza

‘¡Y hoy qué demonios pasa en este país, cómo es que de estas fechas ya nadie se acuerda!’

/ 23 de noviembre de 2014 / 04:07

De no haber estado convencido de que se trataba de este entrañable amigo, no habría detenido mis presurosos pasos y menos me hubiese embarcado en una conversación cuasi-revolucionaria. Lo de “conversación” es, desde luego, un decir, pues mis intervenciones se remitieron a oírle y observar su exaltado rostro tras cada bocanada de frases insurgentes.

Lo vi luego de un prolongado tiempo. Era Medardo Pérez (68), extrabajador de las minas del sur potosino, y en el semblante llevaba cierto aire exacerbado. Tan pronto iniciamos la plática fui olfateando las razones de su aspecto. Hasta que di con el asunto. Lugar: Villa Armonía; fecha: sábado 8 de noviembre, a dos días del 10, aniversario de Potosí; a nueve días del 31 de octubre, Día de la Nacionalización de las Minas, y a poco más de un mes del 21 de diciembre, Día del Trabajador Minero; fechas tan cercanas y de suyo trascendentes para la clase proletaria.

Tras tomar sitio en una banca cubierta de aguayo, este hombre formado y forjado en las lides sindicales (aunque no hubiese ejercido cargo dirigencial alguno) empezó su “discurso” con esa habilidad que le permite atar cabos con sucesos del pasado, en los que el infame rol de los militares en épocas de dictadura parece aún agitarle la sangre en las entrañas.

—¡Asesinaron nuestros sueños!, exclamó sin reparos en su fogosa reminiscencia, asistido por sus gestos e irrefrenables gesticulaciones. Un impecable revolucionario.

—Medardo, le dije mirando esos ojos inyectados y semicubiertos por unos párpados un tanto bajos, calma esos nervios, que no todo fue malo. Finalmente nuestros mejores años los vivimos allí, y deja de amargarte la vida que podrías espantar a estos coterráneos que van llegando a quienes, me acabas de hacérmelo saber, los invitaste a un brindis por el 10 de noviembre.

Creí haber aplacado sus caldeados ánimos. Me equivoqué de plano. —¡Jamás me pidas olvidarme de mis raíces, de mis valores, de mis angustias. Y menos de mis compañeros caídos en la lucha y, al contrario, día que pasa los recuerdo más, como si de algo sagrado se tratara!

Medardo amaba profundamente las minas. De pronto, y al finalizar ese momento pletórico de emociones y sentimientos, vi a mi ilustre interlocutor ponerse en pie y agitar su plateado cabello: —¡Y hoy, qué demonios pasa en este país, cómo es que de estas fechas ya nadie se acuerda! ¡O es que, carajo, los mineros no fuimos el bastión y el sostén de esta tierra llamada Bolivia? Tenía el corazón al borde del quebranto. Quise actuar como sedante en su dolor. Me fue imposible.

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Siete Suyos

Eran tiempos de la próspera Corporación Minera de Bolivia (Comibol), administradora de las participaciones del Estado por medio de concesiones mineras entregadas a empresas en diversas regiones del país, una de ellas en esa pequeña población.

/ 3 de septiembre de 2017 / 14:06

Siete Suyos quedaba en un lejano confín de Bolivia, y sus días transcurrían en medio de una serenidad inmutable, apenas interrumpida por voces insurgentes cuando sentía que su honra se hallaba amenazada. Ese centro minero al sur de Potosí, de calles de tierra, de ríos de copajira, de fríos capaces de congelar el alma, iba a ver transmutado su destino aquel fatídico día.

Por entonces, centenares de viviendas modestas y del mismo corte poblaban el campamento, y en medio de ellas, una remota escuelita de recia construcción se alzaba altiva. “Daniel Campos N° 4” era su nombre, por cuyas aulas debieron de pasar un universo de generaciones de estudiantes, así como un selecto grupo de docentes, cuya dedicación, esfuerzo y méritos hizo que la comunidad entera los llamara “maestros”.

Eran tiempos de la próspera Corporación Minera de Bolivia (Comibol), administradora de las participaciones del Estado por medio de concesiones mineras entregadas a empresas en diversas regiones del país, una de ellas en esa pequeña población.

Por supuesto, no se hablaba ni de Facebook ni de WhatsApp, por lo que los campos deportivos eran los únicos lugares de esparcimiento y de encuentro. Y la pequeña plazoleta El Castillo (¡cómo olvidarlo!), el lugar preferido de algunos muchachos, pues allí se platicaba de mil y una cosas, no exentas de sindicalismo y política, ni siquiera de los piropos a las encantadoras damitas que por allí transitaban, sin que oyera, claro está, el padre José, párroco del pueblo.

Pero esos días apacibles del calendario habrían de tener su fecha de caducidad. Y ésta llegó: el 17 de julio de 1980. Un golpe de Estado en el país hizo que un contingente militar de boinas verdes y armado de metralletas irrumpiera en el campamento para sembrar terror y muerte. Es que los mineros jamás acatarían órdenes como aquello de “Caminar con el testamento bajo el brazo”; y siempre serían lo que dijeron ser.

Fue así entonces que el habitual bullicio del recreo en la escuelita y las pláticas en la entrañable plazoleta se transformaron en angustiantes silencios, sobre todo en horas de la noche, interrumpidos solo por el lúgubre aullido de Nerón —el perro mestizo de doña Serafina— cada vez que su aguzado oído le permitía percibir los gemidos de tortura provenientes del Comando Militar, antes oficinas del sindicato.

En estos días se creó en La Paz la Comisión de la Verdad para que busque denodadamente una entrevista con la historia y obtenga respuestas claras sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos en épocas de dictadura. ¡Ojalá prospere! Miles de familias en todo el país sentirán al menos honrada la memoria de sus víctimas. Y Siete Suyos, también.

Corrector de La Razón

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Soñar con el mañana

Wálter Nosiglia ha forjado un dichoso futuro en su familia que nos invita a soñar.

/ 15 de enero de 2017 / 14:00

Poco acostumbrados como estamos los bolivianos a saborear las mieles del éxito deportivo, un resultado favorable aviva nuestro espíritu de estimación propia. Hace apenas pocos días, el rally Dakar fue escenario de nuestra mejor participación en la categoría de cuadriciclos por medio de uno de nuestros representantes, quien habiendo vencido en la cuarta etapa hizo que nos ilusionáramos y pensáramos por al menos 24 horas que era factible que el título y la gloria se quedaran en Bolivia.

Wálter Nosiglia comenzó su periplo en Paraguay convencido de la exigencia a la que había sometido sus aptitudes. A poco de partir, fue hundiendo las ruedas de su motorizado en las dunas del desierto que le condujeran primero a Argentina, y luego a Bolivia. Ingresó al encantador valle de Tupiza habiendo ganado la etapa de principio a fin; aunque un día después, un expectante silencio fue la premonición de que algo poco grato sucedía, en efecto: su máquina estaba desfalleciendo.

Tal incidente nos arrebató lo que pudo haber sido uno de los mayores triunfos en materia de velocidad en motores. No tuvo otra opción que abandonar la competencia. Esa “frustración” colectiva, sin embargo, no aminoró el interés ni la euforia ante tan grandioso espectáculo, mucho menos la simpatía ni predilección por Wálter, quien un tanto apesadumbrado a poco de llegar a Oruro se puso frente a la multitud, que aún tenía encendido el corazón, para exclamar como quien piensa en voz alta: ¡Pero… si no he ganado nada!

Lo cierto es que lo había dado todo. Y nada había regateado al mismo tiempo en aras del evento. Su propio aniversario de nacimiento lo encontró muy lejos de su hogar, y él prosiguió en la competencia corriendo por algún sitio inhóspito. En él no cabe la fatalidad y los éxitos de su vida no han hecho sino convertirlo en un hombre más tolerante y sencillo, llevando como fundamento su fe en el Supremo Creador.
Wálter hizo solo cuatro etapas en esta versión, pero las suficientes para que cruzara la línea de la historia, y la historia no la hace cualquiera. Si “cayó”, lo hizo plenamente convencido de lo que pretendía para el país. “A esto sí se llama caer con todos los honores; ser derrotado por exceso de audacia. Solo ruedan hondo los que han trepado alto”, dijo en cierta ocasión Mario Vargas Llosa ante similar circunstancia.

Y no habría que lamentarse demasiado por este destino incumplido. “Voy a seguir compitiendo hasta lograr el objetivo que me he propuesto”, ha prometido Wálter, con la sensatez de un hombre firme y de honor. Y si recordamos que nuestro piloto ha forjado un dichoso futuro en su familia con dos hijos que le siguen los pasos y que han empezado a competir como si el deber los llamara, el mañana nos invita a soñar.

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El Reader’s Digest

Numerosos eran los temas que tocaban sus páginas; desde reportajes de drama hasta de esperanza

/ 20 de diciembre de 2015 / 04:06

Enriquezca su vocabulario; La risa, remedio infalible; Citas citables eran, entre otros, segmentos de la revista Selecciones del Reader’s Digest, cuyo ciclo se ha cerrado hace unos pocos años y hoy apenas se distribuye desde algunas de sus filiales, una de ellas, argentina.

Esta publicación mensual, fundada hace casi un siglo (1922) por DeWitt Wallace y su esposa Lila Bell en Nueva York, no tuvo en sus inicios el interés comercial de las grandes editoras, de modo que su primer número emergió a la luz desde el sótano de una casa modesta. Sin embargo, conforme pasaban los años se fue transformando en uno de los mayores fenómenos literarios, tanto que logró convertirse, sin discusión, en la revista con el mayor número de lectores en el planeta entero.

Su éxito estuvo muy bien marcado por su gigantesco tiraje, que en su cúspide llegó a 130 millones de consumidores en más de 60 países, traducida a más de 25 idiomas, incluido el Braille. Y se lo podía ver en manos de un humilde colono como en las de pasajeros abordo de aviones o del vapor que surcan los ríos más lejanos del orbe.

Numerosos eran los temas que tocaban sus páginas, así como reportajes que expresaban dramatismo y aventura, dolor y esperanza. Cuántas personas en momentos de profunda crisis emocional lograron recuperar valor tras la lectura de aquellos sorprendentes relatos de hombres que supieron resistir la adversidad y vencer con su propia voluntad y coraje.

Hace uno días, por mera casualidad vi en un canal a un afamado escritor español, quien contaba sus inicios en las letras. Decía que de niño solía hacerse al enfermo para no asistir a la escuela y poder quedarse en casa para entregarse al placer de esta lectura. Y no habría razón para dudar de tal confesión, pues aquellos artículos, elegidos con el más fino tacto y sabiduría, eran capaces de embelesar a un futuro eximio de la narrativa como despertar al más empedernido aburrido del tiempo.

Ciertamente no soy un lector compulsivo, pero contar en casa de mi natal Potosí con un pequeño anaquel en el que descansaban varios ejemplares del Reader’s Digest fue quizás uno de los más venturosos sucesos que me ocurrió en aquellos años en que el sol alumbraba mi niñez. Su lectura, variada y reposante, me acariciaba el alma. Mi padre era suscriptor de esta revista y aún recuerdo verle meter las manos en el bolsillo para cancelar su costo, iluminársele los ojos y regalarme una mirada de complacencia.

La recompensa espiritual que esta lectura prodigaba hacía que cierta gente en otros tiempos ofrecía este ejemplar como el mejor regalo durante estas fechas: la Navidad.

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Adiós, maestro

Dicen que la muerte es un nuevo amanecer; y que la vida no termina al morir. ¡Hasta pronto, amigo!

/ 24 de mayo de 2015 / 04:07

Habían transcurrido apenas unos minutos del nacimiento de un nuevo día, jueves 21 de mayo de 2015. La fría madrugada dejaba sentir sus primeros latidos, y la rotativa de La Razón se aprestaba a calibrar sus piezas y ajustar sus válvulas de temperatura para empezar la impresión de los ejemplares de esa jornada. Preciso instante en que la desgracia, quizás el destino, quizás la Providencia, quiso que nuestro compañero de trabajo y querido amigo Rubén Vargas Portugal, excepcional periodista, se fuera de entre nosotros.

Estuvo internado  durante seis semanas en un centro médico aquejado por un complicado cuadro de salud. Pero nadie podía haber imaginado tan lamentable desenlace. A partir de entonces, los trabajadores de este medio tenemos infinitos motivos para sentirnos heridos en el alma, pues recibimos un revés muy amargo, aunque no hay forma de encontrar una respuesta a su temprana partida.

Realizar un recordatorio sobre la trayectoria de Rubén no tiene caso. Quienes han disfrutado de su compañía saben que su profesionalismo, sus méritos académicos y su formación están fuera de toda descripción. De sus valores y su solvencia moral no hay nada que comentar. En contrapartida, su apacible temple, su jovial condescendencia ante el saludo y su atenta respuesta frente a una consulta quedarán entre nosotros como un imperecedero recuerdo.

Trabajó cinco años en esta empresa. Desde su escritorio en el fondo de la sala de redacción derramó su talento, pero su corazón lo entregó al área de la cultura por medio del suplemento Tendencias. Sus páginas rezumaban vida y su presentación lingüística y gramatical lucía impecable, tanto que su lectura nos resultaba un deleite a los ojos de los correctores.

Tenía el don de la palabra justa, en el momento justo. En ocasiones, puso la serenidad a ciertas de-savenencias producto de intensos debates en la reunión de editores. Cómo no, si era un pacifista incurable y no podía, no debía, aceptar ciertas apreciaciones que él consideraba injustas o al menos subidas de tono. Y cuando correspondía, también hacía culto a aquel conocido aforismo: “No hables si lo que vas a decir no es más importante que el silencio”.

Dicen que la muerte es un nuevo amanecer; que el nacer y el morir son los extremos de una externa cadena multiforme y extraña; que la vida no termina al morir. En fin. Pero, por la forma como vivió mientras estuvo aquí, lo más seguro es que Rubén ha regresado al lugar de donde vino: el paraíso. ¡Hasta pronto, querido compañero!

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Remembranza

‘¡Y hoy qué demonios pasa en este país, cómo es que de estas fechas ya nadie se acuerda!’

/ 23 de noviembre de 2014 / 04:07

De no haber estado convencido de que se trataba de este entrañable amigo, no habría detenido mis presurosos pasos y menos me hubiese embarcado en una conversación cuasi-revolucionaria. Lo de “conversación” es, desde luego, un decir, pues mis intervenciones se remitieron a oírle y observar su exaltado rostro tras cada bocanada de frases insurgentes.

Lo vi luego de un prolongado tiempo. Era Medardo Pérez (68), extrabajador de las minas del sur potosino, y en el semblante llevaba cierto aire exacerbado. Tan pronto iniciamos la plática fui olfateando las razones de su aspecto. Hasta que di con el asunto. Lugar: Villa Armonía; fecha: sábado 8 de noviembre, a dos días del 10, aniversario de Potosí; a nueve días del 31 de octubre, Día de la Nacionalización de las Minas, y a poco más de un mes del 21 de diciembre, Día del Trabajador Minero; fechas tan cercanas y de suyo trascendentes para la clase proletaria.

Tras tomar sitio en una banca cubierta de aguayo, este hombre formado y forjado en las lides sindicales (aunque no hubiese ejercido cargo dirigencial alguno) empezó su “discurso” con esa habilidad que le permite atar cabos con sucesos del pasado, en los que el infame rol de los militares en épocas de dictadura parece aún agitarle la sangre en las entrañas.

—¡Asesinaron nuestros sueños!, exclamó sin reparos en su fogosa reminiscencia, asistido por sus gestos e irrefrenables gesticulaciones. Un impecable revolucionario.

—Medardo, le dije mirando esos ojos inyectados y semicubiertos por unos párpados un tanto bajos, calma esos nervios, que no todo fue malo. Finalmente nuestros mejores años los vivimos allí, y deja de amargarte la vida que podrías espantar a estos coterráneos que van llegando a quienes, me acabas de hacérmelo saber, los invitaste a un brindis por el 10 de noviembre.

Creí haber aplacado sus caldeados ánimos. Me equivoqué de plano. —¡Jamás me pidas olvidarme de mis raíces, de mis valores, de mis angustias. Y menos de mis compañeros caídos en la lucha y, al contrario, día que pasa los recuerdo más, como si de algo sagrado se tratara!

Medardo amaba profundamente las minas. De pronto, y al finalizar ese momento pletórico de emociones y sentimientos, vi a mi ilustre interlocutor ponerse en pie y agitar su plateado cabello: —¡Y hoy, qué demonios pasa en este país, cómo es que de estas fechas ya nadie se acuerda! ¡O es que, carajo, los mineros no fuimos el bastión y el sostén de esta tierra llamada Bolivia? Tenía el corazón al borde del quebranto. Quise actuar como sedante en su dolor. Me fue imposible.

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