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Remembranza

De no haber estado convencido de que se trataba de este entrañable amigo, no habría detenido mis presurosos pasos y menos me hubiese embarcado en una conversación cuasi-revolucionaria. Lo de “conversación” es, desde luego, un decir, pues mis intervenciones se remitieron a oírle y observar su exaltado rostro tras cada bocanada de frases insurgentes.

Lo vi luego de un prolongado tiempo. Era Medardo Pérez (68), extrabajador de las minas del sur potosino, y en el semblante llevaba cierto aire exacerbado. Tan pronto iniciamos la plática fui olfateando las razones de su aspecto. Hasta que di con el asunto. Lugar: Villa Armonía; fecha: sábado 8 de noviembre, a dos días del 10, aniversario de Potosí; a nueve días del 31 de octubre, Día de la Nacionalización de las Minas, y a poco más de un mes del 21 de diciembre, Día del Trabajador Minero; fechas tan cercanas y de suyo trascendentes para la clase proletaria.

Tras tomar sitio en una banca cubierta de aguayo, este hombre formado y forjado en las lides sindicales (aunque no hubiese ejercido cargo dirigencial alguno) empezó su “discurso” con esa habilidad que le permite atar cabos con sucesos del pasado, en los que el infame rol de los militares en épocas de dictadura parece aún agitarle la sangre en las entrañas.

—¡Asesinaron nuestros sueños!, exclamó sin reparos en su fogosa reminiscencia, asistido por sus gestos e irrefrenables gesticulaciones. Un impecable revolucionario.

—Medardo, le dije mirando esos ojos inyectados y semicubiertos por unos párpados un tanto bajos, calma esos nervios, que no todo fue malo. Finalmente nuestros mejores años los vivimos allí, y deja de amargarte la vida que podrías espantar a estos coterráneos que van llegando a quienes, me acabas de hacérmelo saber, los invitaste a un brindis por el 10 de noviembre.

Creí haber aplacado sus caldeados ánimos. Me equivoqué de plano. —¡Jamás me pidas olvidarme de mis raíces, de mis valores, de mis angustias. Y menos de mis compañeros caídos en la lucha y, al contrario, día que pasa los recuerdo más, como si de algo sagrado se tratara!

Medardo amaba profundamente las minas. De pronto, y al finalizar ese momento pletórico de emociones y sentimientos, vi a mi ilustre interlocutor ponerse en pie y agitar su plateado cabello: —¡Y hoy, qué demonios pasa en este país, cómo es que de estas fechas ya nadie se acuerda! ¡O es que, carajo, los mineros no fuimos el bastión y el sostén de esta tierra llamada Bolivia? Tenía el corazón al borde del quebranto. Quise actuar como sedante en su dolor. Me fue imposible.