Voces

Friday 29 Sep 2023 | Actualizado a 03:46 AM

El ‘James Bond’ de Punata ha vuelto

Blanco ha vuelto, con sus virtudes y sus defectos (es un anarquista de derecha), para ser amado y odiado

/ 26 de noviembre de 2014 / 04:08

Me habían contado que Santi Blanco estaba de vagabundo en Cochabamba,  pero no es cierto. El otro día lo vi por la avenida América de la mano de la Gladis, caminando, disfrutando del calorcito de la llajta en un breve rato fugaz de felicidad, inflado de amor. Hace cuatro años, el detective de policía Blanco, Santiago Blanco, se había jubilado cansado de la inutilidad de su trabajo, de la corrupción, del dinero sucio. Blanco jugaba de arquero titular de Homicidios, le apodaban el Dormido porque nunca se movía del arco en los campeonatos internos de la “institución”.

Pero ahora está de vuelta: es investigador privado de día y sereno en el edificio Uribe de noche. Sus peores días han quedado atrás, ha recuperado su reloj Longines, resuelve otra vez casos porque sospecha de todo y se ha reencontrado con el amor de su vida, la Gladis del viejo “clande” de la calle Calama (como la Charo de Pepe Carvalho). El James Bond de Punata ha vuelto para redimir al mundo, para fracasar de nuevo, como un Quijote de los puentes, los pozos, la mugre, la selva cochala. Blanco —curado de espanto— ha recuperado la pasión detectivesca, pero sigue siendo el mismo de siempre: contestón, malcriado con los jefes, irreverente con el patroncito y el poder.

Santiago Blanco ahora está ocupado en sobrevivir, cansado, con unos kilos de más, seguro que con la Gladis juntos tienen futuro. Se ha vuelto nostálgico, tierno, sentimentaloide y… llorón. Es la edad y la Gladis. La comida sigue siendo su perdición: ahora un lapin, más tarde una jak’a lawa y para rematar un antojo de conejo lambreado con chuño y harta llajua.  Se la juega por los escritores que se quedan y colecciona suplementos literarios, que usa como papel higiénico para, entre espera y espera, leer “un Mitre”, el tipo que “mejor simplifica, con maestría, los sentimientos de los hombres”.

Había abandonado hace cuatro años la Policía (¿o fue al revés?) para recuperar su libertad, para ser nadie en este mundo, pero el oficio te persigue siempre. Era y es un tipo lúcido, desengañado, solitario, honesto, comilón, resignado, decente, rebelde sin causa y sin prisa: como los grandes detectives de la literatura universal, desde Marlowe al citado Pepe Carvalho.

Blanco es Cochabamba: la mejor y la peor; la clasista y la racista del bate escondido; la que se da la espalda entre el norte y la zona sur; es la cochabambinidad pura y sin tibiezas; es el amor por su tierra valluna, su infancia perdida en Punata, su rica, variada y abundante gastronomía, desde humintas en chala y rollo de queso por la mañana a un buen mondongo de cordero como platito de la tarde. Y por supuesto, Blanco es chicha y cerveza fría; es la pasión por el “rojo”, la casaca sangre de Wilstermann como su hermano literario, Gonzalo Chaly Lema.

Blanco ha vuelto, con sus virtudes y sus defectos (es un anarquista de derecha), para ser amado y odiado. Ahora que se vienen en los periódicos valoraciones insulsas y anuarios que nadie lee, adelanto mis dos mejores noticias del año: la recopilación de las inéditas novelas policiacas de Fernando Pessoa en Quaresma, descifrador (532 páginas, editorial Acantilado) y esta resurrección de mi detective favorito en La reina del café de Lema (editorial La Hoguera).

Decía el gran Pessoa desde la Lisboa de nuestros corazones que “uno de los pocos divertimentos intelectuales que persisten en lo que aún le queda de intelectual a la humanidad es la lectura de novelas policíacas”. Eso y ver pasar entre las páginas al bueno de Santiago Blanco con Gladis, el amor de su vida, dispuestos a esa ilusión que se debían, a ese “ratito” de felicidad que llegó para quedarse. Sin llorar.

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Panchi siempre ha sabido dónde disparar

Panchi Maldonado, alma mater de Atajo, ha estado de vacaciones en La Paz. Ahora vive en Suecia, donde sigue haciendo música.

El fundador de Atajo, Panchi Maldonado, en el barrio de Següencoma. Radica actualmente en Suecia.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 16 de julio de 2023 / 06:17

Panchi ha vuelto al barrio. Más que un barrio, Alto Següencoma parece un pueblito alejado. Está sobre una planificie en la zona Sur, con cerros a los costados y silencio en sus calles. Panchi tiene una ametralladora en la mano, dispara contra las montañas; está junto a su viejo, policía, y los amigos. Son recuerdos de infancia que se aparecen en la quietud de esta tarde invernal.

Panchi vive desde hace seis años (desde 2017) en Suecia. Extraña todo. Extraña la comida boliviana; extraña a la familia, a los cuates, las tocadas; extraña el barrio y a su mamá que sigue a pie del cañón con sus 91 años. Panchi (y su pareja sueca con sus dos hijas) están de vacaciones en La Paz. Aprovechará para ver a sus amigos, grabar una canción junto a los Gogo Blues en el estudio de Álvaro Montenegro en Achocalla y visitar los nuevos antros de la ciudad (el Cholahuasi y la Casa de Piedra). Estamos sentados en un banco del parque de su infancia junto al viejo Colegio de Alto Següencoma. A la sombra de los árboles/ sabios que nos miran y no nos miran. Hace frío, el sol calienta lo justito.

Panchi es Francisco Maldonado, el rostro y la voz de Atajo, la banda que supo como nadie traducir un momento histórico ilusionante y rebelde (los noventa y los inicios de siglo) en letras y canciones que fueron/son la banda sonora de toda una generación. ¿A quién no le da un arrebato de nostalgia feroz al escuchar temas como Que la DEA no me vea, De Satélite a la Pérez o Pulga, presidente?

Panchi nace un 12 de agosto de 1970. Su padre, Raúl Maldonado Ferrufino, es policía; su madre, Mery Ávila Harriague, parirá ocho hijos. Visconti podría haber hecho una película al estilo de Rocco y sus hermanos. La música sería de Panchi, no de Nino Rota. Contaría la historia de cada uno: Fernando, Giovanna, Carmina, Martín, José (Goldy), “Faly”, Panchi y Milton.

Su primer barrio no es este, es Miraflores; una casa abajito del Estadio Obrero. Vivirá ahí hasta los dos años hasta que a su padre le conceden un crédito y se van al barrio policial por excelencia de La Paz, Alto Següencoma. “Cuando llegamos no había nada, ni agua, ni luz, recuerdo que al inicio nos íbamos a duchar una vez por semana a la casa de Miraflores”.

La vida en los barrios alejados en los 70 era así: agua por horas, caminatas para cargar baldes, espera paciente al carro de los bomberos. Travesuras. Y felicidad inconsciente. Panchi señala un camino que baja. “Ese era el camino del chanchito”.

Muchas cosas han cambiado en el barrio. La más triste es que en la plaza ya no juegan los niños y las niñas. ¿Qué recuerdos tendrán dentro de 50 años? No lo sé, pero ninguno será trepando los cerros, ni descubriendo cuevas, a las que de chango Panchi bautizaba como si fueran canciones: “La gigante Ana”, “La cueva del cóndor”, “La guitarra”.

Panchi no es un mal alumno; es el peor alumno del Colegio San Ignacio. Así se lo dijo el encargado de estudios con 17 años; el “bulling” antes del “bulling”. A esas alturas ha dejado las andanzas del barrio y se ha colgado una guitarra a la espalda. Tiene pinta de “hippie”. No es burro, simplemente no le gusta estudiar. Solo cuando lo amenazan con dejarlo fuera del viaje de promoción a Itachi (Alto Beni) se aplica y saca las notas de rigor. En la clase le llaman “Malducas” (por su apellido Maldonado) y a sus hermanos, los “Malaki”. Como si vivieran todos dentro de una película de Emir Kusturica.

La guitarra no llega a su vida, está. Es una presencia en la casa. El padre no solo es policía, es campeón de tiro olímpico y músico frustrado. Por eso se encarga de la banda policial cuando es el comandante de la escuela básica de policías. La casa está llena de instrumentos que Don Raúl compra para sus camaradas.

Panchi no tiene profesor de guitarra, no lo tendrá nunca. Aprenderá solo, robando acordes, apuntando todo en un cuadernito; ora de su hermano, ora de un vecino del barrio apodado el “Gringo”; más conocido después como el “Gringo” Gonzáles. “Inocentes y jipiosos éramos”. La música será una de las razones de su existencia y estará a su lado en las buenas y en las malas.

Al barrio llegan los de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural, la temible Umopar, especializada en luchar contra los cocaleros en el Chapare. Hacen prácticas de tiro y alborotan Alto Següencoma. Los “Malaki” (“Goldy”, Milton, “Faly” y Panchi) deciden organizar la “guerra de guerrillas” más “sui generis” de la historia. En su contra hacen pintadas, encienden fogatas, roban dinamita, joden por las noches. Hasta la guitarra, siempre.

El primer grupo musical que monta es un trío en el colegio. Son “Coque” Gutiérrez, Milton y Panchi. Cuando entra a la universidad, va a descubrir Bolivia, la otra cara del país. Se mete al curso prefacultativo de Artes en la Facultad de Arquitectura. Se rodea de “artistas y vagos”. En esas aulas conoce a amigos que todavía hoy lo son, como el periodista Sergio Cáceres (“El Juguete Rabioso”) y Juanjo Cruz.

El segundo grupo que monta es un dúo. Son su hermano Milton y él. Son “Los Malaki”. Cuando el padre se entera, suena la frase inevitable: “Te vas a morir de hambre”. Y de yapa: “y además, te van a matar, yo sé lo que te digo”. A Panchi no lo matarán, siempre ha sabido dónde disparar.

La relación con el padre es distante. Llega a estar delante de él en una marcha a punto de ser reprimida. El viejo le advierte antes de la bomba lacrimógena y los palos: “Hazte pepa”. Todo cambia cuando en una tocada en el Teatro de Cámara, el padre se aparece, de sorpresa, entre el público. Cuando termina el “show” con Panchi disfrazado sobre el escenario, lo felicita. Años después, entregará al hijo toda una carpeta de recortes de periódico con notas sobre Atajo. “Mi padre no quiso ser policía, su sueño era ser doctor, pero viniendo del campo en esos tiempos no te quedaba otra”.

Cuando ingresa al Conservatorio, un profesor le dice que no puede entrar al aula con esas pintas. “Aquí no puedes venir así, vístete bien”. Bolivia, ya lo dijo alguien, es políticamente revolucionaria y socialmente conservadora. Si no la sientes, no la entiendes. Panchi va con sandalias, aretes, pantalones rotos, pelo en trenzas de rastafari; un “jipioso” en toda regla; una postal de época. No durará mucho ni en la carrera de Artes donde tiene docentes como Edgar Arandia, ni en el Conservatorio. ¿Te sirvo más nostalgia? El almuerzo en el Paraninfo costaba un boliviano; y el pasaje de Ciudad Satélite a la Ceja, 0.70. Pérez, setenta; Pérez, setenta.

Los Malaki tocan esos años (1990/91) versiones de Silvio Rodríguez, Savia Andina, Boliviamanta, Roberto González, padre del movimiento rupestre del rock mexicano. Su hermano “Goldy” vivía ya en México y volvía con cassettes de Leonard Cohen, de Amparo Ochoa, de lo último y de lo mejor. Las futuras canciones de Panchi beben de las mil y una fuentes del eclecticismo familiar/viajero.

Los “Malaki” clasifican a la final del Concurso de Canto Nuevo de la universidad. El premio es un viaje a La Habana. No van a ir. En el jurado están Óscar García y Manuel Monrroy Chazarreta. Una cuerda se rompe en el momento más inoportuno y quedan afuera. Dos semanas después, Panchi parte a Madrid, a invitación de un vecino del barrio, Pedro “Toto” Aramayo, futuro bajista de Atajo que labura en España montando grandes escenarios musicales gracias a su afición por la montaña y su ausencia de vértigo.

Es la hora de ver grandes recitales en canchas de fútbol. Y gratis. Michael Jackson, Dire Straits, Slayer, Iron Maiden, Elton Johh, Serrat… Panchi vive en la calle Luchana en el castizo barrio de Chamberí. (Nota mental: el trayecto de ida en el avión es pura nostalgia, sección geopolítica. Se monta en La Paz para aterrizar en Madrid después de dos noches de viaje y ocho ciudades de parada: Santa Cruz, Lima, La Habana, Toronto, Dublín, Luxemburgo y Moscú).

Se queda en España medio año durante el famoso 1992 (Juegos Olímpicos de Barcelona y Expo de Sevilla) y se vuelve (otra vez la “saudade”) con las maletas llenas de cassettes. Rearma una banda paralela que tenía en la “U”. Se hacen llamar: “Debajo de la piedra, nuestros sueños se nos estrellan”. Más conocidos como “Debajo de la piedra”. Son Ramiro Escobar en la voz y en la quena; Sergio Cáceres en las letras y guitarra y Panchi, voz y guitarra. “¿Te acuerdas de alguna canción?” “¡El Loco Herramienta!”. En el 94 termina la carrera de Artes y vuelve a Europa, esta vez a Suiza. Durante dos años, será artista. Pintará retratos, hará exposiciones individuales y colectivas en Zurich. “Trabajaba mucho, hasta tal punto que me daba fiebre. Por un momento creía entrar en los territorios de la locura, fueron muchas horas, semanas y meses de exponerme a los químicos de la pintura, pasaba todo el día en el taller de diez de la mañana a tres de la madrugada”.

En 1996 es hora de volver a Bolivia, otra vez. La vida de Panchi será siempre así: un ir y venir de la patria, un acercarse y alejarse de los ancestros, de los cariños; una ruleta rusa, un carrusel. Funda “La Bluesera”, canciones tristes y urbanas con “covers” de Tanguito, Joe Cocker y clásicos del género en castellano, al calor de otras bandas del mismo pelo de la Argentina.

Tocan en boliches malditos de la ciudad que con el tiempo serán leyenda urbana: el Metrópolis de la calle Batallón Colorados, cerquita a la plaza del Estudiante (“era la sucursal del diablo, un boliche extraño donde se juntaban narcos, putas y cosas peores”); La Luna (de Coco y Marta) en la Murillo; el antiguo Equinoccio de la Belisario Salinas; el café Montmartre de la Alianza Francesa, el Shakespeare Head’s, el teatro Trono… Son Marcelo Siles (verdadero “bluesman”), “Toto” Aramayo, Sergio Vargas y Panchi. Y en los teclados, un gringo del cual ya nadie se acuerda: Frank Powell. De esa época, son canciones como Ya no sale el sol, El último blues

Panchi se cansa pronto, no quiere hacer solo “blues”. Tiene el “reggae”, la música tradicional boliviana, el rock mestizo de Mano Negra y la famosa “world music” corriendo por las venas. Atajo está por parir. Estamos en octubre de 1996. “¿Sabías que la banda no nació en La Paz sino en Tarija durante una gira artística de los Malakis?”

La primera formación es un sexteto y suena así: “Toto” Aramayo (bajo y percusión), Milton Maldonado (voz y acústica), la suiza Claudia Carnielli (violín y coros), Sergio Vargas (batería y percusiones), Ester Veldhuis (voz) y Panchi (voz, armónica, guitarra). Luego entrará Germán Romero, puntal básico para muchos “riffs” guitarreros inconfundibles. Ese primer Atajo -olvidado- sonaba acústico con mandolinas, yembés, armónicas; más “folkie” que otra cosa. Son un bicho raro en una época donde triunfan Loukass, Coda 3, Wara y Altiplano.

Sus letras vuelven atrás a la ciudad; es la vieja maña del retratista. Convierten a La Paz en otra cosa, sacan sus luces más oscuras, los rincones que nadie quiere ver, los personajes invisibles que nadie había tocado en canciones. Panchi es un contador/cazador de historias.

“Maradona”, el heladero sin carrito, el “Comandante Mamani”, Don Leoncio (el hombre de amarillo de la tapa del primer disco), la “Diva Star”, la “trava” de la 20 de Octubre: todos se han quedado en nuestra retina, todos son ya inmortales pues están fijados en nuestra memoria. La jungla de cemento se vuelve más humana con las canciones de Atajo. El infierno gélido de la ciudad es un poco más tierno y amable.

“Había una brecha entre el rock boliviano de los 70/80 con Wara, Altiplano, OM, ese rock fusión y luego los 90 con Loukass, Lapsus. En el medio se perdió la conexión con nuestra parte andina, con la realidad, con la ciudad, con el país. Yo venía de la pintura y me di cuenta de que las letras de los grupos no hablaban de nosotros, de La Paz, de los presidentes, de política, de lo cotidiano; lo habían hecho antes de una forma diferente, más paternalista y romántica, los cantautores, los Savia Andina, Jenny Cárdenas, Luis Rico… Ninguno de ellos hablaba de la basura, de los perros callejeros. El rock de la época hablaba de otras cosas. Es entonces cuando compongo canciones sobre las sobritas y así la gente comenzó a identificarse con lo suyo, con lo que nos rodea, con las vendedoras de flores por las noches, con las morenadas al corazón”.

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Panchi refleja sus andanzas de horas y horas por la ciudad; sus correrías diurnas y nocturnas con los lustras, los chicos de la calle (con los que trabaja por el centro y las laderas paceñas). Panchi es el juglar de todos los antros, el cantor de las gestas de los “nadies”. Ama sentarse en una plaza y mirar, observar a la gente, antihéroes de la lucha diaria. Si hoy viviera en La Paz, ya habría hecho una letra al cuate que cuando hay luna instala su periscopio en la “Sanfran” para acercarnos a las estrellas. O estaría rimando con los rapeadores de la plaza.

El primer álbum no se puede llamar de otra manera. Será Personajes paceños (1998). El bosque nos sigue esperando. Antes han intentado grabar en Discolandia pero los Dueri los sacan rajando con la promesa típica: “no nos llamen, nosotros los vamos a llamar”. Hasta que otro personaje de la noche, el “Negro” Gutiérrez, los ve sudar en vivo y en directo y les firma un contrato para grabar dos discos. “Sale Ceja, sale Ceja…”.

Graban videoclip, lanzan posters que empapelan las calles, los lustras cantan reggae con pasamontañas zapatistas.  La revolución está a la vuelta de la esquina. Ya habrá tiempo para que nuestras esperanzas se desvanecieran como tinieblas en la larga noche de nuestras decepciones.

La banda comienza a formar un público sin igual, variopinto, como Atajo. Clase media (alta y baja), alteños y paceños juntos y revueltos, raperos aymaras (como el mítico Abraham Bohórquez), gringos de todo color y olor; el mundo alternativo por excelencia metido en diez metros cuadrados; músicos de otros grupos, artistas de cualquier ralea, políticos soñando revolución, changuitas recién salidas del caparazón, aspirantes a líderes de movimiento social, periodistas ociosos… ¿De verdad nadie ha hecho una tesis sobre el universo “tutifrutiplurimulti” que se juntaba alrededor de los “Panchis”?

El segundo disco también tiene un nombre inevitable. Es Calles baldías (Vol I y Vol II, 1999). “Es mi preferido”, dice Panchi. Ahí se puede escuchar el Regaláme, el Saludos a José, Valentina, Tiempo, Habibi en la feria 16 de El Alto y La cena del Chacal. ¿Alguien tiene sal?

El Nunca más será la música de fondo de la resistencia antineoliberal. El presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, el ínclito “Goni”, partirá en helicóptero con las canciones de Atajo en la cabeza. Panchi participa de las huelgas de hambre en Sopocachi al grito de “Goni, go home”.

Los familiares de las masacres de 2003 participarán en las tocadas pidiendo un juicio justo y cárcel para el “caballero”. Ay, mamita te pido perdón, “Goni” morirá impune, como tantos otros. Ay, mamita, me duele el alma y me queda el corazón. (Nota mental: la canción siempre nos recordará el timbre de la querida María Teresa Dal Pero, fallecida en 2021).

Panchi recoge los sonidos, dolores, vientos y “clefas” de la ciudad, mete fraseos y “samplers” (grabaciones en vivo de la calle) en medio de los temas. Los cantos del cementerio, las canciones de los músicos callejeros, los voceadores del minibús, las vendedoras en el atrio (desaparecido) de Correos. La Paz (y su “filing”) se escuchará a sí misma hasta la eternidad. De fondo, una armónica diabólica. No te olvides de saludar a todos los “josés” de La Paz. Panchi es uno de los mejores antropólogos que tenemos.

No lo he dicho antes pero lo que más extraña son los cerros. En la ciudad sueca donde vive (Lund) no hay cerros ni nada que se parezca. Ni tampoco tiene algo similar al Illimani. “También extraño el quilombo, en Europa todo está ordenadito y nosotros acá nos pasamos la vida organizando el despute, nuestro caos ordenado”. Entonces Panchi suelta un pequeño tratado sobre cómo cruzar las calles en La Paz sin que te pisen. Obviamente no habla de semáforos, pasos de cebra o respeto a las normas. Habla de códigos visuales entre minibuseros y peatones, códigos que no están escritos.

Después del Calles Baldías llegarán 12 discos más. La lista de músicos que pasan por Atajo es interminable (son más de 60). Las colaboraciones con artistas extranjeros (Sargento García, Arturo Meza, Philip Citizen de Senegal…), también. Los viajes por toda Bolivia (hospitales psiquiátricos y cárceles, incluidas), Sudamérica y Europa (llegan a tocar 45 conciertos en dos meses) colocan a la banda en un lugar de privilegio. En un concierto mítico en el Teatro al Aire Libre, termina enmanillado porque los policías que resguardan la tocada se “molestan” tras escuchar el tema: ¿Y la policía, dónde está? Lo acusaron “de ná”. En 2018 regresa para hacer una gira nacional (“Volver a empezar”) y matar nostalgias.

Hoy, Atajo es una banda que actúa en Suecia. Panchi fue buscando músicos poco a poco, pandemia por delante. Arrancó de cero: “lo hice por elección propia y lo haría mil veces más, solo por seguir soñando, nunca dejaré de mirar al horizonte donde están mis utopías y el latir de mi pueblo”.

La formación actual parece la alineación titular de la selección sueca con un par de refuerzos latinos: Bjorn Wickenberg, Yoel Lind, Dan Fridh, los cubanos Yojannys Cardoza y Tomacito Jimeno y los bolivianos Renzo Jaldín (de Cochabamba) y Panchi Maldonado. Hacen lo de siempre: un poco de todo. Cumbia, son cubano, reggae, rock, músicas andinas; celebran la música, cantan a la libertad. Y las canciones tienen nombres de cuevas recién descubiertas: Flor de paz, Echar raíces y Cholonely night. Panchi siempre ha sabido dónde disparar y sabe también que es inútil ametrallar a las montañas.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras y Panchi Maldonado Ávila.

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Hugo Montero, acusado de locura

La locura sazonó su poesía, pero fue ésta en definitiva la que lo liberó, la que lo salvó.

/ 26 de septiembre de 2018 / 05:31

Aquí va el poema / que un día entre sonrisas / me dijiste que un relance / le roba el tiempo avaro / un retazo de dicha / trocado en madrigal / Panacea. / Pasó el tiempo… / ¿Escribir es acaso resucitar?”. (Panacea, 2001).

Hugo Montero Añez, acusado de locura, vivió 65 años en el Instituto Psiquiátrico Nacional Gregorio Pacheco de Sucre. Allí llegó una tarde de junio de 1951, después de un extraño suceso. Tenía 20 años apenas. Cuando era un prometedor estudiante de Derecho, una mañana apareció debajo del escritorio de su oficina del Colegio Militar de Aviación y fue internado en el hospital cruceño San Juan de Dios. Ese día su cerebro hizo “click”. Temía acabar en el “Pacheco”; los presentimientos son a veces augurios funestos.

Dicho y hecho: fue llevado a la capital y el manicomio fue su hogar durante más de medio siglo. Diagnóstico: esquizofrenia paranoide, desestructuración de la personalidad. Tratamiento: inyecciones de insulina y electroplexia (electroshocks convulsivos en la sien). “Excitación nerviosa, con esos bromuros se / calmará seguro. / Qué ridículo, doctor, es tu diagnóstico, que me / hace sonreír. / Más tu ciencia tendría que hacer milagros para / curar mi mal. / Mal de los muertos. (Consulta médica, 2004).

Fue dado de alta del “Pacheco” varias veces y siempre regresó, a veces en estado anémico y catatónico. También protagonizó varias fugas (pedía que se libere a los internos de todos los manicomios del mundo). Juraba y perjuraba que él no debía estar ahí. Y es que Montero era capaz de recitar de memoria largos poemas, suyos y ajenos. Era hincha de Rubén Darío, el nicaragüense precursor del romanticismo junto al maestro boliviano Ricardo Jaimes Freyre. Podía recordar fechas y acontecimientos con exactitud, improvisaba versos y regalaba sus dibujos a los visitantes del psiquiátrico. Era una mente brillante, uno de los rasgos de la esquizofrenia. En las primeras décadas, don Hugo recibía la visita de su hermana mayor. Después, el olvido.

Hugo Montero era poeta, el único, quizá, que era loco por decisión propia. “No hay que difamar a la locura, es una virtud, es una fiesta”, decía mientras recitaba, de memoria, Elogio de la locura, el ensayo de Erasmo de Roterdam (1511). Esa locura sazonó su poesía, pero fue ésta en definitiva la que lo liberó, la que lo salvó.

“En esta noche negra y fría / escucho sonar una banda que está muy cercana, / y esa música me trae tu recuerdo. / Me parece que esa música es del mar, / del mar negro que ha sido nuestro amor, / mar negro, siempre negro, / porque en su cielo nunca brilla la esperanza. / Sin embargo, te quiero eternamente / aunque un mar negro sea nuestro amor, / aunque mi corazón se ahogue en el recuerdo / como se agita el mar en la marea. / Y pienso que si tú escucharas el acento de esta / música / sin que tú quisieras movería tu corazón al huracán.” (Mar negro).  

Hugo Montero salió del “Pacheco” en 2004 para presentar su (inencontrable) primera antología poética Penumbras, de la editorial Ajayu. Su editor paceño, apodado Myguel Angel (González), había dictado un taller de literatura en el manicomio; allí conoció al poeta y se convirtió en su mecenas particular. Con el paso de los años, todos los cuadernos manuscritos (con más de 200 poemas) van a desaparecer. Dicen las malas lenguas que un día, “don Huguito”, como le decían en el “Pacheco” las doctoras, entregó toda su obra a Myguel Angel, de quien nada se sabe.

En 2010, Omar Alarcón inició su internado de Psicología en el “Pacheco” y conoció a Montero. Pasó los siguientes siete años filmándolo. Resultado: un documental austero con cámara invisible llamado Mar Negro, de reciente estreno en el último Festival de Cine Radical de La Paz. Hace un año, la obra del poeta resurgió con el libro Panacea (editorial Pasanaku, 2017), que tiene el mérito de incluir versiones aprobadas, ahora sí, por el autor.

Murió en el “Pacheco” el 9 de mayo de 2016, después de una larga enfermedad. Había cumplido 85 años. Su obra es una reivindicación del loco y una panacea de lucidez en contra el encierro; un acercamiento íntimo y emotivo al genio y figura de Hugo Montero Añez, poeta, acusado de locura.

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Un frío que quema

Inédito en nuestro cine, por su forma y atrevimiento, el documental arranca con el entierro del militar.

/ 12 de septiembre de 2018 / 06:28

Algo quema es una película insólita; y valiente. La familia Ovando exorciza sus demonios particulares, saca del ático a sus viejos fantasmas; revela y calla todos los secretos, muchas culpas, algunas vergüenzas. Mauricio Alfredo Ovando, el nieto del general, se desnuda y conjura pecados (ajenos). Inédito en nuestro cine (boliviano y latinoamericano) por forma y atrevimiento, el documental arranca con el entierro del militar (y su gorra sobre el féretro), cuatro veces presidente. Y termina con una confesión religiosa a la luz de la cerilla, entre sollozos, del mismísimo director (única aparición de la voz en off): “Familia, acepto al abuelo cariñoso, acepto al abuelo asesino, gracias por compartir”.

Algo quema es un documental de autor con tríada dialéctica hegeliana. En la tesis vemos a un abuelito tierno, a un padre encantador, a un militar impecable, a un hombre que pospone todo ante sus tres amores: Dios, familia y patria. Vemos a don Alfredo Ovando Candia como hincha de su querido Mariscal Santa Cruz (el único equipo boliviano en conquistar un título internacional, en 1970) en un match contra Wilstermann en el viejo Capriles de Cochabamba; vemos al militar pilotando un yate en el lago Titicaca; lo vemos comiendo naranjitas; y vemos también pancartas que dicen: “Bolivia está feliz con el general”.  

En la tesis, escuchamos a sus familiares hablando mil maravillas del abuelo, del padre. Dicen que aborrecía la violencia (y la política). Es la banalidad del mal que alguna vez acuñara Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén. Es la historia de una familia, es la historia del país.

En el segundo momento, en la antítesis, observamos a los mineros gritando: “Bolivia libre sí; colonia yanqui no; viva la lucha armada; viva el Che”. Escuchamos versiones sobre la rivalidad Barrientos-Ovando, destino de siameses. Presenciamos cómo el general tumba a dos presidentes (Víctor Paz y Siles Zuazo). Oímos testimonios sobre el terrorismo de Estado y nos estremecen aún palabras con destino final en Teoponte: “ni heridos ni prisioneros”. Presenciamos, de pasadita, la nacionalización de la Gulf Oil, la segunda en la historia de Bolivia. Y después, el exilio.

En la síntesis vemos una fotografía que se quema, y al director conmovido hasta las lágrimas en una confesión brutal de tres minutos: “No vamos a seguir guardando secretos, no vamos a seguir cargando un peso que desde adentro nos oprime, no podemos seguir negando la masacre de San Juan, ¿qué versión del abuelo le vamos a contar a su bisnieto Ernesto?”. Silencio, fundido en negro.

Algo quema no es un documental histórico ni quiere serlo. Es la reconstitución de una memoria particular con recursos cinematográficos de gran originalidad. Es el ensamble bien logrado entre imágenes de archivos (incluidas las de la Cinemateca), fragmentos visuales de la vida familiar y corazas personales de una familia con leyenda negra, cargada en las espaldas, en silencio, sin fundir.

Algo quema es un filme ascético y molesto, es una ópera prima que incomoda a su director, a sus protagonistas, al público. Es un “striptease” que dispara contra la amnesia colectiva (la metáfora de la abuela, negando casi todo, es cruel pero necesaria). Es un interrogatorio sin respuestas; quizás éstas se encuentran en un fuera de campo donde todo ocurre. Es otro desencanto (como la película de Jaime Chávarri sobre los Panero en España).

¿Qué es lo que quema a la familia Ovando? ¿Terminar con el dolor y cerrar la herida abierta, después de tantos años? ¿Qué es lo que se quiere demoler? La casa del general, en la avenida 20 de Octubre, entre Campos y Pinilla, está ahora en venta. Es la última metáfora. Nadie quiere vivir ahí, dentro hay muchos recuerdos, amores y pesadillas. En esa casona familiar, la nieta siente frío, más allá de los inviernos paceños. Es un frío perpetuo que quema (un oxímoron, como toda la película). Es necesario que corra el aire para ventilar, es vital este documental de Mauricio Alfredo Ovando, el nieto, para hacer este collage de un cuadro familiar/nacional que ha perdido demasiadas piezas. Era necesaria una catarsis insólita, una limpia valiente.

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El método Grönholm

/ 29 de agosto de 2018 / 04:00

Introducción: el método de Grönholm es una forma —impiadosa— de selección de personal de las grandes empresas. Son los efectos colaterales del capitalismo. Es la ley del más fuerte. Se trata de contratar a hijos de puta que pueden parecer buenas personas (y no al revés). El método de Grönholm es una obra de teatro estrenada en catalán (el dramaturgo se llama Jordi Galcerán) y luego adaptada a otros idiomas con éxito apabullante gracias a su humor hilarante (y negro y crítico y ácido). El método es la película (dramón) que hizo el director argentino Marcelo Piñeyro (Tango feroz, Plata quemada, Caballos salvajes) a partir de la citada comedia. Hasta aquí la información y el contexto.

Nudo: El método Grönholm, la puesta dirigida por Álvaro Manzano, arranca como la obra original (comedia de enredo) y termina como la película (drama con suspenso). Empieza con Javicho Soria (quizás el representante más célebre de nuestra incipiente escena de “stand up”) levantando risas de su hinchada (no habitual del teatro), y acaba con un forzado y desprolijo duelo actoral entre Winner Zeballos y Natalia Peña, con un preámbulo sobre políticos corruptos, cambios de sexo, madres muertas y cosas peores.

La puesta en escena, también responsabilidad de Manzano, coloca a los espectadores alrededor del elenco (Mauricio Toledo completa el cuarteto) con la intención de hacer al público partícipe de la trama, pues el “respetable” (nosotros y nosotras) presumiblemente debe ser parte del jurado encargado de seleccionar a quien gana el puesto laboral. Digo presumiblemente, ya que nada de esto ocurre. La audiencia (que come pizza y bebe vino del Teatro Nuna mientras suena el inevitable celular de la señora) jamás se convierte en espía de la empresa que examina. El buen recurso escenográfico se precipita al vacío junto con la obra, a medida que la buena idea original se apaga a la par de las risas y el entusiasmo.

Los tres actores y la actriz no dan la más mínima muestra de saber y estar. Sufren de pánico escénico; apenas son marionetas sin carne ni hueso. No juegan (con la platea circular) ni gozan, ni son dirigidos (alimentar egos no es dirigir). En especial, Soria, quien una vez terminadas sus líneas graciosas queda más perdido que Bambi en una fiesta de leones. Perdón por el mal chiste. Juro que hay un par de “cuentos” buenos en la puesta.

Desenlace: “La cosa tiene su intríngulis”, es la primera frase de la obra. ¿Cuál de aquellos cuatro es el que se hace pasar por postulante a la pega cuando en realidad forma parte de la transnacional china? ¿Quién miente? ¿Quién es el impostor? “El método” de Jordi Galcerán es una parodia cruel e hilarante que engancha con ritmo, carcajada tras carcajada, hasta la mandíbula final, que atrapa de inicio a fin, sin tiempo para tomar aliento. “El método” de Álvaro Manzano se pierde, destroza un buen texto con una adaptación “buenista” y políticamente correcta. El “intríngulis” le queda grande, no consigue gambetearlo. No supera la prueba.

Y final: hacer humor debe ser la cosa más difícil sobre las tablas. Entretener y hacer reír es un asunto muy serio en el teatro. Meter de contrabando un “mensaje” contra las apariencias (importa lo que aparentamos ser, no lo qué somos ni cómo somos) ya es tarea de titanes y genios.

La falta de buenos textos originales y nacionales nos lleva a adaptar a nuestro contexto obras dramaturgias foráneas de éxito contrastado. Pero para esto se necesita también habilidad, y un director, y una escenografía que sume, y un elenco que haga teatro. Nada de esto aparece, ni por asomo, en la propuesta de Manzano. Ni siquiera el final sorpresa logra recuperar una obra que se cae y se cae solita, huérfana de madre y víctima de mentiras (no las ficciones, sino las falsedades en escena que a los propios actores les cuesta creer). El resultado no es una mala obra, es una mala adaptación. No se trata de contar con un director de teatro buena persona que parezca hijo de puta, sino de tener un director hijo de puta que parezca buena persona. Ese es el método.

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El Mundial, más que una vacación

Algunos olvidan que el deporte de la pelotita encuerada es la última tribu que nos queda.

/ 6 de junio de 2018 / 04:00

Cuando el Mundial de Sudáfrica arrancó en 2010, el escritor uruguayo colocó un cartel disuasorio en su casa: cerrado por fútbol. Y es que la Copa del Mundo es como una vacación, o mejor. Los mundiales, como las canchas y los estadios, existen para que la gente se dé vacaciones de sí misma, para vivir en otros lugares, para ser habitados por goles y formaciones titulares, para imaginarnos en otro lado.

A partir del próximo jueves, millones de personas en todo el mundo estarán, estaremos, pendientes de 11 tipos de un país con el mismo color en sus camisetas contra otros 11 que patean en sentido contrario. ¿Exageramos? Seguramente. Lo que olvidan algunos es que el deporte de la pelotita encuerada es la última tribu que nos queda. Sentirse parte es algo fuerte, estar aliado al otro desconocido con el mismo escudo y los mismos colores hace del fútbol algo grande.

Durante los 30 días que se vienen, la vida se parecerá al fútbol, y no al revés. Durante estas “vacaciones” las guerras, algunas, se detendrán; los bombardeos, algunos, cesarán; las huelgas, hasta las últimas consecuencias, se postergarán; y los paros nacionales, hasta que caiga el tirano, se dejarán para julio o agosto. No es un logro para desdeñar. Dice Calvino, Ítalo, que el fútbol es una identidad leve, una “excusa” que nos da sensación de pertenencia. No es un logro menor.

Y es que las copas del mundo tienen un no sé qué, que incluso a aquellos que el resto del año se cagan en el fútbol se los puede ver durante el Mundial pegados a la tele en sus casas, en sus laburos, en sus boliches. Y no me digan que el Mundial no sirve para aprender, incluso aquellos que el resto de su vida se cagan en la geografía este mes averiguarán algo de Islandia, como aquel relator deportivo de tele que supo por fin que el gentilicio de Polonia no era “polonés”.

Solo ocho países de 200 han ganado alguna vez el Mundial (cinco europeos y tres sudamericanos). ¿No se han preguntado qué se necesita para levantar la copa? Dicen algunos que hay que tener suerte. Nos olvidamos muy a menudo que el factor azar cuenta, y mucho. Una pelotita pega en el palo y entra: el jugador equis y el entrenador zeta son genios. Otra pelotita pega en otro palo y no besa la red: son todos negros, son todos putos. La suerte es uno de los elementos indiscutibles del juego y a ratos pareciera que desaparece, y casi siempre hallamos al responsable del azar en el entrenador de turno, cabeza de turco.

Dicen algunos que para ganar un Mundial, aparte de la diosa fortuna, hay que tener “sufrimiento histórico”. Por eso, Holanda llegó a dos finales y las perdió. Sus jugadores, anaranjados y mecánicos, fumaban puchos en los descansos, tenían sexo en los hoteles de concentración y parecían felices y relajados. No sufrían, ni sufrieron. Por eso, Holanda no está ni siquiera en este Mundial ruso. Por eso, Brasil, la gran favorita, no levantará la copa por sexta vez: no han sufrido en las eliminatorias.

Dice el mexicano Villoro que el fútbol vale la pena, entre otras cosas, porque Estados Unidos es un eterno principiante, tan novato que en este Mundial de Rusia ni siquiera está. La República Islámica de Irán y Corea del Norte sí hicieron la tarea y estarán. Durante los 30 días que se vienen, el fútbol se parecerá a la vida o lo que ésta tendría que ser.

Dice otro escritor, esta vez el español Marías, que el hincha recuerda su vida por los cortes que cada cuatro años presentan los mundiales. En poco más de un mes, el Mundial terminará, para alivio de pocos y tristeza postorgásmica de muchos, que estaremos exhaustos de partidos matinales, destrozados por semifinales a la hora de la siesta, hastiados y contando los años que faltan para el próximo Mundial, dispuestos a saber dónde carajo queda Qatar. Y entonces nos preguntaremos tristes y solitarios tras la gran final: ¿cómo volvemos ahora a la puta realidad?, ¿cómo mierda volvemos a ser otra vez esa versión aburrida de nosotros mismos? Dice el argentino Valdano que desde que se terminaron las grandes ideas, el fútbol parece demasiado importante. Y los mundiales, más que una vacación.

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