A pesar de las elecciones legislativas celebradas en Estados Unidos a principios de noviembre, en las que el Partido Demócrata perdió el control de la Cámara de Senadores, y los republicanos asumieron por tanto el control del Congreso norteamericano, Obama posee el tiempo y alcance para hacer grandes cosas en los dos próximos años, pero tendrán que ser en el mundo más allá de Washington.

De hecho, es raro que Obama todavía no haya dedicado más tiempo, energía y atención a la política exterior. Hace tiempo que resulta evidente que hay pocas posibilidades de trabajar con el Partido Republicano en iniciativas nacionales fundamentales. Esto difícilmente carece de precedentes. Los gobiernos generalmente dedican sus últimos años en ejercicio a los asuntos internacionales, un ruedo en donde tienen capacidad para acciones unilaterales.

Si Obama desea obtener logros importantes en la política exterior en sus últimos años, primero necesitará la disciplina con la cual comenzó su presidencia. El incremento del intervencionismo en Siria e Irak, que va en aumento, absorbería la atención de la Casa Blanca, el interés público y los recursos militares de Estados Unidos. Una política de esta naturaleza tampoco tendría éxito, si entendemos como éxito al triunfo de fuerzas prodemocráticas, en la guerra civil de Siria.

La mayor iniciativa de la política exterior de Obama es poderosa, inteligente e incompleta: el pivote asiático. La mayor amenaza a la paz mundial y a la prosperidad en las próximas décadas no proviene de un grupo de asesinos en Siria, sino del auge de China y de la manera en la que esto reformará la geopolítica en Asia y en el mundo entero. Si Washington puede proveer balance y confianza en Asia, esto ayudará a asegurar que el continente no se convierta en un punto crítico para el comienzo de una nueva Guerra Fría.

Sin embargo, hasta el momento el pivote sigue siendo algo más retórico que real. Luego de haber prometido una mayor presencia de las Fuerzas Armadas estadounidenses en Filipinas, Singapur y Australia, hay poca evidencia de esto en el terreno. A pesar de recibir promesas de que la Administración norteamericana iba a ser diplomáticamente más activa y enérgica en la región, los diplomáticos asiáticos todavía reclaman que China rebasa y supera a Estados Unidos en las cumbres regionales. Obama ha pospuesto dos viajes a Asia en los últimos cuatro años.

El elemento más ambicioso del pivote asiático es el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica (TPP por sus siglas en inglés). La idea es simple: reducir las barreras comerciales y otros impedimentos para el comercio entre las 12 economías más grandes del Pacífico, que comprenden el 40% del PIB mundial. Esto facilitaría una mejora del crecimiento global, pero aún más importante, ayudaría a reforzar los principios y al ejercicio de los mercados abiertos, y a alentar a economías abiertas en un periodo en el cual el capitalismo de Estado está cobrando fuerza y las barreras nacionalistas están surgiendo en todas partes.

La buena noticia es que la victoria republicana en realidad podría hacer que el tratado transatlántico tuviera muchas posibilidades. El comercio es uno de los pocos temas en los que el Partido Republicano está de acuerdo con el Presidente. Los problemas de Obama están en gran medida relacionados con su propio partido, que ha adoptado una actitud derrotista y proteccionista, abandonando la tradición de Franklin Roosevelt y de John Kennedy más hacia una actitud como la de Pat Buchanan. Hasta el momento, Obama se ha mostrado reacio a asumir el reto, meramente señalizando su apoyo al TPP en lugar de meterse de lleno en la lucha.

El Mandatario norteamericano tiene además otra iniciativa de política exterior importante: las negociaciones nucleares con Irán. Una vez más, aquí la estrategia básica ha sido inteligente, pero no ha recibido la suficiente atención presidencial y el enfoque. No está claro si Irán está listo para hacer las paces con Estados Unidos y Occidente. Pero si lo estuviera, Obama debería respaldar y presentar el acuerdo a Washington y al mundo, a pesar de que cualquier acuerdo será seguramente denunciado por los republicanos como una traición y atacado por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.

El reto diplomático más complejo será encontrar una manera de conciliar el acuerdo con la alianza de larga data de Estados Unidos con Arabia Saudita y los Estados del Golfo. Sin embargo, un ciudadano saudita real de alto rango me ha comentado que su país entiende que, en algún momento, deberá haber un deshielo en las relaciones con Irán. El verdadero cambio de juego en Oriente Medio sería un acercamiento entre los sauditas y los iraníes, auspiciado por Washington. Eso alteraría el paisaje político de Oriente Medio, reduciría tensiones y construiría un enfoque común contra el terrorismo yihadista.

El mundo se ve turbio y la Administración estadounidense se encuentra a la defensiva. No obstante la situación, recuerda cómo se encontraba el mundo cuando Richard Nixon y Henry Kissinger estaban llevando a cabo la política exterior. América estaba perdiendo una guerra en Asia en la que había desplegado medio millón de tropas. La Unión Soviética estaba avanzando. La oposición y los problemas internos iban en aumento. Nixon y Kissinger tuvieron que retirar las tropas y aceptar un acuerdo oneroso de paz, pero, como ha señalado el exrepresentante comercial de Estados Unidos Robert Zoellick, combinaron este retiro con una serie de medidas audaces y positivas: control de armamentos con la Unión Soviética, la apertura de China y una diplomacia al estilo de Medio Oriente. El resultado fue que en 1973 la gente estaba deslumbrada por la energía y la ingeniosidad de la política exterior de Estados Unidos. El historiador John Gaddis ha descrito esto como uno de los reveses de fortuna de mayor éxito para la política exterior de Estados Unidos en la historia moderna. Si Obama quiere ese tipo de legado, es hora de que se convierta en un presidente de política exterior.