Lo atractivo de ser feo
La ciudad se expande como una sanguijuela que succiona recursos hídricos, bosques y suelos

Ninguna ciudad merece el título de bonita. La urbe es una aberración. La negación de la habitabilidad por su densificación es antinatural. Cuerpos apilados en pocos metros cuadrados, edificaciones multiplicadas como ratoneras por la especulación del suelo… la ciudad se expande como un parásito, como una sanguijuela que succiona recursos hídricos, bosques y suelos. Una fábrica de basura, dolor, violencia, polución, plástico y excrementos. La urbe no es humana, está hecha para los coches, que ganan en espacio y en prioridad. Los mejores lugares son para las vías: los parques ceden a los parqueos; el delirio de los caños de escape en el hoy ufano, en los ojos ciegos para el futuro, en el pasado convertido en ornamental por el funcionalismo.
La Paz es una ciudad maravillosa, pero no en ese reality show donde nos ven y juzgan como bichos raros y la rareza se convierte en nuestro orgullo. La Paz es bella como Nueva Delhi o Tanganyica. Este tipo de concursos crean una cortina de humo para nuestros defectos. ¿Cómo explicar que en la ciudad maravilla exista aversión a la naturaleza? Si la reina de Holanda se baña en el Amstel mostrando la pureza de su agua, los hinduistas se sumergen en las aguas contaminadas del Ganges para purificar su alma y los neoyorkinos se enorgullecen del Hudson, ¿por qué nosotros odiamos al Choqueyapu y lo embovedamos? El río es un símbolo de la ciudad como los cerros. Por ejemplo Barcelona tiene su Montjuic, un cerro da el nombre a Montevideo, y el trono de Monterrey es su cerro silla. ¿Por qué aplanamos cerros para construir departamentos? ¿Por qué odiamos lo verde y lo llenamos de pasarelas y monigotes? La Paz, ciudad maravilla, padece contaminación visual. Su orgía de cables y la cicatriz del teleférico surcan su faz. Cómo explicar que en una ciudad con formas femeninas los arquitectos rindan una vulgar adoración fálica. La edificación de la hoyada es la fiesta del cemento y el ladrillo desnudo, la reivindicación de la brutalidad arquitectónica. La Paz es bella, pero por su gente, por el embrujo de su identidad indígena y ese nocturno que revive en la memoria de los turistas.
Si me piden votar por las siete ciudades maravillosas, yo votaría por El Alto, por su autenticidad. El lugar donde el caos arquitectónico construyó un orden complejo: elementos económicos, sociales, culturales dieron una mixtura estética que narra el proceso de aymarización de la sociedad boliviana y se han convertido en una referencia de construcción del paisaje. Edificios seductores que solo corresponden allí porque van con el espacio y su gente. El irrefrenable deseo de ser visibles, lo ornamental y narrativo. Encima un chalet como símbolo de la prosperidad, del poder aymara. La reproducción naif del aguayo. Mamani Mamani trasladado a la arquitectura. Un auténtico triunfo de la ideología sobre la realidad. Divina manera de ocupar el espacio; el trasfondo cultural que ya no es subterráneo, la identidad que necesita mostrarse: prestigio, simbolismo. El triunfo de lo autóctono sobre la alienación esnobista, de toda esta revolución que ya no es un secreto. Quizás en el futuro El Alto sea la Santorini andina.
Acerca de ese concurso una amiga me preguntó: —¿Y qué hay de malo en ser bonito? ¿Acaso lo maravilloso apesta? No, aburre. No se trata de desdeñar lo que a la gente le gusta y cree, sino de apreciar en la misma dimensión las pinceladas perfectas de Velázquez y la mierda enlatada de Piero Manzoni. Lo feo es arte y lo bonito es kitsch. Las siete ciudades maravillas son kitsch. Charlois, la ciudad más fea del mundo, lleva con orgullo ese título y atrae cada año más turistas de lo que La Paz alguna vez podría soñar. A veces ser feo es ser delicioso.