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Un doble Big Bang

El mundo vive bajo los efectos de un doble Big Bang, una explosión casi gemela que data de los años 90, y en este fin de 2014 se halla muy lejos de haber concluido. En 1991 se produjo la defunción formal de la Unión Soviética, que liquidaba la bipolaridad geopolítica, y a lo largo de esa década el fenómeno de internet se hacía comercialmente masivo, revolucionando información, comunicación y periodismo. Ambas conmociones, distintas pero no distantes, se alimentan recíprocamente para hacer del mundo una figura sumamente irregular que es tan imposible de sistematizar como aparece sobresaturada de pulsiones comunicativas.

El fin de la oposición EEUU-URSS, que se había expresado en la Guerra Fría, acababa con un mundo de certezas, sin duda elementales, pero que permitían a la comentocracia occidental elegir bando y hacer un periodismo básicamente pro y contra, no hace falta decir de quién.

El Big Bang geopolítico destruía así un mundo que parecía nítidamente estructurado, de manera que todos podían aliarse con y contra todos. Polonia, por poner un ejemplo, podía mostrar su afecto histórico por Francia y político por EEUU; y ante la China, aún subdesarrollada, se abría un gigantesco boquete estratégico a cuenta de las guerras, menores pero interminables, de la gran potencia norteamericana en Asia Central y media; tanto que, algo apresuradamente, hay quien ve en Pekín un intranquilizador sustituto de Moscú, en esbozo de una neobipolaridad.

Ese mundo de geometría variable, ya habría sido arduo de sistematizar para los medios, pero el Big Bang de internet, con su promesa de que todos pueden saberlo todo sobre todas las cosas, se sumaba para dinamitar los parámetros de la profesión periodística tal como la habíamos conocido en el último siglo. El periodismo sigue, por supuesto, cualquiera que sea el soporte, papel o digital; es, sin embargo, la industria que lo sostiene la que debe reestructurarse para sobrevivir. Y así se construye una diferente bipolaridad: el tsunami de la comunicación que abarrota las redes sociales se enfrenta a una información profesionalizada, cuyas marcas aspiran a seguir en un mercado cada vez más fragmentado. Si el periodismo es cierto que encuentra un auxiliar y una publicidad para su trabajo en las redes sociales, no lo es menos que la creciente dedicación en tiempo e interés del ciudadano a navegar por las mismas tiene inevitablemente que restarse de la atención y preferencia por la información obtenida a través de marcas comerciales. Y esa sobreabundancia de comunicación puede tener como contrapartida menos información profesionalmente reglada para el ciudadano. El periodismo no es un servicio público, sino una oferta, mayormente privada, que aspira a que la opinión le reconozca la categoría de un servicio público y por ello sufrague su existencia. Esto último es lo que está en peligro.

La herencia del siglo XXI es un mundo de imprecisos contornos, pero aparentemente sobreexplicado, y aunque viejas rivalidades parecen sostenerse (EEUU y Rusia), lo hacen sin las antiguas limitaciones, como muestra la rebatiña por Ucrania, en una desnuda contienda de poder. Para algunos la conjunción de ese doble Big Bang amplía las libertades, políticas y de información, pero para los medios es un quantum x a desentrañar. Esa debería ser la misión periodística del presente.