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Importancia de la Salud Mental en las políticas públicas

Resaltamos la importancia de la Salud Mental porque el equilibrio psicosocial y emocional de la población es un insumo indispensable para la construcción de la salud pública.

/ 11 de enero de 2015 / 04:02

El qué y el cómo del quehacer en la salud pública. En los primeros años del proceso de cambio, entre las políticas públicas nacionales, probablemente las políticas de salud pública se contaban entre las más sólidas, coherentes y consecuentes con los procesos de descolonización, reconocimiento de la diversidad cultural y científica, los conceptos de “Vivir Bien” y de “lo Comunitario”. Dicha coherencia se expresaba en la política de Salud Familiar Comunitaria Intercultural (Safci) (sin comas, pues es un concepto indivisible) y la estrategia por excelencia, la Promoción de la Salud. La política, en virtud a que se constituye mediante lineamientos más abstractos e ideológicos, aparentemente se conserva mejor; pero la estrategia, que se expresa en acciones bien direccionadas, muestra con mayor crudeza un decaimiento en la “mística” revolucionaria.

Tal es así que una de las materias de mayor relevancia de la Dirección General de Promoción de la Salud, como es el Área de Salud Mental, en la actualidad no existe. Resaltamos su importancia porque el equilibrio psicosocial y emocional de la población, en su totalidad, es un insumo indispensable para la construcción de la salud pública en particular y, en consecuencia, para la construcción del proceso en general.

SUFRIMIENTOS. Cuando se habla de la Salud Mental, se piensa en lo opuesto, la Enfermedad Mental, la locura, y con ello, en toda suerte de sufrimientos, de tal manera que preferimos dar vuelta la página y cambiar de tema, y así podemos pasar la vida sin experimentar su mejor perfil, el bienestar emocional, psicológico y espiritual, o sea, el estado de Salud Mental.

La Salud Mental es la relación de plena armonía y aceptación entre toda persona consigo misma, con su familia, la comunidad, la naturaleza y el cosmos. Suena algo tan difícil de alcanzar como el Nirvana, sin embargo, la mayoría de las personas puede dar cuenta de momentos, circunstancias, inclusive de periodos en su vida en que “puede dormir tranquila”, como se suele decir. Lamentablemente, tales periodos nunca se prolongan tanto como quisiéramos y aparentemente no somos capaces de controlarlos o promoverlos, pues desconocemos las formas de procurarlos; en pocas palabras, desconocemos “los factores determinantes de la Salud Mental”.

La Promoción de la Salud es la identificación de los factores que hacen posible vivir en estado de salud y facilitan su desarrollo. En cuanto a la Salud Mental, estos factores conforman un amplio abanico, consecuente con la complejidad del asunto; por ello, conviene empezar por su aspecto más general: Se dice que “la función hace al órgano” u “órgano que no se usa, se atrofia”, sin embargo, no podemos decir que la Salud Mental sea el resultado de la actividad de un órgano en particular y, menos aún, de un solo órgano; en consecuencia, es aconsejable tener en actividad a todo el organismo. Actividad física, intelectual, social y espiritual.

Actividad física. Todo lo que sucede con y en el organismo se registra, consciente o inconscientemente, tal es así que uno se siente o no capaz de realizar, por ejemplo, un salto. Conoce su peso, la fuerza y elasticidad de sus músculos. El transcurso del tiempo y el sedentarismo paulatinamente crean en el organismo, primero la sospecha de un declive en la capacidad física, luego, la certeza; más tarde, la sospecha de algún grado de discapacidad física, luego, la certeza de ello. Así sucesivamente, la sensación de discapacidad se va haciendo un sentimiento que invade el resto de las esferas de la vida. Nadie espera poder conservar intacta la vitalidad de los 20 años, tampoco es eso lo que se desea, sin embargo, el crepúsculo de la vida no tiene por qué ser la demencia o la postración. Es cierto que no se trata de “morir sano”, pero tampoco se trata de “vivir enfermo”.
Lamentablemente, en la estructura del Estado, la distancia entre el deporte y la salud es cada vez mayor. Evidencia que en lo estratégico no se tiene clara la función de la actividad física recreativa comunitaria (no selectiva) como herramienta de promoción de la salud.

Actividad intelectual. Es necesario practicar o conocer alguna ciencia y desarrollar así el razonamiento lógico y la memoria; practicar o conocer algún arte y desarrollar así la sensibilidad, la comunicación y la introspección. Ambas formas de actividad intelectual son perfectamente compatibles, mejor aún, se necesitan, equilibran y complementan mutuamente. La ciencia nos pone en contacto y nos ubica en el orden cósmico, nos ubica en la explicación inagotable de la razón de la existencia; y el arte nos hace posible la exteriorización de “mundo interior” que cada persona tiene y necesita mostrarlo. Cuando prescindimos de uno, el otro pierde sentido, y llega a ser a veces “insoportable”.

RELACIÓN. Actividad social. Sigmund Freud identifica tres fuentes del sufrimiento humano: 1) la caducidad o vulnerabilidad del cuerpo, 2) la lucha con la naturaleza, y 3) las relaciones sociales. Señala a las últimas como las más importantes. Sin duda son también las relaciones sociales la más importante fuente de placer y satisfacción, en tanto éstas no se envenenen con la injusticia. Al respecto, es necesario recurrir al concepto de “lo comunitario” como el elemento que da sentido a las relaciones sociales y, en consecuencia, como determinante de la Salud Mental.

Actividad sexual. Generalmente se piensa que las políticas públicas “nada tienen que hacer con respecto a algo tan privado como la sexualidad”. Sin embargo, somos testigos de una pandemia crónica de violencia contra la mujer, contra los niños y contra la familia en su conjunto; violencia muy ligada, lamentablemente, a la sexualidad mal desarrollada. Violencia que se traduce en delito, que en consecuencia toca el interés público. En este sentido, es necesaria la ejecución de estrategias de prevención de la violencia y el maltrato, y, principalmente, de la promoción del buen trato.

Actividad espiritual. Es la actividad de reflexión y de reconocimiento del vínculo con el orden natural y cósmico. Muy pocas veces el ritmo y estilo de vida en las grandes ciudades nos permite disponer de tiempos y espacios para la contemplación; esa carencia se traduce, más temprano que tarde, en estados permanentes de insatisfacción y tedio. La espiritualidad, contrariamente a lo que se suele pensar, da cuenta de un mayor desarrollo de la conciencia y no necesariamente se traduce en religión.

Hay mucho por hacer en materia de Promoción de la Salud; si no se lo hace seguramente no va a ser la catástrofe sanitaria, simplemente vamos a seguir viviendo mal, no mejor, y mucho menos bien.

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Violencia y muerte en El Abra

Nuestro régimen penitenciario  tiene buen número de rasgos de “humanidad”, que al prevenir o erradicar sus “defectos” habría que tratar de no sacrificar. Uno de estos rasgos, que es menester conservar, es la posibilidad de que los y las internas no se priven de la alegría de festejar sin el consumo de drogas y alcohol.

/ 28 de septiembre de 2014 / 04:01

Es pertinente aclarar que ésta no es la interpretación oficial de los hechos. El 24 de septiembre se celebró en todos los recintos penitenciarios del país el día de la persona privada de libertad. En el Centro de Orientación Femenina de Obrajes (COF) donde cumplo las funciones de psicólogo, desde hace por lo menos un mes, todas las tardes, las mujeres recluidas se distribuyen los pocos y reducidos espacios que aún quedan sin edificaciones y ensayan diversas danzas folklóricas nacionales. Hasta esa mañana cuando llegué y me sentí envuelto en un auténtico ambiente de fiesta, no había hecho consciente el hecho insoslayable de que ese día festejamos la condición de “persona privada de libertad” o dicho más crudamente “ése es el día del preso”: diablas, caporalas, wakawakas, todas perfectamente disfrazadas y muy elegantes convirtieron la cárcel en una feria medioeval.

Inmediatamente vinieron a mi memoria los luctuosos hechos en la cárcel de El Abra acaecidos hace pocas semanas y precedidos por circunstancias similares: un festejo.

¿Podía esa fiesta también derivar en tragedia? La variable distinta es solo el sexo de los protagonistas. Si bien en El Abra el número de internos es mayor (aproximadamente 500) que en el COF (cerca de 300, sin contar a los niños), la superficie que ocupa es también mayor; en consecuencia la densidad poblacional o el hacinamiento serán, en el peor de los casos, similares. El perfil criminológico debe ser seguramente muy parecido. Hay homicidas, traficantes, alcohólicas, adictas… Hace pocos días, para dar curso a los festejos, la directora del recinto ordenó una requisa sorpresa minuciosa. No se encontró ni rastros de droga ni alcohol.

De lo sucedido en Palmasola hace algo más de un año y en El Abra pocas semanas atrás, se atribuyó más a la pugna de grupos de poder que al abuso de alcohol y drogas.

Indudablemente, los varones privados de libertad deberían aprovechar la oportunidad de privarse también del uso de psicotrópicos mientras estén en prisión y probablemente dicha liberación pueda prolongarse o extenderse a su vida en libertad, pero la violencia en las prisiones no se la debe atribuir únicamente al uso ni al abuso de psicotrópicos y alcohol. Como se ha visto en Palmasola y en El Abra, ésta responde al interés de grupos de poder que bien puede llamárseles mafias.

HUMANIDAD. Al hacer un análisis de la dinámica penitenciaria boliviana es indispensable tomar en cuenta que nuestro régimen tiene un buen número de rasgos de “humanidad”, que al prevenir o erradicar sus “defectos” habría que tratar de no sacrificar. Uno de estos rasgos de humanidad que es menester conservar es, indudablemente, la posibilidad de que los y las privadas de libertad no se priven también de la alegría de festejar sin el consumo de drogas ni alcohol. Hecho que fue una realidad tangible el día de celebración en el COF-Obrajes y que bien puede constituirse en ejemplo para la sociedad de personas en libertad.

Otra de las “virtudes” de nuestro régimen penitenciario es la posibilidad irrestricta de asociarse en equipos deportivos, en fraternidades folklóricas, por afinidades religiosas y otras. Probablemente, incluso las personas que tienen orientaciones sexuales diversas encuentren en el contexto penitenciario mayor aceptación que en la sociedad de las personas libres.

Es paradójico, sin embargo, también es evidente cómo algunas diferencias étnicas, sociales y económicas dentro de las prisiones se mimetizan, se confunden, se hacen menos importantes. Es indudable que los ricos pocas veces caen en prisión, pero una vez adentro conocen lo que es el verdadero “roce social”, pues el hacinamiento hace que en los dormitorios colectivos, en los patios, en los estrechos pasillos, en las canchas, en la capilla, los olores y los humores se mezclen irremediablemente. Una experiencia breve en este régimen penitenciario puede ser, indudablemente, una experiencia aleccionadora sin igual. Una oportunidad para vivir la interculturalidad sin maquillajes. Esta miasma humana se constituye en el caldo de cultivo y en el mejor escondite de los grupos de poder y las mafias a que aludimos párrafos atrás como las responsables y beneficiarias de los hechos de violencia en las prisiones.

En más de una oportunidad se hizo eficaces trabajos de inteligencia en las prisiones y una vez identificadas las redes delincuenciales que operaban desde su interior, mediante traslados y reubicaciones oportunas se logró desarticular, por lo menos temporalmente, estas mafias, logrando así reinstaurar la paz en el sistema penitenciario, durante periodos significativos en los que aquellos rasgos de humanidad a los que me he permitido calificar como “virtudes”, tenían la oportunidad de ejercer su acción benéfica en la mayor parte de la población penitenciaria y orientarla hacia su rehabilitación y reinserción social, lo más aproximadas a lo deseable.

Cabe aquí hacer dos aclaraciones necesarias: por un lado, los regímenes penitenciarios en el mundo han estado siempre en crisis, pues no dejan de ser soluciones desesperadas que se tratan de poner al final de largas cadenas de errores y desajustes sociales y económicos que nunca son tratados con la seriedad que se merecen. Por otro lado, cabe también aclarar que la gran parte de los y las privadas de libertad en Bolivia son personas que han intentado dar solución a sus carencias materiales, operando como peones del comercio minorista de drogas ilegales. Otro porcentaje menor está constituido por personas que provienen de familias y círculos sociales disfuncionales. Con muy poca educación y que bajo el influjo del consumo exagerado del alcohol y otros psicotrópicos, cometen delitos de los que se enteran cuando ha pasado la embriaguez.

Este sector de la población puede beneficiarse de un régimen penitenciario abierto y socioeducativo. Por tal razón es indispensable conservar los rasgos humanitarios de nuestro régimen y al mismo tiempo efectuar permanentemente estrategias de inteligencia y desarticular las mafias.

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Justicia restaurativa, ¿para qué?

Muchas veces se ha desestimado la Justicia restaurativa como alternativa a la justicia penal punitiva, calificándola de “ingenua”. La verdad es que yo veo mayor ingenuidad en creer que el derecho de la víctima es restaurado con el sufrimiento del infractor o que tal sufrimiento redime al culpable.

/ 22 de junio de 2014 / 04:01

Recuerdo que cuando era pequeño no existían pollos sacrificados, desplumados y congelados, listos para la olla. Si uno quería comer pollo, debía ser capaz de matar al pollo. En casa, la única persona que se atrevía a hacerlo era mi abuela.

El común de los humanos no solo tiene miedo de ser dañado o matado, sino también de dañar, lastimar o derramar la sangre ajena, incluso de seres vivos de otras especies, aun con el justificativo de servirnos de ellos como alimento. En esa perspectiva, me pregunto, ¿cuán difícil será quitar la vida a un semejante, infringirle deliberadamente dolor y sufrimiento, aún en ejercicio del rol de juez castigando a un culpable?

Alguna vez la vida me colocó detrás de un arma, alineando la vista y la mira hacia un objetivo inerte con figura humana, todo en el marco del entrenamiento para la defensa de la propia vida, de la patria y la revolución; sin embargo, debo confesarlo, no fueron momentos de placer. Pienso que la gran mayoría de los seres humanos preferimos desenvolvernos en paz con el orden cósmico, natural y obviamente con nuestros hermanos de especie. Sin embargo, en mi calidad de psicólogo en el Régimen Penitenciario, ahora debo cumplir, reconociéndome aún como “libertario”, la penosa labor de administrar el más universal de los castigos: la privación de libertad.

CASTIGO. Esta pena, según los propósitos expresos del sistema penitenciario, ya no debería ser vista únicamente como castigo, sino como una oportunidad para reencauzar el comportamiento de las personas que hubieren cometido infracciones, contravenciones, transgresiones o delitos; sin embargo, en lo más profundo de la conciencia, tanto los y las privadas de libertad, como el personal civil y policial de las prisiones y la sociedad en su conjunto, sabemos que la privación de libertad es poco menos severa que la privación de la vida y que, por tanto, es un castigo que ha evolucionado, desde los suplicios de la Edad Media hasta la función rehabilitadora que se propone el actual régimen.

Han transcurrido los siglos y se han llevado consigo los horrendos espectáculos públicos de los suplicios. Según Michel Foucault (en su libro Vigilar y Castigar), “esta desaparición de los suplicios se puede considerar casi como conseguida alrededor de los años 1830-1848”; sin embargo la ingrata función de castigar pervive en la ejecución de las sanciones penales:

“El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos”. La suspensión de derechos incluye además cierta dosis de rigor, de sufrimiento, como una sombra de los suplicios, aunque está suficientemente probada la inutilidad de ellos en la modificación de la conducta.

Entonces nace la idea de construir una Justicia restaurativa como una alternativa a la inutilidad del sufrimiento o más propiamente a la inutilidad del castigo, que dicho sea de paso, no solo es inútil sino perjudicial o contraproducente pues genera en los condenados un alto grado de “sed de venganza” y sentimientos de marginalidad, victimización y vergüenza. Vergüenza que hace presa también de quienes tienen la ingrata labor de castigar, sin la capucha que escondía la identidad del verdugo y, lo que es peor, que no compensa en nada la pérdida que el delito ha ocasionado a la víctima.

Es posible definir a la Justicia restaurativa como una respuesta sistemática frente al delito, que enfatiza la sanación de las heridas causadas o reveladas por el mismo en víctimas, delincuentes y comunidades.

La sensibilidad cristiana que, en diversa forma y medida, hemos desarrollado todos en nuestra sociedad, da lugar a que nos inclinemos en favor de la víctima del delito. Cuando el Estado o la sociedad, castigando al delincuente, creen asumir la reparación del daño (lo que siempre queda en retórica) automáticamente liberan de tal responsabilidad al infractor e indirectamente le están haciendo mal, pues al ser objeto de un castigo (privación de libertad) también se siente víctima y como tal es sujeto pasivo de la protección de su castigador, quien le brinda, paradójicamente, vivienda con servicios, alimentación, salud, educación y trabajo.

INFRACTOR. A la víctima del delito de nada le sirve la reclusión del infractor y el infractor, condenado a la irresponsabilidad de sus actos más que a la reclusión, siente que pierde miserablemente su vida sin tener siquiera el consuelo del arrepentimiento y la oportunidad para reparar el daño ocasionado. El Estado y la sociedad se regodean en la ilusión de administrar justicia, reducir la criminalidad y proteger a la población.

Se sabe que en algunas comunidades originarias, en el pasado y probablemente también en el presente, cuando un comunario le quitaba la vida a otro, el infractor estaba condenado a asumir todas las responsabilidades de la víctima hasta el fin de su existencia. A eso yo llamo Justicia restaurativa, no hay en tal hecho la idea de punición, ni de venganza. Toda persona infractora, incluso los menores de edad, tiene la obligación de asumir la total responsabilidad de sus actos y toda víctima de infracción tiene el derecho de exigir la reparación de los daños.

El Estado y la sociedad deberán así trabajar en la mediación, supervisando al infractor para que cumpla sus compromisos y garantizando a la víctima para que su derecho sea efectivamente restaurado. De esta manera se liberan de la culpa de castigar al inocente y perdonar al culpable, además de alejar de su imagen social, la sombra de la corrupción y el favoritismo.

Muchas veces se ha desestimado la Justicia restaurativa como alternativa a la justicia penal punitiva, calificándola de “ingenua”. La verdad es que yo veo mayor ingenuidad en creer que el derecho de la víctima es restaurado con el sufrimiento del infractor o que tal sufrimiento redime al culpable y que restituye a la comunidad el equilibrio que el delito le ha robado, con el aditamento de la vergüenza y la culpa que el administrador de justicia tiene que soportar por creerse dueño de la verdad y corriendo el riesgo de castigar a un inocente y perdonar a un culpable o ceder a la tentación de venderse y de exponerse a la humillación de no encontrar quién lo compre.

En los programas de Justicia restaurativa, la víctima, el infractor y la comunidad pasan de ser sujetos pasivos, frente a los administradores de justicia, quienes por el solo hecho de haber memorizado leyes, códigos y decretos se atribuyen la potestad de castigar y perdonar, a ser sujetos activos que mediante el diálogo asumen responsabilidades y restauran derechos, en pocas palabras, sustituyen el castigo con la justicia.

Los programas de Justicia restaurativa nos permiten recordar que las leyes y las instituciones son herramientas al servicio de la convivencia pacífica entre los humanos y colocan a infractores, víctimas y comunidades en la mesa de negociación.

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Derechos humanos y privación de libertad

El encierro, sobre todo si es involuntario, contrariamente a lo que se pretende, es origen de severos desajustes en el equilibrio psíquico, emocional y social de quienes están sometidos a él y asimismo de sus entornos sociales inmediatos.

/ 4 de mayo de 2014 / 04:02

Solo la vida constituye un derecho humano más importante o fundamental que la libertad. En consecuencia, la privación de libertad, por lógica, debería ser la pena para sancionar delitos de extrema gravedad. En Bolivia, el 90% de las personas privadas de libertad no cuenta con sentencia ejecutoriada. Vale decir que son privadas de un derecho humano fundamental, sin la certeza de su culpabilidad, por un delito que muchas veces suele ser tan fútil como el hurto de un teléfono celular o la tenencia de unos gramos de marihuana.

Las transgresiones al ordenamiento jurídico obviamente no se las puede soslayar, deben tener alguna consecuencia para el infractor y ésta debe ser contingente y proporcional a la gravedad de la falta y al daño que hubiere ocasionado a la sociedad o a una víctima particular.

La penología aconseja, además, que la sanción o la pena sirva para reparar, en alguna medida, el daño ocasionado por el delito. La reclusión de un supuesto infractor no beneficia en nada a la víctima, representa un gasto para el Estado, perjudica severamente al supuesto infractor y a su entorno familiar, desacredita al sistema de justicia —pues en torno de las prisiones se desarrollan amplios círculos de corrupción— y desensibiliza a la población en general con respecto a valores que constituyen sus principales cimientos.

Si la privación de libertad no solo es inútil, sino perjudicial a la administración de la justicia, cabe preguntarse cuáles son los argumentos para que se conserve como método tolerado, reconocido y muchas veces recomendado por los derechos humanos para reducir la criminalidad.

Parece que aún persiste la creencia en la eficacia del castigo en la modificación de la conducta, que el sufrimiento, las privaciones y los rigores de la prisión pueden corregir las inclinaciones antisociales de algunas personas.

El encierro, sobre todo si es involuntario, contrariamente a lo que se pretende, es origen de severos desajustes en el equilibrio psíquico, emocional y social de quienes están sometidos a él y asimismo de sus entornos sociales inmediatos.

La pérdida de sensibilidad con respecto a ciertos valores, por ser gradual y generalizada, pasa desapercibida, pero socava lentamente los cimientos de la sociedad, la cultura y, en definitiva, de la civilización humana.

Es también de singular importancia, aunque a veces no se toma en cuenta, el equilibrio psíquico, emocional y social de las personas que tienen la ingrata labor de mantener el orden y el imperio de la ley dentro de las prisiones. Aparte de ingrata, es tarea extremadamente difícil, en tanto estos custodios deben convencer a los reclusos de algo que ellos mismos no están plenamente seguros: “que (el encierro) es por su propio bien (el de los prisioneros) y el de la sociedad en su conjunto”.

Desde la perspectiva de los derechos humanos, la seguridad ciudadana es un argumento valedero para permitir la existencia de cárceles, siempre y cuando los delincuentes se rehabiliten y efectivamente baje la criminalidad.  Rehabilitar a los delincuentes y proteger a la sociedad de su acción nociva son los principales propósitos del régimen penitenciario.

Para garantizar que dichos propósitos se alcancen o, que por lo menos se persigan con todos los medios disponibles y se gestionen los no disponibles, la Organización de las Naciones Unidas ha establecido las “Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos”. Estas reglas “crean”, para la población penitenciaria, condiciones materiales de vida, que vastos sectores de las personas en libertad ni sueñan. A manera de ejemplo: vivienda con electricidad y agua potable, alimentación, atención médica, psicológica social y legal gratuitas, además de fuentes de trabajo y ocupación. Personalmente, no creo que tales condiciones hagan del presidio una “tentación” o una invitación al crimen. Para la mayor parte de la humanidad, me parece, solo la vida puede ser más importante que la libertad. Sin embargo, no deja de ser paradójico que la prisión ofrezca mayores oportunidades a la satisfacción de necesidades básicas que la vida en libertad. En todo caso, esta reflexión debería servir para mejorar las condiciones de vida de las personas en libertad, no así para empeorar o endurecer la vida de las personas en reclusión.

En tal perspectiva, es importante analizar con alguna profundidad la victimización como proceso psíquico, que si bien es utilizada en provecho inmediato por los presos, a mediano y a largo plazo les es severamente perjudicial, pues una gran cantidad de ellos llega a convencerse de ser un “paria”, un marginal que del Estado y la sociedad solo recibe castigo y desprecio, razones que al mismo tiempo le hacen merecedor de la conmiseración y la caridad general, siempre y cuando se mantenga del lado interior de las murallas. Cuando las traspone se convierte siempre en un peligro, por más que haya saldado sus deudas con la sociedad y la ley. El estigma lo acompañará por mucho tiempo, probablemente hasta la muerte.

No se trata de negar que la prisión sea un castigo, tampoco se puede negar la evolución en la Penología desde los suplicios del siglo XV hasta los planteamientos de la Justicia Restaurativa. Lo que fundamentalmente cambia o evoluciona es la función de la pena y, en esa perspectiva, muchos presos y expresos reconocen, sin mucha teoría, a la reclusión también como una oportunidad. Sin duda, quienes la reconocen como tal es porque ellos le han dado ese uso y si hay alguien que ha usado a la prisión como una oportunidad, es posible, si no generalizar, por lo menos ampliar paulatinamente ese uso a la mayoría de los presos y presas y al personal civil y policial de las penitenciarías nacionales.

Para que las prisiones y el régimen penitenciario en su totalidad merezcan la aprobación de los derechos humanos, su objetivo deberá estar claro: “Que las personas recluidas, el personal civil y policial de las prisiones y la sociedad en su conjunto reconozca en el régimen penitenciario una oportunidad para el cambio de comportamiento hacia el imperio de la ley, la salud mental y la armonía social”. Lo que habrá que definir es el cómo alcanzarlo.

En esa dirección, como medidas sustitutivas o complementarias a la privación de libertad, se han desarrollado los principales conceptos de la “justicia restaurativa”, conceptos que han sido aplicados principalmente y con algún éxito en la justicia penal juvenil, pues se pretende, como su nombre lo dice, “restaurar” en la víctima del delito, parte del daño y darle, además, la oportunidad de perdonar al infractor; en la comunidad, la posibilidad de retornar a la armonía social; y, en el infractor, la oportunidad de recuperar su autoestima y su lugar en la comunidad.

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