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Thursday 25 Apr 2024 | Actualizado a 18:18 PM

Naranjas y pasankallas

El debate suscitado por la presencia masiva de ciudadanos que, en fines de semana o feriados, bajan en teleférico desde El Alto a las inmediaciones del MegaCenter, en la zona Sur de La Paz, me recuerda una viñeta de Mafalda. Ante un grafiti que proclama “El pueblo al poder”, Susanita reacciona: ¿Para que después quede todo el poder lleno de cáscaras de naranja, papeles usados y manchas de sándwiches de chorizo?

La respuesta de Susanita es la de muchas personas que, vivan o no en Irpavi, se han dado a la tarea de reclamar normas de urbanidad y limpieza como requisito previo para compartir un espacio de esparcimiento con sus conciudadanos de El Alto. Como si la presencia de centenas de nuevos visitantes en cualquier centro comercial no generara de manera ineludible, junto a un mayor consumo y una mayor ganancia, más basura y más deterioro.

Lo que corresponde, en ese caso, es que los concesionarios del negocio incrementen los turnos de limpieza, reparen lo deteriorado y mejoren la infraestructura para dar acomodo a la nueva clientela. Poner cartelitos o iniciar campañas educativas para enseñar a los “bárbaros” a comportarse en terreno “civilizado” no es más que una forma de discriminación velada: asume que la suciedad la traen los otros; implica que hay quien educa y quien necesita ser educado; generaliza, y por tanto perpetúa, el prejuicio de que los habitantes del sur son limpios y educados, mientras que aquellos que llegan en teleférico son sucios y maleducados. Bajo esa misma lógica es que se prohibía el ingreso al centro de la ciudad a quienes vestían “el calzón horroroso y grotesco de los indios, que a la fecha no dan muestras de transformación de aquel traje primitivo”, como decía literalmente una ordenanza municipal de 1907.

Lo irrefutable es que el pueblo ha llegado al poder, y eso horroriza a Susanita. El pueblo que come sándwiches de chorizo ha asumido su ciudadanía global y decide en toda su libertad salir el domingo a pasear en teleférico y, cargado de naranjas y pasankallas, aterriza en un centro comercial donde hasta ahora pocas veces llegaba. Y así, pues, lo coloniza y se apropia de él, como antes lo hizo con otros símbolos del capitalismo como la Coca-Cola, la música pop, el cine de Hollywood o las hamburguesas. Los “bárbaros” han llegado a las puertas mismas del consumismo globalizado, han roto los diques que se erigieron hace años sobre la geografía de la ciudad, los colores de piel, los apellidos o la pertenencia a ciertos colegios, clubes o barrios. El aymara urbano no solamente detenta hoy un alto poder adquisitivo, sino que está libre de temores atávicos: —Voy donde me da la gana, parece decir, y a ver quién se atreve a decirme que no puedo entrar por cómo me visto, cómo me veo o cómo me comporto.

Hay quien se atreve, pero no lo critica de frente, sino a través de las redes sociales, o en la metáfora de pegar una pastilla de jabón en el ascensor para recordarles que deben bañarse antes de abordarlo. La respuesta a esas actitudes abiertamente discriminadoras genera un poco de esperanza: mucha gente discute temas que, hasta hace poco, se daban por obvios. Un grupo invita a celebrar nuestras diferencias compartiendo un “Mega-apthapi por La Paz” en las afueras del MegaCenter, y otro grupo responde irónicamente invitando a una “Jailoneada por El Alto” frente a un centro comercial en Ciudad Satélite. Todas respuestas novedosas, divertidas, pacíficas y reflexivas, liderizadas por jóvenes de a pie que no quisieron quedarse callados frente a un debate que, a pesar de años de discriminaciones institucionalizadas, apenas empieza.

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El fuego y el agua

Durante la época seca, de abril a octubre, el sol quema los pastizales. Entonces, una colilla de cigarro botada al descuido, una fogata desatendida, cualquier chispa inocente o malvada provoca un fuego incontrolable y fatal. En Cochabamba hemos visto con una frecuencia desoladora los incendios, como dragones dormidos, consumiendo los pinos y eucaliptos que los escolares plantan durante sus excursiones al Parque Tunari, en las serranías que rodean la ciudad.

Muchos de los incendios son provocados: chaqueos que se descontrolan, hectáreas en el parque que se desmontan para cultivar o para lotear. Más abajo, en las faldas del Tunari, se construyen caminos en las laderas, se explotan lechos por arena o piedras, se aplanan cerros y se amplían franjas de río para construir y urbanizar.

Durante la época de lluvias, de noviembre a marzo, las precipitaciones remojan la tierra dañada por el fuego. Las raíces de los árboles quemados, débiles y quebradizas, no resisten y se sueltan. Los cauces, perturbados por las volquetas, se remozan y las aguas regresan a retomar sus vías naturales. La tierra, sin vegetación que la contenga, se desprende y arrastra. Los cerros removidos se caen. El río y la montaña y los árboles se defienden y atacan: los metros que la fuerza del hombre le ha arrebatado al parque se pierden irremediablemente.

En el origen de la terrible tragedia que ha sobrevenido a Tiquipaya (corazón de la Madre Tierra) está la transgresión contra el Parque Tunari que llevamos perpetrando desde hace décadas. Una somera búsqueda en internet nos da muchas respuestas: el algoritmo parea inmediatamente las palabras incendio y Tunari.

Agosto 2017: incendio consume más de 2.000 hectáreas en el parque Tunari. Septiembre de 2017: 55 incendios en el parque. Octubre 2017: reportan incendio de magnitud en el parque Tunari. Noviembre de 2017: la ciudad se cubre de humo por incendio en el Parque Tunari. Diciembre de 2017: se registra un incendio en el Parque Tunari. Febrero 2018: una enorme mazamorra destruye cientos de viviendas y provoca cuatro fallecidos y seis desaparecidos. El lodo, las piedras y el agua que alcanzan hasta cinco metros de altura en algunos lugares provienen del río Taquiña, que baja hacia Tiquipaya desde el Parque Tunari. Pocas veces veremos de manera más clara la relación mortal que se puede establecer entre el fuego y el agua, entre el hombre y la naturaleza, entre la ciudad y la montaña.

La Cochabamba en la que crecí, hace no tantos años, era una ciudad de maizales y de conejos; de uvas y duraznos, de estrellas nocturnas; de choclos y techos de tejas. En la Cochabamba de hace no tantos años se iba a casi todas partes caminando.

La Cochabamba de hoy es una ciudad de cemento y asfalto, que hierve en el calor del verano. Las pocas casas que quedan se ahogan rodeadas de edificios. Ya no hay árboles de damasco, los jardines se usan como garaje para los miles de autos que incrementan la contaminación y hacen imposible, o al menos desagradable, caminar a tu destino.

Hay una relación directa entre la transformación de la ciudad, los incendios en el Parque Tunari y la mazamorra en Tiquipaya. Se llama depredación, descuido e inconsciencia. Y afecta, fatalmente, al corazón de la Madre Tierra.

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Hoy votamos

Las calles estarán sin el tráfico desquiciante de todos los días, incluso los domingos. Los colegios se llenarán de adultos que, a regañadientes o no, irán a cumplir un deber cívico. En las calles, los puestos de helados, sándwiches y golosinas. Hoy votamos.

A fuerza de repetirse ritualmente, los procesos electorales han ido perdiendo la emoción que tenían cuando eran fruto de una larga resistencia a la dictadura. Recuerdo ir con mis padres a verlos votar apenas recuperada la democracia. Recuerdo el desafío y el orgullo con el que mis vecinos se mostraban unos a otros su dedo entintado, símbolo de un derecho recuperado que no se dejaría conculcar de nuevo.

Y hoy nos dicen que la forma de expresar descontento es pifiar nuestro voto. Y hoy los chicos, quienes nunca tuvieron que poner colchones en las ventanas de sus casas para evitar las balas perdidas, discuten por redes sociales las formas más creativas de votar nulo. Y hoy quieren hacernos creer que las elecciones judiciales son un referéndum de apoyo o rechazo al proceso de cambio. Y no lo son.

Las elecciones judiciales son una forma de elegir a las autoridades que van a tener la potestad de administrar, y ojalá transformar, el malhadado sistema de justicia boliviano. No hay nada oscuro ni torcido en que, así como elegimos autoridades legislativas o ejecutivas, elijamos autoridades judiciales. Está escrito en la Constitución (que ahora todos defienden, cuando pelearon como fieras para evitar que se apruebe). Forma parte del modelo de democracia que, como sociedad, hemos adoptado. Es nuestro derecho: elegir a quienes nos gobiernan desde cualquiera de los órganos del Estado.

Hay quienes afirman que el proceso está viciado porque los postulantes no fueron seleccionados de forma transparente. Y como prueba de ese vicio muestran que algunos de los postulantes trabajaron en instancias del Estado. ¿Y dónde más van a trabajar los profesionales en derecho para acumular experiencia en el ejercicio del servicio público? ¿Desde cuándo es delito ejercer tu profesión en una instancia estatal? ¿Por qué tendría que inhabilitarte moralmente el haber trabajado en el Estado antes de postularte para un trabajo en el Estado?

En todo caso, independientemente de que votemos o no por ellos, deberíamos agradecer a cada uno de los postulantes por poner su nombre, su rostro y su trayectoria sobre la mesa (o, para ser más exactos, sobre la papeleta). Así como nosotros ejercemos nuestro derecho a elegir, ellos están ejerciendo su derecho a ser elegidos, y eso merece respeto. Solo por hacerlo, muchos se han visto cuestionados, escudriñados, acusados y tachados con todo tipo de epítetos. ¿En qué otra profesión o rama uno debe someterse al juicio popular para ascender en su carrera? ¿Qué tiene de malo, en sí mismo, postular a un cargo público?

Es cierto que varios de los magistrados por los que votamos hace cinco años no han estado a la altura del cargo para el que fueron elegidos. Pero eso no significa automáticamente que los que postulan ahora cometerán los mismos errores, o delitos. Demos a estos nuevos postulantes el mínimo beneficio de la duda: votemos.

Anular el voto es perder la posibilidad de demandar a los electos un cumplimiento cabal de su servicio. Anular el voto es autoexcluirse del proceso democrático. Anular el voto es menospreciar el sacrificio de todos los que lucharon, sufrieron y murieron por recuperar el derecho a que hoy votemos. 

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Hoy votamos

Las calles estarán sin el tráfico desquiciante de todos los días, incluso los domingos. Los colegios se llenarán de adultos que, a regañadientes o no, irán a cumplir un deber cívico. En las calles, los puestos de helados, sándwiches y golosinas. Hoy votamos.

A fuerza de repetirse ritualmente, los procesos electorales han ido perdiendo la emoción que tenían cuando eran fruto de una larga resistencia a la dictadura. Recuerdo ir con mis padres a verlos votar apenas recuperada la democracia. Recuerdo el desafío y el orgullo con el que mis vecinos se mostraban unos a otros su dedo entintado, símbolo de un derecho recuperado que no se dejaría conculcar de nuevo.

Y hoy nos dicen que la forma de expresar descontento es pifiar nuestro voto. Y hoy los chicos, quienes nunca tuvieron que poner colchones en las ventanas de sus casas para evitar las balas perdidas, discuten por redes sociales las formas más creativas de votar nulo. Y hoy quieren hacernos creer que las elecciones judiciales son un referéndum de apoyo o rechazo al proceso de cambio. Y no lo son.

Las elecciones judiciales son una forma de elegir a las autoridades que van a tener la potestad de administrar, y ojalá transformar, el malhadado sistema de justicia boliviano. No hay nada oscuro ni torcido en que, así como elegimos autoridades legislativas o ejecutivas, elijamos autoridades judiciales. Está escrito en la Constitución (que ahora todos defienden, cuando pelearon como fieras para evitar que se apruebe). Forma parte del modelo de democracia que, como sociedad, hemos adoptado. Es nuestro derecho: elegir a quienes nos gobiernan desde cualquiera de los órganos del Estado.

Hay quienes afirman que el proceso está viciado porque los postulantes no fueron seleccionados de forma transparente. Y como prueba de ese vicio muestran que algunos de los postulantes trabajaron en instancias del Estado. ¿Y dónde más van a trabajar los profesionales en derecho para acumular experiencia en el ejercicio del servicio público? ¿Desde cuándo es delito ejercer tu profesión en una instancia estatal? ¿Por qué tendría que inhabilitarte moralmente el haber trabajado en el Estado antes de postularte para un trabajo en el Estado?

En todo caso, independientemente de que votemos o no por ellos, deberíamos agradecer a cada uno de los postulantes por poner su nombre, su rostro y su trayectoria sobre la mesa (o, para ser más exactos, sobre la papeleta). Así como nosotros ejercemos nuestro derecho a elegir, ellos están ejerciendo su derecho a ser elegidos, y eso merece respeto. Solo por hacerlo, muchos se han visto cuestionados, escudriñados, acusados y tachados con todo tipo de epítetos. ¿En qué otra profesión o rama uno debe someterse al juicio popular para ascender en su carrera? ¿Qué tiene de malo, en sí mismo, postular a un cargo público?

Es cierto que varios de los magistrados por los que votamos hace cinco años no han estado a la altura del cargo para el que fueron elegidos. Pero eso no significa automáticamente que los que postulan ahora cometerán los mismos errores, o delitos. Demos a estos nuevos postulantes el mínimo beneficio de la duda: votemos.

Anular el voto es perder la posibilidad de demandar a los electos un cumplimiento cabal de su servicio. Anular el voto es autoexcluirse del proceso democrático. Anular el voto es menospreciar el sacrificio de todos los que lucharon, sufrieron y murieron por recuperar el derecho a que hoy votemos. 

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Dice la ciudad

Estoy aquí desde hace siglos. Me ha tocado ver desde mis cúpulas, desde mis cielos y mis laderas tantos atardeceres renegridos, tantas intenciones, tantas miserias y tantas maravillas (…).

Me canso a veces de observar solamente, y entonces me alargo, me oscurezco, abro y destapo mi silencio, me planto como algo más que un fantasma erguido, como algo más que una torre que sangra todavía por heridas cinceladas en inviernos lejanos. Me propongo gritar y que a mi grito se ensucie el cielo con palomas asustadas y se aparten en pánico los hombres que se recuestan, se reúnen, se odian y se lloran entremezclados a mis pies.

Estoy harta de sentarme a tiritar en los amaneceres azules, estrechándome contra los hombros desarmados de los mendigos, borrachos y campesinos que duermen a mis pies. Por un tiempo me entretenía mirando el paso inacabable de tranvías, buses, taxis, minibuses… todos ruidosos, todos iguales, llevando de un extremo al otro de mis venas una historia diferente y un destino similar. Ahora ya me duele su pasar resollante, quiero esconderme, sacudirme, rascarme, quiero descansar.

Me abruman los gritos anunciando, vendiendo, vociferando, protestando, convocando, conversando, contando historias siempre fragmentarias, siempre incompletas. Me cansan las luces, los carteles, las vallas, los grafitis, los carteles, los puestos, los perros, los hombres que hablan siempre, pero nunca terminan de contar. Debe ser que me estoy poniendo vieja.

En las noches de lluvia me duelen las piedras y las articulaciones. Poco a poco se desprenden mis aristas talladas, se me enredan los cables, se me nubla la vista, se hunde y se arruga mi piel, hastiada ya de vibrar al paso estridente de los autos, de las modas, del tiempo. Se descascara mi rostro, se acumula el polvo, pierdo mis llaves y olvido los nombres de mis plazas y calles.

Sí, ya me estoy poniendo vieja. Y aun así me siguen agujereando los resquicios y las articulaciones con el cemento rígido, con el ladrillo corrosivo, con el veneno alado. Me siguen taladrando, trajinando; innovan, construyen, destruyen, tienden, cuelgan, complican, clavan, abren, cierran, pulen, mueven, restauran, amontonan, esparcen, crean, adoquinan, asfaltan, invaden, desgastan… me están matando.

Deseo a veces poder desperezarme, sacudirme de pronto y tirar por el suelo tantos pasados, tantos futuros, tanto estrés, tanta miseria y tantos julios hacinados. Verlos rodar, deshacerse, desaparecer en el cañón y rodar hacia los ríos domesticados que cruzan de un lado a otro esta ínclita ciudad.
Y ya libre de cansancios, de turistas, de risas y de desolaciones, estiraría los brazos: derramaría como arvejas de la falda todos los minibuses, los ladrillos, los anaqueles, los edificios y sí, también a los millones de hombres. Aspiraría con fuerza el viento limpio de los achachilas y desataría mi voz para celebrar: ¡por fin la paz! Pero es solo una fantasía, seguramente fruto de mi larga edad.

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‘Reforzar la educación en valores’

Ante el asesinato de un joven de la promoción de un colegio paceño presuntamente a manos de dos de sus compañeros de curso, el Viceministro de Educación emitió una resolución y mandó un memorándum instruyendo a los maestros “reforzar la educación en valores”. Al mismo tiempo, los compañeros de curso de los protagonistas de esta triste historia decidieron hacer un pacto de silencio sobre el tema. Y el director del colegio cerró las puertas e impidió a los muchachos asistir al velorio.

¿Qué valores están expresando estas actitudes? Ante la tragedia de una familia que sufre la pérdida de un hijo, en lugar de solidarizarse, los compañeros de curso y las autoridades del colegio se callan y se encierran… casi como si tuvieran algo que esconder.

Y en realidad sí hay algo que no quieren que se sepa: el grado de acoso escolar que existe en las aulas de nuestros colegios y escuelas. En este caso en particular, la palabra bullying transita de un lado al otro de la tragedia. A tiempo de entregarse a la Policía, uno de los autores confesos del crimen declaró que lo hizo en venganza por las constantes burlas que recibía por parte de la víctima. Otros testimonios recogidos por la prensa relatan que el crimen puede más bien haber sido el punto final en una escalada de acoso que sufría la víctima por parte de sus asesinos. ¿Quién puede saber la verdad si no son los compañeros, profesores y autoridades del colegio en los que ambos pasaban gran parte de cada día? ¿Cómo podemos los padres de familia mandar a nuestros hijos a la escuela si ante este tipo de situaciones los responsables de enseñar y acompañar a los niños cierran la puerta y se callan?

La escuela es un espacio donde los niños reciben, además de la educación elemental, la socialización necesaria para funcionar como miembros de una sociedad determinada. Al compartir un espacio cotidiano con otras personas, día tras día, los niños y jóvenes aprenden las reglas de convivencia, los comportamientos aceptados y aceptables, las expectativas y limitaciones que se ciernen sobre ellos en razón del grupo social al que pertenecen, y los valores predominantes de la sociedad en la que viven.

Si bien muchos maestros alegan que la educación en valores debe ser enseñada en la familia, la verdad es que el tiempo prolongado que los niños transcurren en las escuelas hacen que ése sea el espacio donde se viven los conflictos emocionales, se enfrentan los dilemas éticos y se reciben las consecuencias positivas o negativas inmediatas de las decisiones que se toman. Es en las aulas y en los patios del colegio donde se ponen en práctica los valores; y es de acuerdo con esa praxis cotidiana que se fijan o no los parámetros éticos que van a guiar el comportamiento futuro.

¿Qué significa entonces la instrucción de reforzar la educación en valores en todas las escuelas y colegios públicos de Bolivia? ¿Existe acaso una materia llamada valores que debe recibir una mayor carga horaria? ¿Existe un taller de convivencia, o una consejería permanente o un psicólogo que atiende a los estudiantes en un horario que pueda ampliarse? ¿Se capacita a los maestros en ontología, ética o valores y la instrucción de “reforzar la educación en valores” los habilita a empezar una cruzada de traspaso de su amplio conocimiento en esta área?

La verdad es que los valores no se enseñan, sino que se practican. Y hacer un pacto de silencio y cerrar las puertas ante la muerte de un compañero nos demuestra la práctica de un valor solamente: el de la autopreservación egoísta.

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