Naranjas y pasankallas
El debate suscitado por la presencia masiva de ciudadanos que, en fines de semana o feriados, bajan en teleférico desde El Alto a las inmediaciones del MegaCenter, en la zona Sur de La Paz, me recuerda una viñeta de Mafalda. Ante un grafiti que proclama “El pueblo al poder”, Susanita reacciona: ¿Para que después quede todo el poder lleno de cáscaras de naranja, papeles usados y manchas de sándwiches de chorizo?
La respuesta de Susanita es la de muchas personas que, vivan o no en Irpavi, se han dado a la tarea de reclamar normas de urbanidad y limpieza como requisito previo para compartir un espacio de esparcimiento con sus conciudadanos de El Alto. Como si la presencia de centenas de nuevos visitantes en cualquier centro comercial no generara de manera ineludible, junto a un mayor consumo y una mayor ganancia, más basura y más deterioro.
Lo que corresponde, en ese caso, es que los concesionarios del negocio incrementen los turnos de limpieza, reparen lo deteriorado y mejoren la infraestructura para dar acomodo a la nueva clientela. Poner cartelitos o iniciar campañas educativas para enseñar a los “bárbaros” a comportarse en terreno “civilizado” no es más que una forma de discriminación velada: asume que la suciedad la traen los otros; implica que hay quien educa y quien necesita ser educado; generaliza, y por tanto perpetúa, el prejuicio de que los habitantes del sur son limpios y educados, mientras que aquellos que llegan en teleférico son sucios y maleducados. Bajo esa misma lógica es que se prohibía el ingreso al centro de la ciudad a quienes vestían “el calzón horroroso y grotesco de los indios, que a la fecha no dan muestras de transformación de aquel traje primitivo”, como decía literalmente una ordenanza municipal de 1907.
Lo irrefutable es que el pueblo ha llegado al poder, y eso horroriza a Susanita. El pueblo que come sándwiches de chorizo ha asumido su ciudadanía global y decide en toda su libertad salir el domingo a pasear en teleférico y, cargado de naranjas y pasankallas, aterriza en un centro comercial donde hasta ahora pocas veces llegaba. Y así, pues, lo coloniza y se apropia de él, como antes lo hizo con otros símbolos del capitalismo como la Coca-Cola, la música pop, el cine de Hollywood o las hamburguesas. Los “bárbaros” han llegado a las puertas mismas del consumismo globalizado, han roto los diques que se erigieron hace años sobre la geografía de la ciudad, los colores de piel, los apellidos o la pertenencia a ciertos colegios, clubes o barrios. El aymara urbano no solamente detenta hoy un alto poder adquisitivo, sino que está libre de temores atávicos: —Voy donde me da la gana, parece decir, y a ver quién se atreve a decirme que no puedo entrar por cómo me visto, cómo me veo o cómo me comporto.
Hay quien se atreve, pero no lo critica de frente, sino a través de las redes sociales, o en la metáfora de pegar una pastilla de jabón en el ascensor para recordarles que deben bañarse antes de abordarlo. La respuesta a esas actitudes abiertamente discriminadoras genera un poco de esperanza: mucha gente discute temas que, hasta hace poco, se daban por obvios. Un grupo invita a celebrar nuestras diferencias compartiendo un “Mega-apthapi por La Paz” en las afueras del MegaCenter, y otro grupo responde irónicamente invitando a una “Jailoneada por El Alto” frente a un centro comercial en Ciudad Satélite. Todas respuestas novedosas, divertidas, pacíficas y reflexivas, liderizadas por jóvenes de a pie que no quisieron quedarse callados frente a un debate que, a pesar de años de discriminaciones institucionalizadas, apenas empieza.