Un país en franco declive
De ese duelo inesperado, y ante los ojos del mundo, Francia se levantó rápidamente y con dignidad
Un país que parecía vivir de glorias pasadas, en un continente igualmente alicaído, desanimado, unido en una alianza de ambiciosos objetivos que sin embargo parecía cada año más ingobernable. Un país que desde hace algunos años solo estaba haciendo noticia mundial por los azares amorosos de sus presidentes, su debilitada economía, la insatisfacción de sus ciudadanos expresada en huelgas y masivas protestas, y una creciente polarización en temas como la inmigración, el uso del velo islámico y el matrimonio homosexual.
Un país cuya influencia cultural, lingüística y diplomática ha decrecido progresivamente en el concierto mundial. Así estaba Francia hasta el miércoles 7 de enero por la mañana. La mañana que dio inicio a tres días en que el país fue sacudido por el terrorismo, la irracionalidad, con ataques de franceses a otros franceses (no eran criminales importados) que causaron 17 muertos —pudieron haber sido más— y decenas de heridos, con víctimas de todas las razas, oficios y religiones. Aunque ya existe información preliminar sobre los autores de las matanzas, la investigación continúa para esclarecer en detalle los crímenes horrendos que golpearon el crisol de esa sociedad.
Sin embargo de ese duelo inesperado, y ante los ojos del mundo, Francia se levantó rápidamente y con dignidad. Desde sus líderes hasta sus ciudadanos más anónimos y sus niños. En las calles, en las iglesias, en las mezquitas, en las sinagogas, el domingo 11 de enero y en los días anteriores, con espontáneas manifestaciones de unidad. Y lo hizo, en aplastante mayoría, no para exigir venganza, no para culpar a la inmigración, ni para amenazar a ninguna etnia, religión o país.
Francia se levantó para consolar a los deudos, para continuar el trabajo interrumpido por los asesinos, para recordar ese concepto que le es tan propio, la república laica, y para abrazar en ella su multiculturalidad dañada, que hoy parece insuficiente para reconfortar a quienes temen quedarse en el país, exponiéndose a nuevos ataques.
La reconfortante visión de la unidad nacional de Francia, y de la disfuncional familia europea y de países alrededor del mundo arropándola en esta tragedia en solidarios gestos en todas las latitudes, no podrá durar para siempre. Y los serios problemas que el país tenía hasta el miércoles siguen estando ahí.
Empero, quizá algo profundo haya cambiado en el dolor. Al refugiarse en sí misma y evocar lo que levantó al país de guerras y anteriores catástrofes, Francia está recordando su identidad. Eso explica la cordura y el admirable actuar ciudadano. Y eso es bueno no solo para los franceses. Porque el mundo, y no solo Francia, necesita los valores del Principito y de Asterix, la gallardía de Cyrano de Bergerac y D’Artagnan, el humor de Molière y la poesía de Rimbaud, el drama edificante de Victor Hugo, la filosofía de Sartre y Simone de Beauvoir, la creatividad de Saint Laurent, las voces de Piaf y Aznavour, la sátira de Charlie Hebdo, y los aportes de tantos otros grandes franceses, demasiados para caber en este párrafo, muchos de ellos de origen inmigrante.
El mundo los necesita a todos ellos y a sus sucesores, para que sigan inspirándonos a amar, a soñar, a crear, a reírnos, a batallar por ideales, a cuestionarnos y debatir lo que todos los demás dan por sentado, a desafiar convencionalismos y encontrar esperanza en la oscuridad.
El domingo 11 de enero, la ciudad más bella del mundo encontró dentro de sí una nueva belleza. Sus habitantes marchando por la libertad. Para Francia, el deseo es que el arcoíris que marcó este domingo inolvidable sea presagio de esperanza.