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Un presente griego

La reciente victoria electoral de Alexis Tsipras, que a sus 40 años lo convirtió en el más joven Primer Ministro de Grecia, está provocando la angustia de la oligarquía local, habituada a evadir impuestos, monopolizar contratos, soslayar pagos a los bancos y manipular las decisiones políticas para corregir la errática conducción de las finanzas públicas en ese atribulado país que, en el último quinquenio, se empobreció hasta alcanzar inauditos niveles de indigencia.

Lo que más me impresionó de las primeras declaraciones de Tsipras no fueron sus propósitos de enmendar los errores económicos de gobiernos previos, sino su voluntad de restaurar la dignidad de una nación vapuleada por los mandatarios de la Unión Europea que se ensañaron contra Atenas, aprovechando su indefensión frente al peso de aquella enorme deuda que ronda los 310.000 millones de dólares. Es que sucede a los países, como a las personas, que agobiados por las obligaciones y la pobreza lacerante, cuando acuden al prestamista usurero, éste se arroga el derecho no solo de darles lecciones de moral, exigiendo los términos más draconianos para recuperar su dinero, sino también aprovecha su situación superior para humillarlos y avergonzarlos de su triste postración. Esto aconteció con Grecia, que le ha arrebatado a Turquía, su legendario rival, el epíteto de “hombre enfermo de Europa” que el país otomano lucía hace más de un siglo.

Para la captura del poder, Tsipras usó como instrumento partidario a Syriza, heteróclita alianza de izquierdas radicales, con la que se hizo de una cómoda mayoría parlamentaria. Con ese triunfo en las urnas, el sentimiento popular se creyó reivindicado; empero, trasladó su pesadilla a los acreedores, que son principalmente tres: la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional.

En principio, la troika no está llana a renegociar la deuda, que por el enmarañado tejido de compromisos suscritos entre los países de la Unión hace difícil el camino hacia una solución inmediata. Sin embargo, tampoco se desea que Grecia abandone sus pagos, por ejemplo, saliendo de la zona euro, lo que tendría funestas consecuencias para la emblemática moneda y para los mercados internacionales. Esa circunstancia otorga a Tsipras un fluido margen de negociación, que podría incluir su posible veto cuando se trate de acentuar las sanciones aplicadas por la Unión Europea a Rusia, castigándola por su incursión en Ucrania.

Evidentemente ello explica su comedida vinculación con Vladimir Putin. Paralelamente, a nivel político las agrupaciones de la izquierda europea han celebrado la victoria de Syriza como suya propia, e incluso alucinan con un efecto dominó que afectaría las elecciones en naciones sureñas, comenzando por España (con el Podemos de Pablo Iglesias) y llegando hasta Francia (con Jean Louis Melenchon). Ese sería el caldo de cultivo para quienes pronostican la implosión de la Unión Europea.

Todo me recuerda aquello de que los campesinos predican que “quien paga sus deudas, se empobrece”, pero en la encrucijada en la que se halla Grecia, con una economía exangüe y un pueblo que impacientemente exigirá resultados, a los acreedores no les quedará otro remedio que rescalonar el pago de la factura en algunos decenios, remitiendo la deuda a las “calendas griegas”, para usar un término con leyenda nacional.