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Vuelo al infierno

Las compañías aéreas están acostumbradas a tratar al pasajero como a ganado

/ 1 de febrero de 2015 / 04:00

Yo creía que lo había visto todo. Pero esta Navidad, durante mi acostumbrado viaje familiar Barcelona-Lima, descubrí que las líneas aéreas pueden, aunque parezca imposible, hacerlo peor. Nuestro vuelo Barcelona-Madrid embarcó con retraso. Llegamos a Madrid a la hora en que, según mi tarjeta de embarque, ya estaba por despegar el vuelo a Lima. Al bajar, le pregunté al personal de tierra si llegaríamos al siguiente avión. Nadie lo garantizó. Atravesamos dos terminales corriendo.

Cuando al fin llegamos a la sala de embarque, la aeronave seguía en tierra. Pensamos que habíamos tenido suerte. En realidad, tuvimos más de la necesaria: la hora de salida del vuelo llegó, pasó y quedó atrás. Los empleados de la aerolínea no sabían cuánto retraso tendríamos. No podían responder. Pasada medianoche, avisaron que nuestro vuelo no saldría. Quizá al día siguiente.

Los pasajeros fuimos arreados de vuelta al exterior del aeropuerto, y abandonados ahí hasta que alguien de la aerolínea se dignase aparecer. Como nadie lo hacía, subimos a preguntar a una oficina. Nos mandaron de vuelta abajo. Agotados, mis hijos juraron que no querían ir a Perú ni ver a sus abuelos nunca más. Luego se durmieron en el suelo del aeropuerto. Al fin, un empleado nos metió a todos en un autobús y nos llevó a un hotel. Teníamos dos horas para dormir. Saldríamos de regreso a las 05.00. Casi de madrugada, exhaustos y furiosos, subimos al avión. Ya sentados, esperamos en la pista una hora más. Atrás de mi asiento una mujer lloraba. Viajaba al sepelio de su padre, pero había perdido su conexión en Perú. Había comprado otro billete por internet, y con el nuevo retraso volvería a perderlo. Mil dólares tirados a la basura en solo cinco horas. Entre el personal de vuelo nadie supo tranquilizarla. Nadie se haría responsable.

Con esperanza, recordé el sistema de entretenimiento a bordo. Al menos ahora teníamos una pantallita con películas y juegos para relajarnos. Pero no, nuestras pantallas no funcionaban. Me esperaban 12 horas de vuelo de día con dos niños pequeños que habían dormido mal… y sin recursos para distraerlos.

Las compañías aéreas están acostumbradas a tratar al pasajero como a ganado. Y las fiestas de fin de año les ofrecen la oportunidad de cobrar más por tratarnos peor. Pagando cinco o seis mil dólares, tú y tu familia pueden ser privados de sueño, obligados a pagar sumas extra y abandonados en aeropuertos inhóspitos sin ropa interior de recambio. Es como pagarle a tu torturador más que a tu médico.

Sin embargo lo peor de todo es que no hay un ser humano a quien ­reclamar. Ante cada problema, los técnicos, azafatas y sobrecargos se limitaban a decir “no puedo hacer nada”, “no depende de mí”, “está fuera de mi responsabilidad”. ¿Por qué las compañías no ponen a alguien que sí pueda hacer algo? El personal de la aerolínea incluso me respondía con las mismas frases. Como máquinas, ponían en marcha el “protocolo-para-pasajero-histérico”. Nadie podía resolver los problemas. El sistema está diseñado para que no se resuelvan.

Lo mismo ocurre cuando uno quiere presentar una queja a una compañía telefónica. Cuando te quieren vender algo, te llaman hasta el hartazgo. En su publicidad te cuentan cómo les preocupan las familias, la ecología y el futuro de la humanidad. Pero cuando tienes una dificultad real, no puedes acudir a ninguna persona. Solo hay voces telefónicas que te desvían a otras voces, que te mandan a otras más, hasta que te rindas. Las grandes compañías son demasiado grandes para rebajarse a hablar con sus miserables usuarios.

Durante mi viaje infernal, en mi último esfuerzo por protestar, un sobrecargo me entregó una hoja de reclamación: “Yo no puedo hacer nada”, repitió una vez más, “pero esta hoja llega a la empresa, para que quede constancia”. Y llené la hoja para que la lea “la empresa”, esa entidad sin rostro, ya que los humanos con rostro no tenían vida real.

Es escritor peruano, columnista de El País.

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Mentir con estilo

Para mentir no hacen falta palabras. Puedes esconder la realidad detrás del maquillaje

/ 4 de diciembre de 2016 / 04:13

Marine Le Pen se pone mona. Para las próximas elecciones, la líder de la ultraderecha francesa ha renovado su fondo de armario simbólico: las esvásticas y los botines militares están out. Ahora lo que se lleva es un amable rosa azul, nuevo logo del Frente Nacional. Nada de retratos de Petain o Mussolini. En las paredes de la nueva sede del partido cuelgan fotos de Einstein, lenguas de los Rolling Stones y hasta un grafiti de Banksy supercuqui.

Para mentir no hacen falta palabras. Puedes esconder la realidad detrás del maquillaje o de una ropa bien escogida. Ni siquiera hace falta ser famoso. Mentir con estilo está al alcance de cualquiera: te pones un sujetador push up y ya no eres real. Te anudas una corbata para pedir un préstamo en el banco y estás faltando a la verdad. Te pones un reloj Swatch con la cara del Che Guevara y explota el polígrafo.

El más preocupado con todo esto es el creador de Facebook, Mark Zuckerberg. Durante la campaña de Donald Trump su red social sirvió como plataforma de millones de noticias falsas: “Obama fundó el ISIS”. “El Papa pide el voto para Trump”. “El cambio climático es un invento de los chinos para perjudicar a Estados Unidos”. A fuerza de repetirlas millones de veces en Facebook, las mentiras se fueron convirtiendo en verdades.

Ante las críticas, Zuckerberg ha anunciado medidas para comprobar la veracidad de la información en la red. Por lo pronto, para verificar la campaña de Le Pen necesitará un equipo de estilistas, peluqueros y decoradores de interiores.

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Muñeca

Hoy las muñecas desarrollan toda una gama de roles, desde ejemplos profesionales hasta de consumo.

/ 23 de julio de 2016 / 04:09

A mi hija de cinco años le han regalado una muñeca gigante. Es más alta que la niña. Lleva un traje a la moda, maquillaje y una pulsera en el tobillo. Su dueña no la ve como una bebé, sino como una amiga madura y experimentada.

— Papi, ¿sabes que cuando sea grande voy a ir a fiestas y beber cerveza? — ¿De dónde has sacado eso, cariño? — Me lo ha explicado mi muñeca, afirma mi hija.

La muñeca gigante se pasa la vida explicándole cosas. Antes, por las noches, frente al televisor, yo me sentaba junto a mi niña. Ahora, la muñeca se interpone entre nosotros, y la niña le cuchichea. A veces, parece que me miran y se ríen entre ellas.

— Papi, ¿sabías que cuando sea grande voy a divorciarme? — Bueno, tienes todavía un tiempo para pensarlo… — Me lo ha dicho la muñeca. Y me quedaré con los bienes de mi marido. Y con los niños.

He tratado de discutir esos extremos, pero, al parecer, la muñeca gigante goza de más credibilidad que yo.

En los viejos tiempos, las muñecas cumplían el papel de hijas de sus dueñas, modelo a escala de la familia tradicional. Hoy, desarrollan toda una gama de roles, desde ejemplos profesionales hasta íconos de consumo o escaparates de la diversidad cultural. Cada muñeca es una mujer en potencia: un futuro posible para sus usuarias y sus familias.

He aceptado el cambio con espíritu abierto y tolerante. Pero de noche, cuando me acerco a besar a mi hija dormida, su muñeca me mira con desprecio. Creo que voy a pedir una orden de alejamiento contra ella.

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Vuelve Diana

Tanta exposición mediática de Pippa Middleton es una bomba de tiempo para la familia real

/ 4 de junio de 2016 / 15:47

Pippa Middleton sacude el fantasma de Lady Di. Hace décadas, aquella chica espontánea y juvenil enamoró a los ingleses y refrescó la imagen de la imagen de la familia real británica. Pero los sueños de Diana —y su bulimia— se estrellaron contra el mármol de Buckingham. La separación de Diana y Carlos tuvo todos los elementos de un best seller: la niña buena en la jaula de oro. El príncipe infiel diciéndole a su amante “quiero ser tu támpax”. La villana integral, la reina Isabel, fría ante la tumba de nuestra trágica heroína. El daño a la Corona resultó irreparable.

Una generación después, Guillermo ha conseguido recuperar el aura de familia feliz que su público reclama: su esposa Kate Middleton es sencilla y discreta. El pequeño George queda muy mono recibiendo a Obama en albornoz. Pero nadie los previno contra la cuñada.

El reguero de titulares de Pippa Middleton han hecho saltar las alarmas: “Pippa viaja a esquiar con sus amigos”. “Pippa iba muy elegante al salir del gimnasio”. “Pippa le dio un beso a un chico en un taxi”. Tanta exposición mediática es una bomba de tiempo para la familia real, que, según el Mail on Sunday, le ha ordenado discreción. La prometedora carrera mediática de Pippa ha terminado.

La monarquía es un cuento de hadas. En tiempos de crisis (y Brexits) promueve el sueño de un país estable, lleno de padres amables y niños sonrientes. En cambio, el reality show es el peor enemigo de los cuentos de hadas, porque al final, en la vida real, siempre somos más bajos, más feos y más mezquinos que en la fantasía. Diana pagó la lección con su vida. Ahora Pippa lo sabe también.

Es escritor peruano, columnista de El País.

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Malos

Hoy los héroes van por la vida amargados, escupiendo y maldiciendo. Ser bueno es cosa del pasado

/ 16 de abril de 2016 / 09:18

Batman ha enloquecido. En su última peli, le da por torturar a los criminales que persigue. A algunos los marca con un hierro candente, como al ganado. Roba armas. Y no contento con ser el más chungo del barrio, ahora quiere cargarse a Superman ¿Se puede ser más malo?

Se puede. Basta con echar un vistazo a Deadpool, que sigue en cartelera. Este superhéroe trabaja como mercenario de bolsillo, pegándoles palizas por dinero a repartidores de pizza y otros canallas domésticos. Se enreda en trifulcas de bar y se enamora de una prostituta. Un encanto, vaya. Y los que faltan. Ahora mismo, se prepara para llegar a salas Suicide Squad, sobre una agencia del Gobierno estadounidense que recluta supervillanos para misiones secretas e inconfesables. Entre las líneas del guion que se han filtrado figura: “Oh, no voy a matarte. Solo voy a hacerte mucho, mucho daño”.

No solo los superhéroes se están pasando al lado oscuro. También los personajes infantiles. La NRA (el mayor lobby de armas de Estados Unidos) ha publicado versiones de los clásicos para niños en que los protagonistas llevan armas de fuego. La abuela de Caperucita se defiende del lobo con una escopeta. Hansel y Gretel van por el bosque armados con sendos fusiles.

Hubo un tiempo en que los héroes —como el Capitán América— defendían los valores positivos de Occidente. América era tierra de oportunidades. Europa, un refugio para perseguidos de dictaduras. Hoy que Donald Trump puede ser presidente en Estados Unidos y la extrema derecha marcha por las calles de Bruselas, los héroes se han desencantado. Van por la vida amargados, escupiendo y maldiciendo. Ser bueno es cosa del pasado.

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Poderosas

/ 20 de marzo de 2016 / 04:00

Cuando era primera dama de Reino Unido, Cherie Blair llevaba ropa negra a todos los viajes oficiales. Tenía en la maleta hasta un sombrero oscuro. La razón: el qué dirán. La reina madre estaba mayor y podía morirse en cualquier momento —contaba ya 95 años cuando Tony Blair ganó las elecciones—. Y si su muerte pillaba a Cherie, pongamos, en Tailandia, y la primera dama británica aparecía al día siguiente en las noticias con una blusa floreada, la prensa la destrozaría.

Nadie habla de cómo se visten los importantes. Pero tratamos a las importantes como modelos de pasarela. En un viaje de Sarkozy a España, ocuparon portadas los vestidos de Carla Bruni y la entonces princesa Letizia. A Hillary Clinton le preguntan por su ropa. Para evitar ser esclavizadas por el tema, las más poderosas visten deliberadamente aburridas. Janet Yellen lleva solo colores oscuros. Angela Merkel parece tener un solo traje, que tiñe cada día de un color diferente.

La nueva actitud femenina se llama Sheryl Sandberg. La directora operativa de Facebook, séptima mujer de la lista Forbes, luce Louis Vuitton, Prada y Chanel en la empresa que hizo de la sudadera un ícono. Y, sin embargo, para contrarrestar la maldición de las mujeres, jamás habla de ello. Sandberg ha decretado el silencio. Se niega a mencionar su estilo en sus memorias, a detallar su outfit en las fotos, a contestar preguntas sobre ropa… Mientras no deja de comprarse ropa. La prensa la ha criticado duramente por vestir con gusto y evitar el tema. Pero ella, simplemente hace lo que le da la gana. Eso es ser poderosa de verdad.

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