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Vuelo al infierno

Yo creía que lo había visto todo. Pero esta Navidad, durante mi acostumbrado viaje familiar Barcelona-Lima, descubrí que las líneas aéreas pueden, aunque parezca imposible, hacerlo peor. Nuestro vuelo Barcelona-Madrid embarcó con retraso. Llegamos a Madrid a la hora en que, según mi tarjeta de embarque, ya estaba por despegar el vuelo a Lima. Al bajar, le pregunté al personal de tierra si llegaríamos al siguiente avión. Nadie lo garantizó. Atravesamos dos terminales corriendo.

Cuando al fin llegamos a la sala de embarque, la aeronave seguía en tierra. Pensamos que habíamos tenido suerte. En realidad, tuvimos más de la necesaria: la hora de salida del vuelo llegó, pasó y quedó atrás. Los empleados de la aerolínea no sabían cuánto retraso tendríamos. No podían responder. Pasada medianoche, avisaron que nuestro vuelo no saldría. Quizá al día siguiente.

Los pasajeros fuimos arreados de vuelta al exterior del aeropuerto, y abandonados ahí hasta que alguien de la aerolínea se dignase aparecer. Como nadie lo hacía, subimos a preguntar a una oficina. Nos mandaron de vuelta abajo. Agotados, mis hijos juraron que no querían ir a Perú ni ver a sus abuelos nunca más. Luego se durmieron en el suelo del aeropuerto. Al fin, un empleado nos metió a todos en un autobús y nos llevó a un hotel. Teníamos dos horas para dormir. Saldríamos de regreso a las 05.00. Casi de madrugada, exhaustos y furiosos, subimos al avión. Ya sentados, esperamos en la pista una hora más. Atrás de mi asiento una mujer lloraba. Viajaba al sepelio de su padre, pero había perdido su conexión en Perú. Había comprado otro billete por internet, y con el nuevo retraso volvería a perderlo. Mil dólares tirados a la basura en solo cinco horas. Entre el personal de vuelo nadie supo tranquilizarla. Nadie se haría responsable.

Con esperanza, recordé el sistema de entretenimiento a bordo. Al menos ahora teníamos una pantallita con películas y juegos para relajarnos. Pero no, nuestras pantallas no funcionaban. Me esperaban 12 horas de vuelo de día con dos niños pequeños que habían dormido mal… y sin recursos para distraerlos.

Las compañías aéreas están acostumbradas a tratar al pasajero como a ganado. Y las fiestas de fin de año les ofrecen la oportunidad de cobrar más por tratarnos peor. Pagando cinco o seis mil dólares, tú y tu familia pueden ser privados de sueño, obligados a pagar sumas extra y abandonados en aeropuertos inhóspitos sin ropa interior de recambio. Es como pagarle a tu torturador más que a tu médico.

Sin embargo lo peor de todo es que no hay un ser humano a quien ­reclamar. Ante cada problema, los técnicos, azafatas y sobrecargos se limitaban a decir “no puedo hacer nada”, “no depende de mí”, “está fuera de mi responsabilidad”. ¿Por qué las compañías no ponen a alguien que sí pueda hacer algo? El personal de la aerolínea incluso me respondía con las mismas frases. Como máquinas, ponían en marcha el “protocolo-para-pasajero-histérico”. Nadie podía resolver los problemas. El sistema está diseñado para que no se resuelvan.

Lo mismo ocurre cuando uno quiere presentar una queja a una compañía telefónica. Cuando te quieren vender algo, te llaman hasta el hartazgo. En su publicidad te cuentan cómo les preocupan las familias, la ecología y el futuro de la humanidad. Pero cuando tienes una dificultad real, no puedes acudir a ninguna persona. Solo hay voces telefónicas que te desvían a otras voces, que te mandan a otras más, hasta que te rindas. Las grandes compañías son demasiado grandes para rebajarse a hablar con sus miserables usuarios.

Durante mi viaje infernal, en mi último esfuerzo por protestar, un sobrecargo me entregó una hoja de reclamación: “Yo no puedo hacer nada”, repitió una vez más, “pero esta hoja llega a la empresa, para que quede constancia”. Y llené la hoja para que la lea “la empresa”, esa entidad sin rostro, ya que los humanos con rostro no tenían vida real.

Es escritor peruano, columnista de El País.