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Sucre: apóstol de la libertad

Como estadista, Antonio José de Sucre fue un ejemplo de consagración al pueblo y a su bienestar

/ 3 de febrero de 2015 / 08:21

Desde su etapa fundacional y hasta sus tres primeros años de vida republicana, Bolivia tuvo el extraordinario privilegio de contar con los servicios, como primer hombre de Estado, del más brillante oficial de la independencia americana, el prócer inmaculado, el redentor de los hijos del sol, el ángel casi humano que selló con su genio y generosidad la libertad de un continente en los campos de Pichincha y Ayacucho, nos referimos al Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, libertador de Ecuador, Perú y fundador de Bolivia. Una vida de probidad, disciplina, sacrificios y lealtad ve sus primeras luces en la oriental provincia venezolana de Cumaná, un glorioso 3 de febrero de 1795.

Consagrado desde los 15 años al servicio de la patria, el hijo de Vicente de Sucre y Urbaneja y de María Manuela de Alcalá recibe de la Junta Revolucionaria de Gobierno de Cumaná el primer grado de su fructífera carrera militar: Subteniente de Milicias Regladas de Infantería. Indudablemente la sólida formación recibida por Sucre de la mano del coronel de ingenieros Tomás Mires en los campos de la aritmética, álgebra, topografía, dibujo lineal, geometría y construcción civil, en el preludio de la revolución independentista venezolana, incidió decisivamente en su pronta nominación como oficial.

Durante su brillante carrera militar podemos aseverar que Sucre fue un paradigma en el estricto cumplimiento de su deber. Con una energía física y mental sin igual, el insigne héroe cumanés se multiplicaba en actividad y cubría con celo y rigurosidad extrema todos y cada uno de los detalles de cualquier comisión que se le asignara, por pequeña o grande que ésta fuera. En el constante batallar que fue su vida no se doblegó nunca ante la adversidad, esta admirable actitud le permitió desafiar y vencer obstáculos que parecían insuperables.

Su reconocido respeto por la condición humana quedó prontamente de manifiesto en el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, firmado por Bolívar y Morillo en 1820, cuyos nobles términos y condiciones se desprendieron de la pluma y del preclaro corazón del futuro Gran Mariscal de Ayacucho. Más pronto que tarde, ya como director de la guerra, los campos de Pichincha, Ayacucho y Tarqui serían testigos de excepción de su extraordinaria magnanimidad.

Como estadista, Sucre fue un ejemplo de consagración al pueblo y a su bienestar, su desempeño como intendente de Quito y como presidente de Bolivia da cuenta de ello. En esta destacada labor resalta su particular preocupación por la educación y la salud pública, así como el estricto y pulcro manejo de los fondos públicos. Su amplio sentido de la justicia queda de manifiesto en la eliminación del arbitrario tributo indígena en Bolivia y la consecuente distribución de las obligaciones fiscales entre todos los ciudadanos, en función a la renta o a la riqueza de cada quien.

Sucre no se dejó eclipsar por la gloria y el prestigio que rápidamente le sonrió, fue siempre un hombre modesto y sin grandes ambiciones personales más allá que la de conservar la amistad y el aprecio del libertador Simón Bolívar. Luego de sus resonantes victorias militares no dudó nunca en ceder sus premios y recompensas a sus subordinados y a las víctimas que arrojaba la guerra, en uno y otro bando.

Por simple que pueda parecer, el retorno al hogar y la estricta revisión de su conducta al frente de los destinos de Bolivia fueron los únicos premios exigidos por este apóstol de la libertad luego de toda una vida consagrada a la independencia de América. De nuestro convulsionado país se retiraría en 1828, a lomo de mula y con dinero prestado, llevando en su cuerpo las cicatrices que le recordarían siempre que para formar Bolivia prefirió el imperio de las leyes a la tiranía.

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200 años de Pichincha

Crónica de la Batalla de Pichincha (Ecuador), el 24 de mayo de 1822, con los patriotas bajo el mando de Sucre.

/ 22 de mayo de 2022 / 20:23

DIBUJO LIBRE

El 22 de mayo de 1822, como hoy hace 200 años, un valeroso ejército de héroes encontraba un poco de descanso en la hermosa hacienda Turubamba, muy cerca de Quito (Ecuador), a 3.000 metros sobre el nivel del mar. Comandados por un joven y brillante jefe venezolano —el general Antonio José de Sucre, el oficial más completo, noble y capaz de todos cuantos participaron en la gesta emancipadora—, estos hombres y mujeres estaban a punto de escribir una de las páginas más hermosas de la gesta libertaria americana.

En el afán de liberar el sur de Colombia del oprobioso dominio colonial español, este puñado de valientes superó todos los obstáculos que le supo interponer su avezado rival y la agreste geografía andina.

Una dura derrota en Huachi y dos extraordinarios triunfos en Yaguachi y Riobamba precedieron la célebre jornada del 24 de mayo, día en que el futuro Ecuador finalmente alcanzaría “la Cima de la Libertad”.

Luego del merecido y reparador descanso en Turubamba, Sucre pone en marcha a su Ejército Unido Libertador, conformado éste por dos fuertes divisiones: una colombiana, al mando del general José Mires, y otra peruana, comandada por el coronel boliviano Andrés de Santa Cruz y Calahumana.

Haciendo caso omiso a la copiosa lluvia, entre la noche del 23 y la madrugada del 24 de mayo, el célebre hijo de Cumaná ordena una audaz maniobra para alcanzar el valle de Iñaquito, al norte de Quito. Se trata de un movimiento envolvente para lo cual sus hombres deben desfilar por las faldas del volcán Pichincha, celoso gigante de piedra a cuyos pies se asienta la ciudad de Quito.

Lenta pero decididamente —en medio de breñas, quebradas y precipicios— las tropas patriotas avanzan tras los pasos de su vanguardia, liderada en esta ocasión por el bizarro oficial neogranadino José María Córdova.

Sucre ordena acelerar el paso y coronar el sitio conocido como El Cinto, la empresa se asume como titánica ya que la lluvia que precedió la jornada había vuelto los caminos resbaladizos y difíciles de transitar.

A las ocho de la mañana del celebérrimo 24 de mayo, el Ejército Unido corona exitosamente las alturas del Pichincha, bloqueando además las comunicaciones entre Quito y Pasto.

Melchor Aymerich, el astuto y experimentado jefe realista de Quito, advertido del decidido avance republicano, envía sus tropas a las faldas del volcán para hacerles frente. El jefe ibérico no escatima recursos en ese propósito y entre los cuerpos movilizados se encuentra el prestigioso batallón Aragón, conformado por veteranos de la Guerra de Independencia Española.

Cuando los primeros rayos del sol comienzan a calentar tímidamente la mañana del 24 de mayo, los 60.000 habitantes de Quito son estremecidos por el rugir de los cañones y el toque desesperado de las cornetas de combate.

Sucre envía en labores de reconocimiento al intrépido comandante José Leal al frente de una compañía del batallón Cazadores de Paya, le sigue una compañía del batallón Trujillo. No tardan los cazadores patriotas en divisar los movimientos del enemigo, el grueso del Ejército Realista —en perfecta y cerrada formación— trepa aceleradamente por las faldas del Pichincha, dispuesto a ocupar sus alturas y desalojar de allí a los independentistas, antes de que éstos bajen al valle de Iñaquito.

Anoticiado Sucre del movimiento del enemigo, no duda en desplegar al grueso de la División Peruana para auxiliar a la valerosa compañía del Paya. Comprometido ya el combate, el esclarecido coronel Santa Cruz y Calahumana cubre el ala derecha patriota con todas las unidades peruanas bajo su mando, adelanta a sus cazadores y, casi de inmediato, hace lo propio con el resto de las compañías del batallón Trujillo, en un esfuerzo desesperado por contener al impetuoso enemigo que se abalanza sobre ellos.

El oportuno accionar del coronel Santa Cruz y Calahumana permite mantener firme las líneas patriotas hasta el arribo de dos compañías colombianas del batallón Yaguachi comandadas por el coronel Antonio Morales, jefe del Estado Mayor del general Sucre. Entretanto, con la autorización de Sucre, el gallardo coronel Córdova, al mando de dos compañías del Magdalena, intenta una arriesgada maniobra para rodear la posición del enemigo y caer sobre sus espaldas. El resto de la infantería colombiana no encuentra otro recurso más que redoblar su marcha en un intento desesperado por llegar a tiempo a su cita con la gloria.

Ante el empuje de la masa realista, la primera línea patriota comienza a ceder, el batallón Aragón avanza sobre la izquierda republicana coronando una ventajosa posición elevada y desde allí se dispone a caer sobre su osado adversario. En tan dramáticos momentos Córdova se extravía con sus hombres, un barranco le impide culminar la maniobra envolvente que había iniciado, desesperado debe retroceder sobre sus pasos. Agotadas las municiones el Trujillo y los cazadores del Paya ceden posiciones, el Piura, enviado en su auxilio, retrocede también; son momentos de desesperación y desasosiego en las filas patriotas.

Durante más de dos horas de combate ambos ejércitos se emplean con un heroísmo sin igual. Mención aparte merece la conducta del valeroso e inolvidable hijo de Cuenca: el teniente Abdón Calderón —de tan solo 18 años— quien colocándose al frente de sus tropas las guía con excepcional osadía al combate, portando en una mano el estandarte del batallón Yaguachi y en la otra su espada. Pese a recibir cuatro sucesivas heridas de bala que destrozaron sus brazos y piernas, el teniente Calderón se niega a retirarse de la línea de fuego, alentando a sus hombres y dando vivas a la patria. El novel héroe morirá días después en Quito producto de sus heridas.

En el momento cumbre de la batalla, la victoria parecía decantarse por el bando realista. El batallón Aragón con sus tres compañías se alista para embestir desde la izquierda a los patriotas y asestar así el golpe decisivo de la contienda. Sucre, apercibido de aquel movimiento, moviliza contra los realistas al batallón Albión que recién había llegado con el parque republicano. La enérgica y aguerrida embestida del batallón británico tomó por sorpresa al opulento Aragón y repentinamente los ibéricos se encontraron arrojados sobre el campo de batalla en una posición desfavorable.

Para mayor desdicha de los españoles, el impertérrito coronel Córdova arriba al campo de batalla con sus dos compañías, secundando así la colosal embestida de los batallones Paya, Yaguachi y Albión.

Finalmente, el triunfo fue para Sucre y su Ejército Unido Libertador. Tras de sí los españoles dejan 400 cadáveres y 190 heridos, por tan solo 200 muertos y 140 heridos de los patriotas. En poder de los vencedores quedan 1.260 prisioneros, de ellos 160 oficiales de diferente graduación.

La victoria robustece a la Colombia bolivariana y eleva la condición humanista de Sucre al conceder este jefe patriota una generosa capitulación a los vencidos, digna de un es(*) Autor de Ayacucho y la independencia del Alto Perú, 2014.píritu noble que no ve en la victoria derechos, sino compromisos para con el vencido.

(*) Autor de Ayacucho y la independencia del Alto Perú, 2014.

(*) Orlando Rincones M. es historiador, ecuatoriano (*)

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El héroe de Ayacucho

El tributo ofrendado por la División Córdova para consumar la libertad fue el más alto y doloroso de la jornada.

/ 21 de diciembre de 2017 / 04:03

Pasado el mediodía de aquel memorable 9 de diciembre de 1824, sobre la inmortal Pampa de Ayacucho (Sierra sur del Perú) 6.000 bravos del Ejército Unido Libertador, dirigidos por el benemérito general venezolano Antonio José de Sucre, habían sellado con su constancia y con su sangre la libertad del Perú y la de todo el continente americano. En aquella decisiva jornada de la emancipación, un nombre quedaría asociado por generaciones al valor y al heroísmo de los hijos de gloria, nos referimos al general neogranadino José María Córdova.

Aquella esplendida mañana del 9 de diciembre, el Ejército Real del Perú lucía particularmente impecable e imbatible. El volumen de sus tropas, su organización, equipos y sus experimentados jefes eran la envidia de cuantos ejércitos ostentara España en América. Sin embargo, una torpe maniobra del mariscal Juan Antonio Monet al bajar las laderas del cerro Condorcunca desnudaría una pequeña brecha en el centro de la formación realista. El general Sucre, leyendo perfectamente lo que sucedía en el campo de batalla, ordenó a José María Córdova atacar con toda su división el centro realista, comprometido momentáneamente en el paso de una quebrada. La orden fue magistralmente ejecutada por el ínclito hijo de Antioquia.

En lo que constituye uno de los momentos más sublimes de la batalla, el general Córdova se colocó al frente de su división, descendió de su cabalgadura y la despachó, como para no contar con medio alguno de escape de aquel infierno. Acto seguido tomó su sombrero de dos puntas y lo levantó en alto con su espada, dirigiendo a sus tropas con voz de trueno la célebre orden que estremeció a todo un continente: ¡Soldados, armas a discreción; de frente, paso de vencedores!  

Desplegando el mayor orden táctico visto durante la jornada, las invictas tropas de Colombia siguieron a su joven y valeroso comandante de 24 años. Con un trote lento pero sostenido, los batallones Caracas, Bogotá, Pichincha y Voltígeros, de la Primera División republicana, atravesaron del ala derecha al centro del campo de batalla y se plantaron a 100 pasos de sus incrédulos adversarios. Pese al valor desplegado por sus jefes y tropas, los célebres batallones realistas Burgos, Guías, Victoria, Infante y el Segundo del Primer Regimiento fueron arrollados por el empuje incontenible de los patriotas. Tras cuatro horas de durísimos combates, los estandartes de Colombia y del Perú se levantaron victoriosos. La suerte del continente quedó sellada para siempre en favor de la causa de la libertad.

Al final de la jornada, el tributo ofrendado por la División Córdova para consumar la libertad del Nuevo Mundo sería el más alto y doloroso de toda la jornada: 103 soldados y cuatro oficiales fallecidos, así como un total de 354 heridos, 29 de ellos oficiales, más de la tercera parte del total de bajas del Ejército Unido Libertador.

El general Córdova fue ascendido por Sucre al grado de general de división sobre el propio campo de batalla, una distinción digna solo de los grandes héroes de nuestra gesta libertadora. Pero quizás la más significativa de todas las distinciones la recibió Córdova, públicamente, en la ciudad de La Paz (Bolivia) por parte de los dos máximos exponentes de la libertad americana. En 1825, los habitantes de La Paz entregaron a Bolívar una corona de oro y diamantes en obsequio por la recién conquistada libertad. El Libertador la rechazó y la traspasó a Sucre, afirmando que esa recompensa “toca al vencedor y héroe de Ayacucho”. A lo que el joven e ilustre jefe patriota reaccionó otorgándosela de inmediato a Córdova, por haber sido este general, en sus palabras, el auténtico “héroe de Ayacucho”.

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El batallón Pichincha en Ayacucho

En la inmortal Pampa de Ayacucho quedaron sepultados más de 300 años de oprobio y esclavitud.

/ 9 de diciembre de 2016 / 05:15

No se trata de un juego de palabras ni de la mala lectura de algún mapa, el 9 de diciembre de 1824 el batallón Pichincha fue la unidad más destacada del Ejército Unido Libertador en la célebre contienda que selló la independencia del continente americano: la Batalla de Ayacucho.

Para conocer el origen de esta benemérita unidad, debemos remontarnos al 24 de mayo de 1822 y rememorar la victoria que consumó la libertad de Quito y la independencia de la actual República de Ecuador. Luego de esa jornada gloriosa, el Libertador Simón Bolívar decide que en adelante el estandarte que recordaría al mundo la épica gesta de Pichincha sería enarbolado por un solo cuerpo, el de más brillante desempeño ese día de gloria. En consecuencia, el 9 de julio de 1822, desde su cuartel general en las Bodegas de Babahoyo, Bolívar decreta: “Los batallones Alto Magdalena y Paya formarán un solo batallón, que llevará perpetuamente el glorioso nombre de Batallón Pichincha”.

En octubre de ese año, formando parte de la División Auxiliar Colombiana, el Pichincha arriba a Lima junto a otras unidades veteranas, el Vencedor y el Yaguachi, prestos a auxiliar al Perú y a completar la obra emancipadora americana. El 9 de diciembre de 1824 llegaría la hora decisiva para América. En la inmortal Pampa de Ayacucho van a quedar sepultados para siempre más de 300 años de oprobio y esclavitud, no sin antes demandar para ello el noble y extraordinario sacrificio de todas las unidades del Ejército Unido Libertador.

Sobre las diez de la mañana se despliegan las tropas y los fuegos de cazadores y artilleros anuncian el inicio de la batalla final de la independencia. Una torpe maniobra del mariscal Monet desnuda una pequeña brecha en la formación realista, coyuntura magistralmente aprovechada por Antonio José de Sucre, general en Jefe de los patriotas. El joven prócer venezolano ordena al general José María Córdova que ataque con toda su división el centro realista, comprometido momentáneamente en el paso de una quebrada. La orden fue magistralmente ejecutada por el general neogranadino “a paso de vencedores”.

En esta decisiva acción el aporte del Pichincha fue fundamental. Precedido de su glorioso estandarte, y bajo las órdenes de su bizarro comandante, el coronel José Leal, el batallón se abalanza sobre el enemigo con un arrojo inigualable, el teniente Prieto (de Guayaquil), el oficial Ramonet y otros 20 efectivos de tropa rinden prematura y heroicamente sus vidas en un frenético esfuerzo por contener el empuje realista. Compitiendo en denuedo con sus oficiales, Leal cae herido, y como él, otros seis jefes y 55 soldados del Pichincha. Finalmente la División Córdova, auxiliada por la caballería patriota y los batallones Vencedor y Vargas, termina por decidir la batalla a favor del bando republicano. Culminada la jornada tras cuatro horas de intensos combate, el Pichincha aún tuvo aprestos para trepar las faldas del Condorcunca en procura de las dispersas unidades enemigas.  

Tan heroico desempeño no pasa desapercibido para el alto mando patriota. El 19 de diciembre de 1824, desde su cuartel general en Huamanga, el general Sucre concederá 18 premios a los oficiales del Pichincha, constituyéndose de esta manera en la unidad más laureada de la batalla cumbre de la epopeya independentista americana. Sin embargo, el principal premio de la jornada va a recaer en el valeroso batallón Caracas, que recibe el nombre de Ayacucho, distinción que le cede el Pichincha al no querer sus integrantes —ni Sucre— privar de tan célebre y querido nombre a este puñado de insignes héroes.

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185 años del asesinato del Mariscal Sucre

Lo que no sabían los amigos de Sucre es que la suerte del Mariscal estaba echada, independientemente del camino que seleccionara en su tránsito hacia Quito; así lo había decretado en Bogotá la facción antibolivariana del partido liberal conocida como El Club.

/ 7 de junio de 2015 / 04:00

El 4 de junio de 1830, las húmedas y boscosas entrañas de la montaña de Berruecos (Colombia), sirvieron de escenario para consumar el crimen más atroz y despreciable que recuerde la historia de la Revolución Independentista Americana. Nos referimos al asesinato del fundador y primer presidente constitucional de Bolivia, Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho.

Impulsado por el deseo de reencontrarse con su familia, y de recuperar parte de la vida que resignó durante 20 años a la causa de la libertad, el 15 de mayo de 1830 Sucre sale de Bogotá con destino a Quito; en aquella capital le esperan su esposa Mariana Carcelén y su pequeña hija Teresa. El Libertador de medio continente rechaza escoltas oficiales y se hace acompañar tan solo por una minúscula comitiva, compuesta por tres arrieros, dos sargentos y un diputado de Cuenca. El trayecto escogido es el más peligroso, pero a su vez el más expedito, para llegar al ansiado destino: la vía Neiva-Popayán-Pasto.

Desoyendo miles de consejos y advertencias; incluyendo la del propio vicepresidente de la Nueva Granada, Domingo Caicedo, Sucre desiste de viajar por vía marítima a través del Puerto de Buenaventura y emprende la larga y peligrosa travesía que lo conducirá a la muerte.

Lo que no sabían los amigos de Sucre es que la suerte del Mariscal estaba echada, independientemente del camino que seleccionara en su tránsito hacia Quito; así lo había decretado en Bogotá la facción antibolivariana del partido liberal conocida como El Club.

El colombiano Armando Barona Mesa (2006), en su obra El Magnicidio de Sucre, Juicio de Responsabilidad Penal, cita al general Tomás Cipriano Mosquera, presidente de la Nueva Granada (1845-1849) y de los Estados
Unidos de Colombia (1863-1864 y 1866-1867), quien en sus Memorias refiere lo siguiente:

“El bogotano don Genaro Santamaría fue de los asistentes al famoso ‘Club’ instalado en casa de don Pancho Montoya, y concurrió a la sesión donde se decretó el asesinato de Sucre, y refería, ‘que adoptada esa medida, se comunicó a Obando para suprimirlo si iba por Pasto; al general Murgueitio, si iba por Buenaventura y al general Tomás Herrera, si iba por Panamá’”.

En su Análisis Histórico-Jurídico del Asesinato de Antonio José de Sucre, Juan B. Pérez y Soto (1924) recoge un fragmento de las memorias de José María Quijano Wallis, abogado, político y diplomático colombiano de amplia trayectoria en Europa (especialmente en Italia), quien revela una serie de confidencias privadas que en su momento le hiciera el expresidente colombiano don Francisco Javier Zaldúa; éste le refiere sobre el asesinato de Sucre lo siguiente:

“En Bogotá se había establecido el Comité directivo antibolivariano, que tenía sucursales o dependencias en varios puntos de la República (…) En una de las reuniones nocturnas del Comité, los directores contemplaron la situación política en relación con el viaje del general Sucre para el Ecuador, con el objeto ostensible, según se decía, de impedir la separación de este Departamento de la Gran Colombia (…) Después de una larga deliberación que duró hasta las cuatro de la mañana, el Comité directivo decretó, por unanimidad, la muerte del general Sucre”.

Adicionalmente, el martes 1 de junio de 1830, el número 3 del periódico bogotano El Demócrata, pasquín del partido liberal, asoma sin escrúpulos que “Puede que Obando haga con Sucre, lo que no hicimos con Bolívar” ¡Con tres días de anticipación se anunciaba desde Bogotá la muerte del héroe de Ayacucho!

Si bien existen otras hipótesis y conjeturas en cuanto a los autores intelectuales y materiales del crimen del Mariscal Sucre —la mayor parte de ellas apuntando al Ecuador por la vía de Flores o de Barriga— es incuestionable la participación protagónica del jefe militar de Pasto, general José María Obando, en la trama infernal. El exguerrillero realista, dueño y señor del Cauca, dio la orden, por escrito, a los sicarios que consumaron el crimen; eso quedó demostrado a lo largo del proceso, lo que queda para la especulación es conocer si actuó en favor de sus propios intereses políticos o en favor de otros.

En su defensa, Obando (futuro presidente de Colombia en 1853) trató de inculpar a Juan José Flores, presidente del Ecuador, quien claramente sería uno de los más beneficiados con la muerte de Sucre. Flores había decretado en mayo de 1830 la separación de Ecuador de la Gran Colombia, la presencia de Sucre en Quito podía influir en el pueblo para revertir esa medida. Consciente del “peligro” que representaba Sucre para Flores, Obando trató de ganar el apoyo de éste para consumar sus planes criminales; en marzo del fatal año 30 le escribe al presidente ecuatoriano en los siguientes términos: “Pongámonos de acuerdo, don Juan; dígame si quiere que detenga en Pasto al General Sucre o lo que deba hacer con él”. Obando va más allá, invita a conferenciar a Flores sobre tan delicado asunto, a lo que Flores contestó: “Acepto la entrevista que me propones en Tulcán; vente, pues, cuanto antes (…) juntos acordaremos todo lo que nos pueda interesar; obraremos como hermanos”. Si bien Flores no asiste a la cita, envía al coronel Guerrero, la respuesta es del todo comprometedora. Flores guardó las cartas de Obando y cuando lo consideró pertinente las publicó para inculpar a aquél. ¿Acaso cayó Obando en una trampa urdida por Flores?

No se ha podido comprobar la participación directa del presidente Flores en el magnicidio de Sucre, ni siquiera por el hecho de que el coronel Guerrero cruzara la frontera días antes del lamentable suceso, o de que el principal ejecutor confeso del crimen, el coronel Apolinar Morillo, haya servido en el Ejército del Sur;  nada ata directamente a Flores al brutal asesinato. Por el contrario, al pie del patíbulo, Morillo inculpó a Obando como ordenador de aquella fatal empresa, para la cual contó con la colaboración directa de los lacayos predilectos de general caucano: Juan Gregorio Sarría y José Erazo.

Si bien todo apunta a que el complot que acabó con la vida de uno de los más ilustres generales de la gesta independentista americana se concibió en Bogotá y se consumó en Berruecos a manos de operadores del partido liberal, la actuación del presidente del Ecuador deja muchas dudas. Las cartas de Obando lejos de exculparlo lo hacen conocedor y encubridor de la conjura mortal. Flores pudo cruzar la frontera y detener a Obando, en vez de ello se hizo de la vista gorda y dejó que éste obrara con total impunidad. Para mayor agravante Sucre profesaba el más grande afecto hacia Flores, al punto de hacerlo padrino de su pequeña hija Teresa Sucre Carcelén.

Los tribunales fallaron en contra de Obando, pero la viuda del Mariscal ocultó durante años su cadáver, pues pensó siempre que el asesino de su esposo estaba en el Ecuador. Hoy, los restos del general Sucre reposan en la catedral de Quito.

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La epopeya de Ayacucho

Cuatro horas de combate en la Pampa de Ayacucho coronaron la tan ansiada libertad de América

/ 9 de diciembre de 2014 / 04:01

Sin pretender restar importancia a otras célebres batallas de nuestra independencia, no cabe duda que la librada durante la mañana y el medio día del 9 de diciembre de 1824 sobre la inmortal Pampa de Ayacucho (Perú) fue la más grandiosa y determinante de todas las batallas celebradas en el contexto de la lucha emancipadora hispanoamericana. Para 1823, el virrey José de La Serna e Hinojosa disponía al sur del Perú de un  cuantioso y disciplinado ejército de aproximadamente 20.000 hombres; a su vez, el libertador Simón Bolívar apenas disponía de 6.000 auxiliares colombianos y de unos 4.000 peruanos, muchos de ellos aún en proceso de adiestramiento y formación.

Aunado a lo anterior, otros dos obstáculos hacían muy cuesta arriba la campaña, por una parte, la inminencia de una guerra civil entre los partidarios del presidente Riva-Agüero y aquellos que defendían la institucionalidad del Congreso Nacional. Por otra, las dificultades de todo tipo que ofrecía el terreno, la  abrupta geografía andina, el clima, las distancias, todo era complejo y desconocido para las tropas llegadas desde las playas del Orinoco.

Sucre asumió la vanguardia del Ejército Unido Libertador e inspeccionó por sí mismo cada palmo de terreno, desde Trujillo hasta Reyes (hoy Junín), cruzó la Cordillera Blanca y preparó las condiciones para el arribo del grueso del Ejército Libertador. No pudo combatir en Junín por estar al frente de la infantería (esta batalla fue librada exclusivamente entre cuerpos de caballería), pero sus atenciones y cuidados al Ejército, posterior a este triunfo, significaron más de 2.000 altas al bando patriota.

Retirado Bolívar del mando del Ejército por una traición del Congreso de Colombia, le tocó a Sucre asumir la dirección y junto a sus bizarros oficiales enfrentar a una maquinaria militar compacta y bien organizada, invicta tras 14 años de lucha ininterrumpida, el Ejército Real del Perú. El virrey La Serna y sus generales (Canterac, Monet, Valdez, Villalobos, Ferraz y Carratalá, entre otros) eran militares muy valerosos y de mucho prestigio, héroes de España en su guerra de independencia contra la Francia de Napoleón; además, todos sin excepción, abrigaban una fe inquebrantable en la causa que defendían.

Luego de semanas de movimientos tácticos y de mutuas intimaciones se encontraron sobre la Pampa de Ayacucho los dos ejércitos, prestos a decidir con su esfuerzo la suerte de un continente. Cuatro horas de encarnizado combate, decidido finalmente por los acertados y oportunos movimientos del máximo jefe patriota, coronaron la tan ansiada libertad de América, poniendo fin de esa manera a 300 años de oprobiosa dominación colonial. Los nombres de Córdova, Morán, Luque, Galindo, Miller, La Mar, Suárez, Carvajal y Silva, así como los de sus gloriosos estandartes Pichincha, Bogotá, Caracas, Voltígeros, Vencedor, Vargas, Rifles la Legión Peruana, los Húsares de Junín, los Húsares y los Granaderos de Colombia quedarán escritos con letras de oro en los anales de la historia nuestra americana. La capitulación concedida por Sucre a los vencidos en Ayacucho impregnó con un manto de humanidad el advenimiento de nuestros pueblos al imperio de la ley y de la libertad.

Las consecuencias más importantes de esta titánica gesta libertaria fueron, en lo inmediato, la independencia definitiva del Perú y de toda América del Sur, así como el nacimiento de una nueva nación: Bolivia. Por otra parte, en el mediano plazo, la victoria de Ayacucho vendría a significar un fuerte espaldarazo a la política de alianzas continentales del libertador Simón Bolívar y a la consolidación de la tan anhelada unidad americana, misma que encontraría su máxima expresión en el Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826. 

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