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Sucre: apóstol de la libertad

Desde su etapa fundacional y hasta sus tres primeros años de vida republicana, Bolivia tuvo el extraordinario privilegio de contar con los servicios, como primer hombre de Estado, del más brillante oficial de la independencia americana, el prócer inmaculado, el redentor de los hijos del sol, el ángel casi humano que selló con su genio y generosidad la libertad de un continente en los campos de Pichincha y Ayacucho, nos referimos al Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, libertador de Ecuador, Perú y fundador de Bolivia. Una vida de probidad, disciplina, sacrificios y lealtad ve sus primeras luces en la oriental provincia venezolana de Cumaná, un glorioso 3 de febrero de 1795.

Consagrado desde los 15 años al servicio de la patria, el hijo de Vicente de Sucre y Urbaneja y de María Manuela de Alcalá recibe de la Junta Revolucionaria de Gobierno de Cumaná el primer grado de su fructífera carrera militar: Subteniente de Milicias Regladas de Infantería. Indudablemente la sólida formación recibida por Sucre de la mano del coronel de ingenieros Tomás Mires en los campos de la aritmética, álgebra, topografía, dibujo lineal, geometría y construcción civil, en el preludio de la revolución independentista venezolana, incidió decisivamente en su pronta nominación como oficial.

Durante su brillante carrera militar podemos aseverar que Sucre fue un paradigma en el estricto cumplimiento de su deber. Con una energía física y mental sin igual, el insigne héroe cumanés se multiplicaba en actividad y cubría con celo y rigurosidad extrema todos y cada uno de los detalles de cualquier comisión que se le asignara, por pequeña o grande que ésta fuera. En el constante batallar que fue su vida no se doblegó nunca ante la adversidad, esta admirable actitud le permitió desafiar y vencer obstáculos que parecían insuperables.

Su reconocido respeto por la condición humana quedó prontamente de manifiesto en el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, firmado por Bolívar y Morillo en 1820, cuyos nobles términos y condiciones se desprendieron de la pluma y del preclaro corazón del futuro Gran Mariscal de Ayacucho. Más pronto que tarde, ya como director de la guerra, los campos de Pichincha, Ayacucho y Tarqui serían testigos de excepción de su extraordinaria magnanimidad.

Como estadista, Sucre fue un ejemplo de consagración al pueblo y a su bienestar, su desempeño como intendente de Quito y como presidente de Bolivia da cuenta de ello. En esta destacada labor resalta su particular preocupación por la educación y la salud pública, así como el estricto y pulcro manejo de los fondos públicos. Su amplio sentido de la justicia queda de manifiesto en la eliminación del arbitrario tributo indígena en Bolivia y la consecuente distribución de las obligaciones fiscales entre todos los ciudadanos, en función a la renta o a la riqueza de cada quien.

Sucre no se dejó eclipsar por la gloria y el prestigio que rápidamente le sonrió, fue siempre un hombre modesto y sin grandes ambiciones personales más allá que la de conservar la amistad y el aprecio del libertador Simón Bolívar. Luego de sus resonantes victorias militares no dudó nunca en ceder sus premios y recompensas a sus subordinados y a las víctimas que arrojaba la guerra, en uno y otro bando.

Por simple que pueda parecer, el retorno al hogar y la estricta revisión de su conducta al frente de los destinos de Bolivia fueron los únicos premios exigidos por este apóstol de la libertad luego de toda una vida consagrada a la independencia de América. De nuestro convulsionado país se retiraría en 1828, a lomo de mula y con dinero prestado, llevando en su cuerpo las cicatrices que le recordarían siempre que para formar Bolivia prefirió el imperio de las leyes a la tiranía.