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¿De qué pacto fiscal hablamos?

Con bombo y sonaja se reunió el Consejo de Autonomías para discutir el “pacto fiscal”; pero lo que está en juego es la renovación del pacto rentista entre las burocracias del centro y las regiones que, de hecho, excluyen a los actores sociales y económicos.

Un pacto fiscal tiene por objeto definir la magnitud y los procedimientos de recaudación de impuestos, y su destino. Es decir, es un acuerdo sobre el rol del Estado, su papel en el proceso de desarrollo, los objetivos y las metas que debe cumplir, y la manera de financiar sus actividades. En consecuencia, debe ser un acuerdo sociopolítico, cuyos protagonistas fundamentales deben ser los actores políticos y sociales. El pacto fiscal es un mandato concertado que determina lo que deben hacer las burocracias, sus obligaciones y responsabilidades, las prioridades que deben atender y la forma en que deben rendir cuentas.

Por ello, el pacto fiscal es un pacto tributario, pero que emerge de la definición de lo que se quiere hacer. Por ejemplo, si se acuerda que toda la educación primaria sea pública, de inmediato habrá que calcular el costo de financiarla e identificar las fuentes para ello: ¿qué impuestos? ¿Quiénes los pagan? ¿En qué proporción? El acuerdo será muy diferente si se opta por dar a las comunidades y familias la responsabilidad de la educación primaria, pues en ese caso la carga impositiva desaparece o, en el mejor de los casos, se utilizan los impuestos para redistribuir los ingresos a fin de dar a todos los niños oportunidades similares.

Como el pacto fiscal es un mandato sobre las burocracias, suele incluir también criterios de evaluación de su productividad y eficiencia, normas para hacerla más transparente, requisitos de institucionalidad referidos al reclutamiento de personal y a las contrataciones de bienes, entre otros temas fundamentales para definir el rol que los ciudadanos le asignan al Estado.

Sin embargo, aquí se excluye a los verdaderos dueños del objeto sobre el cual se pacta: los ciudadanos. Las burocracias se quieren poner de acuerdo sobre el reparto de lo que pertenece al conjunto y a cada uno de los bolivianos, que son también los únicos capaces de convertirlas en riqueza sostenible, porque su trabajo y su creatividad son los que pueden dar valor a las rentas de los recursos naturales.

El desafío que tienen los políticos hoy es trascender el lugar de intermediario comedido que tiene el Estado. Esto requeriría entregar a cada ciudadano la parte de las rentas que le corresponda y luego, solo entonces, plantear el pacto fiscal, pidiendo a los ciudadanos que definan cuál es el rol que quieren que juegue el Estado, y pedirles que paguen los impuestos que corresponden a ese rol. Si quieren darle todo el dinero al Estado porque quieren que éste se encargue de todo, pues que así sea. Pero solo después de tener el control directo y personal de ese dinero.

Como nos lo enseña nuestra propia historia y la experiencia de muchos países en el mundo, solo un Estado que dependa de los impuestos puede ser verdaderamente democrático y eficiente, porque solo en ese caso respetará a los ciudadanos, les rendirá cuentas y estará preocupado seriamente de la suerte económica de la gente. Solo entonces la burocracia comprenderá que no puede haber un Estado rico donde hay ciudadanos pobres. Hasta hoy el disfrute de las rentas permite a las burocracias ignorar ese principio, y disfrazarlo haciendo pactos sobre lo que en realidad pertenece a los ciudadanos.