Un niño muere de manera brutal en Humanata (provincia Camacho, La Paz), cerca de la frontera con Perú a causa de las mordeduras de cinco perros. El chico de seis años trató de defender a su mascota del ataque de otros canes. El periódico ni siquiera dice su nombre. En un alojamiento paceño de la avenida Entre Ríos, un machista violento y cobarde mata a su pareja, porque la mujer no quería tener relaciones sexuales. Es el mismo periódico y tampoco habla de ti. En estos últimos carnavales, el abuso del alcohol y los instintos “primitivos” han dejado peleas, golpes, botellazos y muertes.

 “Todos podemos perder el control” es el lema de la película de moda, Relatos salvajes (un fresco sobre la Argentina y América Latina actual), que se ha colado con justicia y talento en la próxima ceremonia de los Oscar (este domingo 22 de febrero) como candidata a mejor “peli” de habla no inglesa. No corras al “piratita” de la esquina, la “peli” se disfruta más en compañía oscura y en unos días llegará a la cartelera de nuestros cines.

¿Cuáles son los resortes y detonantes “invisibles” de la violencia cotidiana? ¿Cuál fue el disparadero de tu último hecho violento “hasta las últimas consecuencias”? ¿A quién has insultado gravemente hace poco? ¿Te has imaginado alguna vez siendo Michael Douglas en Un día de furia? ¿Vivimos, pese a los avances de la humanidad, bajo la ley de la selva? ¿Es fácil cruzar esa delgada línea?

Los seis enfermizos episodios de Relatos salvajes del director y guionista Damián Szifrón (su tercer filme) funcionan como cuentos infantiles, perturbadores por naturaleza propia. Y funcionan en Argentina, Bolivia, España o cualquier otro país del mundo, pues aunque la cinta es profundamente argentina, el cinismo inmoral, la decadencia, la hipocresía y el estallido impulsivo son universales.

Relatos salvajes es una de las mejores obras de la boyante cinematografía argentina, y también se ha convertido en un acontecimiento sociocultural derivado en análisis psico-sociológico multitudinario alrededor de los deseos y las culpas liberadas, la angustiante crispación social y el frenesí violento y transgresor.  Su éxito ha sido tal que uno de los actores, el siempre genial Ricardo Darín, ha cambiado su identidad en Twitter para adaptar el nombre de su personaje: el amado Bombita (cuyo apodo es un guiño al “Bombita Rodríguez”, la genial parodia montonera de Capusotto).

El hombre es un lobo para el hombre,  y la “civilización” apenas ha podido contener nuestro salvajismo innato, nuestros deseos ocultos, la guerra de clases sin fin. Es el pesimismo de los relatos salvajes y racistas junto a sus mapas del descontento, al cual sobrevivimos exclusivamente gracias al humor negro salvador, la única salida ante el horror.

Todos podemos perder el control; todos, incluidos los pechos fríos y “moneditas de oro”. Tenemos un animal furioso dentro pugnando por salir y destrozar en un arrebato vengador. Es el lado salvaje que cantaba Lou Reed. La violencia nunca fue causa, siempre fue consecuencia (de la desigualdad y la injusticia). Es el grotesco y el esperpento de cada día, es la “gruta” (grotesco viene del italiano grotta) de aquellas viejas pinturas escondidas y monstruosas.

¿Por qué nos atrae tanto? En el espejo cóncavo, somos nosotros: para bien y para mal. Todos festejamos y reproducimos violencia; el “Carnaval” del arrebato, sin códigos ni reglas, no son cinco días, es todo el año. Es el pan nuestro de cada día: ¿y si el simpático Bombita Darín hubiese matado a inocentes tras la calculada explosión del estacionamiento? Y la pregunta que todavía me ronda la cabeza: “cuando un veneno está vencido… ¿es más o menos dañino?”.