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Antes de cantar victoria

/ 22 de febrero de 2015 / 04:00

Bachar el Asad es el vencedor de la guerra de Siria. La aparición del Estado Islámico ha convertido al Presidente sirio en un aliado ineludible para quienes querían inicialmente derrocarle. Su régimen ha conseguido sobrevivir a las revueltas populares que estallaron en marzo de 2011 y a la guerra civil —en gran parte guerra civil islámica entre chiíes y suníes— en la que fueron transformándose las protestas, gracias a la ayuda de Turquía, Catar y Arabia Saudí principalmente. Cuatro años y 200.000 muertos después —además de un millón de heridos y tres millones de desplazados— y con los yihadistas campando a sus anchas por Siria e Irak, nadie pide ahora su dimisión, hasta hace poco condición previa a cualquier negociación de paz.

Quienes bombardean al alimón al Estado Islámico son la aviación de Al Asad y los de la coalición internacional que lidera Estados Unidos, mientras por tierra le ataca el Ejército sirio. No hay coordinación directa entre los Estados mayores de ambas fuerzas, pero sí un flujo de información muy precisa y funcional “a través de terceros países”, según se complace en admitir el propio Al Asad.

Distinguir entre la oposición laica y democrática al régimen baasista de Damasco y las tropas del califato debe ser un difícil ejercicio a la hora de elegir los objetivos militares en muchas zonas del país. Esta es una de las victorias más notables de Al Asad. Ha conseguido que sus profecías se cumplieran. La Primavera Árabe de 2011 no era una revolución,  sino un complot antisirio organizado desde el extranjero. La guerra que libra ahora es contra peligrosísimos combatientes extranjeros que han penetrado en su país. Su régimen era la clave y la garantía para la estabilidad y el equilibrio en la región.

A la vista de su aguante, es evidente que el joven oftalmólogo que heredó la vara de mando en 2000, con 35 años, era un político muy bien preparado por su padre, el astuto Hafed al Asad. Primero demostró que tenía la determinación y la crueldad necesarias para atacar las revueltas sin vacilaciones, y luego la paciencia y la sangre fría para sostener el aislamiento internacional, dividir a la oposición interna e incluso a la exterior y, sobre todo, ofrecerse ante todos como el mal menor frente al caos.

La prudencia le recomienda no exhibir su éxito todavía, pero ha empezado ya a enseñar la patita con sendas entrevistas a dos medios de primera división: media hora de grabación televisada a la británica BBC la primera semana de febrero y una larga y enjundiosa conversación en enero con el director de Foreign Affairs, la revista más influyente del mundo en política internacional, editada por el prestigioso think tank Council on Foreign Relations.

Abierto a todas las preguntas, incluso a las más incómodas, Al Asad cultiva su imagen tranquila y dialogante justo cuando Washington quiere cerrar su acuerdo nuclear con Teherán, su protector en la región; y Moscú, su protector internacional, pretende patrocinar las conversaciones de paz entre el régimen y la oposición.

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Esa China

/ 5 de octubre de 2014 / 04:30

Hay movimientos políticos encapsulados que no sintonizan con el mundo exterior y los hay conectados con las vibraciones globales. Esto es lo que sucede con la campaña de desobediencia civil ciudadana que viene reivindicando de forma pacífica elecciones libres y democráticas en Hong Kong bajo el nombre de Occupy Central.

Los siete millones y pico de habitantes de Hong Kong son muy pocos frente a los 1.300 millones de chinos. Apenas son 800.000, una quinta parte del censo hongkonés, los que fueron a votar en junio en un referéndum, calificado de ilegítimo e ilegal por las autoridades, sobre cómo deben realizarse unas elecciones democráticas. Quizás llegan a 100.000 los que se han movilizado estos días en el centro de la ciudad. Y sin embargo, la reivindicación con todas sus consecuencias del principio democrático (una persona un voto) es una amenaza intolerable para Pekín, que no teme tanto unas elecciones libres como la mimetización del ejemplo en el resto de China.

La propuesta avalada por el Partido Comunista, y que rechazan los manifestantes, admite el sufragio universal, pero establece el derecho de veto sobre los candidatos, en función de su espíritu patriótico. Un consejo electoral en el que Pekín tiene mayoría es el que elegirá a los candidatos idóneos que se someterían al sufragio universal. ¿Y cómo se puede distinguir un patriota? Hay que remitirse al pequeño timonel Deng Xiaoping, fundador de la actual China a la vez comunista y capitalista. Es alguien que respeta a la nación china, apoya la soberanía china sobre Hong Kong y no quiere dañar la prosperidad y la estabilidad de la excolonia.

Son palabras de hace 30 años, cuando cerró con Margaret Thatcher el acuerdo inicial de retrocesión de Hong Kong a la soberanía china para 1997. Atendían a la expresión un país dos sistemas que permitía mantener la sociedad capitalista construida en la época colonial, incluidas las libertades civiles, a cambio de la recuperación de la soberanía china sobre su territorio. Eso ha sido así hasta ahora, aunque en el conflicto actual surge de nuevo la clave del tipo de patriotismo exigido por Deng, que es precisamente la soberanía, algo que para el Partido Comunista de ninguna manera puede estar en manos de los hongkoneses. Ni tampoco de todos los chinos, puesto que para ellos no rige el principio democrático.

Tras el acuerdo entre Deng y Thatcher, llegó la Ley Básica, la constitución fabricada en Pekín con el consenso británico y hongkonés. En 2017, 20 años después de la unificación, debían celebrarse elecciones democráticas, y hasta 2047 había que mantener los dos sistemas, una evolución que conduce a que China converja en el principio democrático o que lo suprima como está intentando ahora. En mitad del debate constitucional, en 1989, llegó una mala noticia, que estremeció a los hongkoneses y que no se han quitado todavía de la cabeza: la matanza de Tiananmen, una cuestión finalmente de soberanía, es decir, de su negación a los ciudadanos en favor del Partido Comunista.

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Aléjense de nosotros

Las imágenes son un aliciente para que siga la inhibición occidental ante el descuartizamiento de Siria

/ 2 de junio de 2013 / 04:00

Sorprende la parsimonia de Abu Sakar, jefe de la Brigada Omar al Faruq, uno de los grupos que combaten contra el régimen de Bachar el Asad. Asombra la calma con que despanzurra al soldado hasta sacarle la víscera y profiere las amenazas contra sus enemigos: “Juro por Dios que comeremos sus corazones y sus hígados, soldados del perro Bachar”. El acto repugnante de canibalismo queda bien acreditado en el vídeo, aunque se trate de un breve mordisco.

Profanar y devorar el cadáver del enemigo es una de las prácticas más ancestrales en la historia de la guerra, como lo es el secuestro y violación de sus mujeres. Es ancestral, pero compatible con la actual época de guerra tecnológica, en la que los guerreros se filman unos a otros con sus móviles y luego cuelgan las imágenes de YouTube. En su versión más auténtica y primitiva, un acto así exige una voracidad auténtica y el desenfreno de una violencia sin límites en el descuartizamiento. El guerrero caníbal se comporta como un animal depredador que identifica el combate a muerte con la nutrición. No es el caso de Sakar, cuya profanación del cadáver parece el fruto criminal de un cálculo racional y frío.

La escena salvaje se da en una hondonada en la que yacen los despojos del soldado muerto, al que despelleja sin gestualidad ritual ni ceremonia, a excepción de los gritos con que profiere sus amenazas antropófagas. Con ellas quiere demostrar ante sus seguidores y reclutas su determinación, hasta el límite de romper el tabú del canibalismo, en la guerra de exterminio étnico en que se ha convertido el levantamiento armado, a la vez que con ello amedrenta a los soldados enemigos y a quienes les apoyan.

Es nítido el mensaje que nos llega: no os acerquéis a nosotros porque este combate sectario va más allá de lo que puedan concebir vuestras mentes. Estamos en la era digital, pero los sirios combaten como neandertales. Esta guerra en la que los musulmanes se matan entre ellos, suníes contra alauíes principalmente, no es para vosotros. Si pensamos que es malo lavarse las manos y dejarles que se maten entre ellos, las imágenes nos señalan que peor puede ser meternos donde nadie nos manda. Desde las fronteras vecinas atiborradas de refugiados y desde las cancillerías colmadas de argumentos contradictorios, todos asentimos: no es para nosotros, alejémonos de este infierno.

El vídeo colgado en internet es todo lo contrario de las imágenes del mercado de Sarajevo (Bosnia) tras el bombardeo en el que murieron 68 civiles bajo el fuego serbio en 1994. En aquella ocasión fue el detonante mediático para la intervención aérea de la OTAN, que terminó con la guerra en Bosnia, mientras que las imágenes de ahora son un estímulo para que siga la inhibición occidental ante el descuartizamiento de Siria. Y, como en todo, hay que detenerse un momento para preguntarse a quién aprovecha.

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