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Antes de cantar victoria

Bachar el Asad es el vencedor de la guerra de Siria. La aparición del Estado Islámico ha convertido al Presidente sirio en un aliado ineludible para quienes querían inicialmente derrocarle. Su régimen ha conseguido sobrevivir a las revueltas populares que estallaron en marzo de 2011 y a la guerra civil —en gran parte guerra civil islámica entre chiíes y suníes— en la que fueron transformándose las protestas, gracias a la ayuda de Turquía, Catar y Arabia Saudí principalmente. Cuatro años y 200.000 muertos después —además de un millón de heridos y tres millones de desplazados— y con los yihadistas campando a sus anchas por Siria e Irak, nadie pide ahora su dimisión, hasta hace poco condición previa a cualquier negociación de paz.

Quienes bombardean al alimón al Estado Islámico son la aviación de Al Asad y los de la coalición internacional que lidera Estados Unidos, mientras por tierra le ataca el Ejército sirio. No hay coordinación directa entre los Estados mayores de ambas fuerzas, pero sí un flujo de información muy precisa y funcional “a través de terceros países”, según se complace en admitir el propio Al Asad.

Distinguir entre la oposición laica y democrática al régimen baasista de Damasco y las tropas del califato debe ser un difícil ejercicio a la hora de elegir los objetivos militares en muchas zonas del país. Esta es una de las victorias más notables de Al Asad. Ha conseguido que sus profecías se cumplieran. La Primavera Árabe de 2011 no era una revolución,  sino un complot antisirio organizado desde el extranjero. La guerra que libra ahora es contra peligrosísimos combatientes extranjeros que han penetrado en su país. Su régimen era la clave y la garantía para la estabilidad y el equilibrio en la región.

A la vista de su aguante, es evidente que el joven oftalmólogo que heredó la vara de mando en 2000, con 35 años, era un político muy bien preparado por su padre, el astuto Hafed al Asad. Primero demostró que tenía la determinación y la crueldad necesarias para atacar las revueltas sin vacilaciones, y luego la paciencia y la sangre fría para sostener el aislamiento internacional, dividir a la oposición interna e incluso a la exterior y, sobre todo, ofrecerse ante todos como el mal menor frente al caos.

La prudencia le recomienda no exhibir su éxito todavía, pero ha empezado ya a enseñar la patita con sendas entrevistas a dos medios de primera división: media hora de grabación televisada a la británica BBC la primera semana de febrero y una larga y enjundiosa conversación en enero con el director de Foreign Affairs, la revista más influyente del mundo en política internacional, editada por el prestigioso think tank Council on Foreign Relations.

Abierto a todas las preguntas, incluso a las más incómodas, Al Asad cultiva su imagen tranquila y dialogante justo cuando Washington quiere cerrar su acuerdo nuclear con Teherán, su protector en la región; y Moscú, su protector internacional, pretende patrocinar las conversaciones de paz entre el régimen y la oposición.