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La reforma de la universidad

En el estilo y alcance que tienen los procesos de consulta y deliberación en estos tiempos, en los próximos meses se llevará a cabo la discusión del pacto fiscal, que ya ha sido claramente recortada en su proyección y alcances por parte de las autoridades de turno. Además de que la composición del Consejo Estatal Autonómico es insuficiente y desequilibrada, los temas que se le encomiendan no incluyen ni de lejos todas las cuestiones que tendrían que tratarse en esta oportunidad, ni tampoco hay previsión alguna para que se le proporcione toda la información necesaria para su trabajo.

Entre las varias omisiones, la ausencia de la universidad es una de las más notorias y preocupante. Y extraña aún más que no haya reclamos enérgicos de su parte, y no solo porque es receptora de recursos fiscales por mandato constitucional, en cuantía normada por sendas leyes en plena vigencia, sino que es la institución pública con mayor legitimidad para contribuir con sendos criterios de equidad y justicia sobre las alícuotas del reparto fiscal entre las entidades pertinentes, así como también en lo que atañe a los principios y orientaciones de la correspondiente reforma tributaria. Al menos así tendría que ser, si se toman las cosas en serio.

La universidad como tal ha estado ausente de los principales debates del país en los últimos años. La diferencia con épocas anteriores es flagrante, incluso en el contexto de la jibarización de la gran mayoría de los otros actores y protagonistas sociales, económicos, políticos y morales.

Esto por un lado. Pero además la universidad tiene causa e intereses propios en la negociación del pacto fiscal. Y eso bastaría como argumento para que adopte formalmente un papel más activo en los debates sobre dicha cuestión, y no solo en defensa de sus reivindicaciones particulares. Esto podría dar lugar asimismo al inicio de un amplio debate nacional sobre el papel, la visión, la misión y las funciones de la universidad moderna, determinados, entre otras cosas, por las tendencias demográficas, la ampliación de las capas medias y, por supuesto, en razón de la innovación tecnológica incesante, la ampliación de los campos de la ciencia y de los saberes, así como los desplazamientos en curso de los paradigmas científicos centrales.

Muy pocos de estos asuntos fueron considerados suficientemente en la primera etapa del proceso constituyente. Por eso los preceptos constitucionales anteriores no fueron modificados en su enunciado primordial. Los siete artículos de la nueva Constitución Política del Estado dedicados al tema expreso de la educación superior añaden en verdad muy poco de nuevo, y dejan abierta la cuestión, pendiente hace tiempo, de la reforma de la universidad pública, atrapada hasta ahora en el laberinto paralizante de intereses corporativos de docentes, estudiantes y administrativos.

Más aún, ocasionalmente algunas personalidades se refieren tangencialmente a unos pocos temas de la insuficiencia meritocrática interna, pero eso es prácticamente todo lo que se plantea a debate público respecto de la institución que debería ejercer la tarea esencial de formar profesionales idóneos en conocimientos, destrezas y valores; generar conocimientos de calidad por medio de investigaciones relevantes en las diferentes disciplinas científicas; y servir de primer foro académico para la discusión de los grandes temas nacionales. Para tales objetivos la sociedad, mediante el Presupuesto General del Estado, le asigna una partida de financiamiento, que ha crecido significativamente en los años de la bonanza fiscal.

Todo hace pensar que este momento es propicio para deliberar sobre todo esto sin apasionamiento, por iniciativa propia y en condiciones de gran transparencia, antes de que la perversa tijera fiscal encuentre argumentos para recortar lo que no debe.