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Amor y odio

Revisando las columnas que escribo sobre La Paz, es evidente una contradicción sentimental o, al menos, una actitud bipolar respecto a esta ciudad. En unas notas ardo en pasiones por este sitio “maravilloso”, y en otras destilo un odio tan visceral que me desconozco. Guardando las distancias, me pasa lo mismo que a Cioran cuando se refiere a su lugar de origen, Rumania. Por ello, empezaré esta nota robando y modificando un aforismo suyo: “Amo la historia de La Paz con un gran odio”.

Interminables lugares comunes de la literatura, la filosofía o de las relaciones humanas tratan de esos sentimientos especulares: el amor y el odio. Casi todos coinciden en que no se puede amar sin odiar, y que, sobre todo en relaciones de pareja, la distancia entre el amor y el odio es un pelín, una nadita. Nos sucede lo mismo con nuestra relación con la ciudad, que es, sin duda, una pareja realmente conflictiva. De estar almibarado de amor por ella en un tris, provocado por un bloqueo o una marcha, ardemos en rencores. Algo así me pasó, años atrás, cuando escribí La Paz ha muerto. De tanto amar esta ciudad decidí matarla. Seguí, a pie juntillas, la declaración de otro filósofo, el esloveno Zizek: “La medida del amor al otro es el daño que puede infligírsele.”

Y desde entonces no paro de contradecirme. Para la campaña de la Ciudad Maravillosa, a pesar de su dudoso origen y destino, manifesté mi amor hacia La Paz con la ternura y la pasión que me despiertan su sitio y su cultura; como cuando conoces a alguien que te deja bobo: sin ahorrar piropos. Y cuando tuve que referirme a las próximas elecciones subnacionales y sus candidatos, recordé todo lo malo que tiene la ciudad y su gente; como si se tratara de una vieja relación de viejos: sin ahorrar hachazos.

Sobre el odio a la ciudad leí una explicación de Rubén Jaramillo. El colombiano plantea que nuestro rencor hacia la ciudad nace del fracaso de la modernidad. Como vengo de una generación de arquitectos y urbanistas del siglo pasado, me duele que la modernidad se frustre en su más alta aspiración: en hacer ciudad. Por ese rencor expreso siempre mi cólera cuando escucho a líderes y periodistas hablar, inopinadamente, de la modernidad en esta ciudad.

Para todos ellos terminaré con Walter Mignolo, uno de los pensadores fundamentales de este proceso político. Él, junto a otros, sostienen que modernidad y colonialidad son caras de una misma moneda. Una sin la otra no pueden existir. Ergo: construir proyectos “modernos”, que adornan la ciudad y no la estructuran es, simplemente, prolongar nuestro pensamiento colonizado. Y no se ofendan. Se los dije con todo mi amor y odio.