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No Hay

En Veracruz se persigue abiertamente  a los periodistas que intentan informar sin mentiras oficiales

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

No hay cordura en quienes presentan desequilibrios evidentes entre lo que piensan, dicen y hacen. Al contrario, un buen indicador de demencias y sinrazones se revela en cuanto un enano intenta mirarnos por encima de su hombrito como si midiera tres metros de estatura o cuando descubrimos —ante nuestros propios ojos— que la dama a quien hemos invitado a comer informa por teléfono a su marido que “se encuentra envuelta en una clase de estética”. Basta que el recurso de la mentira se vuelva tan cómodo como un viejo par de zapatos para que peligre la integridad de cualquier información y, por ende, la viabilidad de una posible verdad.

No hay sano juicio entre quienes fardan su asistencia a improvisadas galerías de arte (peor aún: lo que llaman ferias de arte, que ya encierra contradicción de términos en sí misma) y al salir vuelven a ejercitar su léxico cargado de banalidades e ignorancias varias. No hay razón para suponerlo, pero parece verdad inapelable que no pocos políticos intentan lavar su imagen de estulticia descarada, sus manos ensangrentadas y el palmarés de abusos constantes de autoridad con el engañoso apoyo y contradictoria celebración de festivales de la palabra, encuentros del saber o coloquios entre escritores.

No hay justificación para iniciar mi diatriba en el plano personal, pero parece inevitable. El ciudadano licenciado gobernador del tres veces heroico estado de Veracruz: Javier Duarte, había ya consagrado una perla en la estratosfera de las declaraciones imbéciles desde el no tan lejano año de 2009, cuando tuvo a mal declarar en una entrevista de radio que el personaje de la historia con mayúsculas con el que mejor se identificaba era nada menos que el generalísimo Francisco Franco. En ese entonces, el ahora ciudadano licenciado gobernador ocupaba el cargo de secretario de finanzas del oprobioso gobierno de un hasta hoy impune e intocable personaje llamado Fidel Herrera, quien entre muchas gracias fue bendecido con ganarse el premio gordo de la lotería nacional (por puro azar), solapar más de un cochupo orquestado por un reconocido gánster relacionado con el equipo de fútbol Veracruz de la primera división y una sospechosa cuadrícula de complicidades y atropellos que ayudaron al apuntalamiento de por lo menos un grupo del crimen organizado en el paisaje de ese estado que no merece a los gobernantes que lo han mancillado.

No contento con estar en el palmo preciso que eslabonaba tales infracciones, el ciudadano Duarte se destapaba como candidato a la gobernatura con su muy confundida declaración de admiración por Franco: intentó justificar o explicar su confundida apreciación a los pocos instantes de asentarla, argumentando que el agudo timbre de su voz era una primera y clara señal de esa suerte de clonación admirativa y habría que agregar quizá que se trata en ambos casos de señores regordetes, mofletudos, es decir: cachetoncitos capaces de firmar sentencias de muerte mientras sopean madalenas (ya en un palacete de Burgos o bajo una palapa de Boca del Río).

No hay quien pueda negar o siquiera brindar una explicación racional al hecho inapelable que ensombrece seriamente la gestión del ahora gobernador licenciado, ciudadano Javier Duarte: en el tiempo en que lleva gobernando han muerto 11 periodistas y al día de hoy suman otros cuatro desaparecidos. Ante ese telón innegable —sincronizando lo que pensamos, con lo que decimos, escribimos y hacemos— un amplio y ancho grupo de escritores y periodistas firmamos una carta solicitando se revisara seriamente la conveniencia para seguir celebrando en Xalapa, capital de Veracruz, el Hay Festival, convivio plural y democrático, abierto y policultural de letras y letrados originado en el País de Gales, con extensiones en diversos países.

No hay quien pueda ponerle un pero a lo que tan bien ha señalado Juan Villoro: “¿Es posible encomiar la libertad de palabra mientras los periodistas son asesinados? La cultura sirve para tender puentes, pero también puede ser usada como ornato, el florero en la mesa de los criminales. Por desgracia, las extraordinarias actividades del Hay no han servido para que la libertad de expresión se garantice en Veracruz”.

No hay, de hecho, puente posible entre quienes por leer y escribir fomentan y procuran el diálogo y aquellos que con obesas y obtusas mentes que —quizá— en el delirio de su pasajera omnipotencia imaginan merecer un monumental mausoleo como el del Valle de los caídos a la sombra de los tabacales en la región de los Tuxtlas.

No hay párrafo que ayude a iluminar la engrasada masa encefálica de quienes intentan discursos solemnes o proclamas políticas con la tipluda vocesita de la confusión y la culpa, bajo un palio pontificio o una palmera de cocos locos. No hay por qué decorarle la mesa a los cerdos de luenga papada, ni con la digna presencia de Salman Rushdie o John Lee Anderson condenando in situ el negro balance que revela una trama clara: en Veracruz se persigue abiertamente a los periodistas que intentan informar sin mentiras oficiales, y el propio gobernador intentó convertir en ley inapelable la descabellada idea de considerar cómplice de delitos a quienes informaran, tuitearan, feisbuquearan o emiliaran o simplemente mensajearan sobre su persona en las redes sociales. Esa llamada “Ley Duarte”, insinuación del poder que intenta criminalizar la información, cayó por su propia demencia, tal como si alguien propusiera formar una guardia mora, con las capas y turbantes de todo ganador del Rey Feo en los carnavales de Veracruz o declarar a los Reyes Magos patronos de los brujos de Catemaco.

No hay de otra: en los años recientes se suman en Veracruz más de 130 casos de agresiones a periodistas y reporteros. Sabemos los nombres y apellidos de los escritores de ese género de la literatura que se escribe al vuelo, al día y por lo visto, bajo amenaza constante, aunque desconozcamos las merecidas sentencias de sus verdugos. Sabemos las crónicas desgarradoras de cómo son intimidados, secuestrados, golpeados, torturados y en once casos probados: muertos por informar las gracias y desgracias de la triste realidad que no merece Veracruz, ni para tal caso, todos los paisajes de México que se han ensangrentado sin consideración, límite o vergüenza alguna. Aunque lo niegue el ciudadano licenciado gobernador con su voz histórica de soprano, los organizadores del Hay han decidido replantear su valiosa labor cultural en Veracruz precisamente por razones que se refieren directamente a las muchas manchas que tiñen su gubernatura. Aunque no lo merece el pueblo lector y los muchos sectores ávidos de cultura del gran estado de Veracruz, por hoy me convenzo de que sea su propio gobernante quien mastique en murmullos de su callada y posible conciencia la dolorosa revelación de que las palabras Libertad, Justicia, Diálogo, aunque parezcan invisibles no desaparecen con la suma de cadáveres y por ende —y por ahora— en ese paisaje entrañable de Veracruz, a donde llegaron hace setenta años miles de exiliados huyendo del régimen de pólvora y guerra de Francisco Franco, a pesar y con pesar de lectores, autores y los libros mismos… mejor no Hay.

Es escritor mexicano, doctor en Historia por la Universidad Complutense de Madrid.

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Contramaestre

Ramón fue un minucioso pastor de la prosa de grandes autores y un afectuoso faro para escritores primerizos

/ 22 de junio de 2019 / 12:18

Ahora que descansa, se confirma que Ramón Córdoba fue un editor incansable y un lector incombustible. Tenía la enrevesada virtud de sonreír con las cejas arqueadas, con lo cual no pocos autores incautos confundían las sombras de su cara morena con enojo, para luego sentir un alud de alivio alivianado en la carcajada con la que Ramón alcanzaba el tono agudo de lo entrañable.

Algo le pasa a la pluma cuando se escriben tristezas inmensas que parece que la tinta se vuelve agua salada y pesada como los párpados de Ramón, y la mirada que asomaba por encima de unos lentes. Erguido, parecía una garza negra y a menudo tenía un bamboleo al andar que parecería que extendía sus alas como páginas abiertas. Fuimos mucho más que amigos y desde el primer libro, tuvo la gentileza de utilizar el título de Contramaestre para saludar y despedirse. Ahora sé que Contramaestre fue él: el verdadero capitán al timón de la nave de la edición, el responsable directo de los amarres de cada párrafo, la sintaxis del ancla y la prosa de las velas.

Ramón se encargaba de todos los aparejos y de la mejor ruta de navegación, sugerida con la gentileza de quien respeta la idea de libro que cada autor intenta cuajar, y no la vulgaridad mercadotécnica de quienes intentan imponer el tono, ritmo, fondo y forma que ellos o el sello pretender vender para conquistar mercados.

Por lo mismo, Ramón Córdoba fue Contramaestre de dos novelas atrevidas, heterodoxas que escribió para desconcierto de quienes suponían que sus plumas de corrección orto-tipográfica solo destilaban la tinta roja para erratas y no el enigmático arcoíris de sus tramas enredadas y psicodélicas. Al presentar una de sus novelas, tuvo la sagacidad de citar textualmente una frase de Lennon & McCartney, traducida al instante y rizada con una ondulante carcajada que lo convertía en una combinación de humana asta bandera y oscilante garrocha.

Ramón fue un minucioso pastor de la prosa de grandes autores y un afectuoso faro para las primeras páginas de escritores primerizos. Está el abrazo anual que le daban todos los escritores de nota al cerrar el año en Guadalajara; y está la madrugada en que me esperó en el aeropuerto porque le traía en propia mano una de las últimas novelas de un autor mexicano en Londres, con jeroglifos como hormigas y señalizaciones como secreta topografía que solo Ramón entendería para volver perfecto todo lo bueno que emanaba de esas páginas.

También está la tarde en que lloramos juntos por una novela que se perdió en la amnesia y la noche en que me presentó con su hermano mayor, taxista en Chicago, y las veces en que bailaba por encima de la media al ritmo del África en Caribe y las muchas sobremesas con Eliseo Alberto y los muchos libros que regalaba y recomendaba y callaba… Y algo le pasa a la pinche tinta que parece llorar cuando en realidad se impone la más ligera caligrafía para despedir a un amigo infalible, un editor con lupa y un lector de invisibles con toda la gratitud que no cabe ya en páginas y asumir el triste y atrevido riesgo de que las travesías intentarán a partir de hoy –aunque en silencio—confiar en los amarres del mástil, la quilla y eslora, los nudos y tablones con los que garantizaba bogar libre el mejor Contramaestre de la navegación editorial. (22/06/2019)

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Gazapos

Gazapo es el yerro que se le escapa    al ignorante o amnésico por escrito o al hablar en voz alta.

/ 17 de noviembre de 2017 / 04:24

Al filo del destape, esa ceremonia de variada liturgia donde el Presidente de México (otrora todopoderoso) empieza a perder paulatinamente su poder al designar o aprobar al candidato oficial para su propia sucesión… en fin, que al filo del destape, es tiempo que recordemos a la presente administración como campeona del gazapo.

Dícese gazapo al hombre astuto, que a veces se hace el disimulado y también llaman así a los conejos imberbes, pero también es gazapo la mentira y el embuste. Peor aún, es gazapo el yerro que se le escapa inadvertidamente al ignorante o amnésico por escrito o al hablar en voz alta. Es sabido que los toros supuestamente bravos que embisten a regañadientes, sin nobleza y más propensos a la mansedumbre (cabeceando peligrosamente y sin claridad) son llamados gazapones, por no decirles bueyes.

Cuenta un querido amigo, casi inglés, que al tiempo que estudiaba en Cambridge University se repetía con frecuencia la graciosa anécdota de un economista victoriano que en su época (preglobalizada, preinternetiana y premoderna) le dio por dictar repetidas conferencias en donde siempre ponía como mal ejemplo los enredos económicos de la República Oriental del Uruguay: que si explicaba un modelo sobre el desastre en el precio de equilibrio del litro de leche, allí donde se enredaban mal las curvas de la oferta y la demanda o bien, que si se trazaba un modelo algebraico y su respectiva gráfica para ejemplificar errores o gazapos de un modelo económico para el mercado del pescado, el viejo economista inglés siempre señalaba dichos ejemplos como “errores del Uruguay”, “desastre tradicional de la economía a la Uruguay”, etc.

Un buen día se levantó un joven en plena conferencia, al fondo del aula e interrumpió la perorata del afortunadamente anónimo economista inglés, diciéndole valientemente: “Yo soy uruguayo y me parece totalmente falso todo lo que ha dicho sobre la economía de mi país. No hay razón para que usted se ensañe e insista repetidas veces en poner al Uruguay como mal ejemplo de sus teorías”. Silencio incómodo… vaso de agua temblorosa sobre el escritorio… y el viejo economista inglés, flema incluida, responde: “¿He dicho Uruguay?… Le ruego me perdone. Yo me refería a Paraguay”… De carcajada, toga y birrete.

Lo que no tiene ninguna gracia es que el Presidente de México intentara el pasado miércoles darle la bienvenida al Mandatario de Uruguay con las acartonadas palabras y ridícula ceremonia donde se refirió a su persona como “Presidente de la República Oriental del Paraguay”. Campeón del gazapo y una verdadera vergüenza para quienes hace más de una década depositaron su fe política e invirtieron sus capitales en la fermentación de un joven político que se supone que era campeón del teleprompter, allá en los llanos de Toluca, cuando le salía de perlas leer en pantalla las sentidas palabras para cualquier evento y eventualidad. Ha sido el Mandatario que confunde los nombres de los estados de la República Mexicana con ciudades aleatorias e incluso el orden de los números para señalar minutos, tartamudeando nerviosismos en aberrantes encuentros con campesinos o estudiantes (para colmo, tipo town meeting a la gringa), balbuceos de datos enrevesados, enredando explicaciones inexplicables, soportando silencios incómodos, simulacros constantes, calcetines invertidos, corbatas de nudo horrendo, gomina de tsunami, libros sin leer, estanterías sin libros, casas que no son hogar… largo etcétera.

Al filo del destape sería deseable que el ente que lo defina procure seleccionar a alguien, uno, cualquiera que sepa escuchar el rumor de tantos muertos, el murmullo de tantos errores y desgracias, el vaho de la pobreza y el rugido de los humildes, los millones de niños que hacen su tarea creyendo que ascender al conocimiento podría erradicar de su paisaje la perniciosa presencia de personas nocivas que hablan por hablar, salivando gazapos que no tienen ninguna gracia… ni justificación.

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Color de Ferguson

Parecía que el paisaje de la unión americana cambiaba de veras con la elección de un presidente negro

/ 23 de agosto de 2014 / 05:02

Hubo un ayer, que parece lejano, en que era común ver bebederos para negros en edificios públicos, escuelas y estaciones de trenes de Estados Unidos al lado de las fuentes personalizadas para Whites only; mientras se reservaban los asientos en la parte trasera de los autobuses con una cadenita que rezaba Colored only, segregación que llegaba a afectar a los ciudadanos o visitantes hispanoamericanos, turistas de la India o cualesquiera personas que tuvieran la piel apiñonada, morenos de café con leche y no necesariamente el cabello rizado.

Hablo de mi propia biografía y quiero convencerme de que medio siglo en realidad no es nada y que, además, no es tan lejano el tiempo en que mi padre comulgaba con cada sermón perfecto del reverendo Martin Luther King, quien inundó el corazón mismo de Washington DC. Al margen de sus responsabilidades como diplomático en la Embajada de México, más allá de que era amigo de Bobby Kennedy, mi padre aplaudía en esas manifestaciones masivas no porque intuyera que vivía en persona una escena de Forrest Gump;  y porque estar en el instante exacto en que la Historia (con mayúsculas) toca a todos por minúsculos que seamos, sino porque creía de veras en el urgente debate y resolución de uno de los más hondos fantasmas de la cultura norteamericana: el velo irracional de una inmensa nación esencialmente racista, que parecía no digerir el primer siglo posterior a la Guerra Civil con la que se mataron entre todos por obra y gracia de la esclavitud de miles de negros, generaciones enteras de esclavos africanos y el engranaje industrial de una economía dividida donde los privilegios y los oprobios, los constantes abusos y las ganancias desorbitantes trazaban un mapa particular por encima de la geografía de las enciclopedias.

El galimatías social llegaba a permear el paisaje de mi infancia, donde era común que los cómicos negros siguieran bailando tap en las películas. Eran negros los lustradores de calzados en los pasillos de los hoteles donde se acostumbraba dejar los zapatos a los pies de las puertas (que en nuestra cultura era como esperar la llegada del rey mago Baltazar), los conductores en los trenes y los pocos atletas que poco a poco se abrían camino de leyendas en las estampas coleccionables del béisbol o fútbol americano; e inevitablemente todo el mundo sonreía con la gracia que transpiraban los camareros de filipina inmaculadamente blanca, en todos los restaurantes de costumbre, sabiendo que en toda cocina había alguna Aunt Jamima, gorda y de pañoleta al cráneo como el personaje de Lo que el viento se llevó.

Con el paso de los lustros parece que por zonas se resolvió el mapa enrevesado de las diferencias raciales, pero sigue siendo un enredo de formas y de maneras de ser, de formas de estar y de estructuras de convivencia el mosaico universal de ese país tan potencia que, en realidad, lleva en el alma una constante esquizofrenia: parlamentos demócratas en debates interminables para definir una nueva política migratoria, siendo todos los interlocutores descendientes de migrantes; programas de estabilización de la economía en busca de una mejor distribución del ingreso, siendo las grandes fortunas monopolizadas ya no por apellidos célebres, sino por corporaciones enteras que no ceden un ápice en sus ganancias; proyectos plurales de educación masiva, siendo las mejores universidades consorcios excluyentes por el costo de sus servicios; o plantaciones enteras de cultivos óptimos de vegetales y frutas, siendo la dieta básica y generalizada el imperio de la comida chatarra.

Parecía que el paisaje enrevesado de la unión americana cambiaba de veras con la elección de un presidente hijo de una mujer blanca de Kansas y un negro de Kenia. Parecía cumplirse el sueño de Abraham Lincoln y los sermones de Martin Luther King. La culpa de generaciones enteras y la confusión en el trato ha llegado incluso a la increíble edición de las obras de Mark Twain, donde un sesudo corrector propuso eliminar las cientos de veces que aparece la palabra nigger en sus páginas por haber ya cambiado el código ético o la expresión común con la que se denigra o ensalza a los esclavos, liberados o no. Incluso decir ahora la palabra “negro” contrasta con el tácito acuerdo de que todo ser humano cuyo color de piel remita a la negritud en cualquier ánimo tenga que ser referido como afroamericano, aunque su biografía sea quizá veracruzana o antillana. Y sí, efectivamente vivimos ya el mundo de equipos de fútbol americano con mariscales de campo negros, la liga profesional de béisbol con mayoría de jugadores latinos y coloreados a contrapelo de las viejas fotografías en blanco y negro donde solo jugaban los blancos a la pelota caliente. También parecía que la música del ritmo que llevan en sus caderas las negras que cantan con tan solo hablar había logrado abatir la irracional segregación de la que fueron objeto por siglos y abrir así una ventana hacia una sociedad verdaderamente plural donde soñamos todos un futuro donde no sea exótico agregarle aguacate a los platillos y no sea peligroso caminar por una acera mal iluminada en compañía de una sombra que dejó de ser intimidante.

Sin embargo, hace unos días volvió a pasar el fantasma. Hace años el video de la brutal golpiza que propinara una banda de policías blancos a un hombre negro, cuya biografía parecía condenada al anonimato y que hoy todos sabemos que se llamó Rodney King, o hace unos días el hecho de que un policía blanco acribillara con seis balazos (dos directos al cráneo) a un adolescente llamado Brown, como el color de su piel, volvieron a recordarnos a todos la cuenta pendiente.

Como bien señaló Marc Bassets, el conflicto va más allá de lo local. Ferguson es una ciudad del condado de San Luis en el estado de Missouri, 16 kilómetros cuadrados, fundados en 1855 por un tal William B. Ferguson que vendió los diez  acres para que sirvieran de estación de ferrocarril con la condición de que preservaran su apellido en esa ciudad donde más de la mitad de la población es negra, con 50 policías blancos y solo tres negros en uniforme, en el corazón del Middle West del inmenso país donde casi la mitad de la población en las cárceles es negra y en donde la capital, ciudad blanca llamada Washington en honor al primer presidente de la Unión, consta que tres de cada cuatro jóvenes de color negro han de pasar algún tiempo detenidos en cárceles a lo largo de sus inciertas biografías en este mosaico de castas y subcastas con todos los idiomas del mundo. Allí que es un aquí que nos inunda a todos con la cultura masiva, la tecnología instantánea, la literatura vibrante de sus anchos paisajes inabarcables; y donde sigue siendo una cuenta pendiente convivir con cualquier otro simplemente a partir de su apariencia.

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